Vivir las humanidades

Flavia Lugo de Marichal, Humanista del Año 2013

 

“Nuestra vida está hecha de recuerdos, de saberes que nada tienen que ver con la erudición o con la ciencia, y que son una mezcla de vivires y de saberes que nos vienen de relatos, escuchados o leídos, que se incorporan a nuestro ser”.[1]
Joaquín Rubio Tovar

Ante todo, quiero dejar consignado mi profundo agradecimiento a la Fundación de las Humanidades y a su Junta de Directores por la distinción que me conceden esta noche, a todos los amigos y amigas que me acompañan y a mi amigo, el poeta y abogado Miguel Arzola, por su presentación.

Los recuerdos nos llevan a contemplar sin prisa el amplio horizonte de la vida. Aparecen de momento porque algún olor los despertó, porque aquella canción los hizo suspirar, porque de momento escuchamos tal o cual nombre y enseguida el recuerdo fue a buscar en su archivo de fotos y le dio vida a una experiencia lejana que visualizamos a veces difusa o la imaginamos de otra manera.

El recuerdo intenta conservar la experiencia tal y como aconteció, pero en este juego constante de la vida hay reglas, jugadores, vencedores y vencidos que olvidamos o transformamos. Este personaje tan organizado se viste de paciencia porque continuamente tocamos a la puerta de su casa, entramos como si fuéramos un remolino y comenzamos a rebuscar, tratando de recuperar las piezas perdidas de un rompecabezas que parece interminable.

¡Qué capacidad tan poderosa tenemos para transformar el recuerdo! Recordamos transformando los sucesos, reescribiéndolos, esculpiendo cada detalle a nuestro gusto y los guardamos en ese joyero que hemos ido creando para los recuerdos especiales.

Todos tenemos todo tipo de recuerdos, pero los que atesoramos se diferencian de los demás. Aparecen frecuentemente y nos regalan ese instante de suspiro que como muy bien dice George Sand, es “el perfume del alma”. Es un perfume que sólo el que lo posee lo percibe y lo atesora. El escritor y cuentero colombiano Gabriel García Márquez comenta que: “Recordar es fácil para el que tiene memoria. Olvidarse es difícil para quien tiene corazón”.

Hoy el recuerdo me acerca a muchos personajes que fueron protagonistas importantísimos de este cuento que he vivido creando historias. Puedo decir que soy una de las afortunadas del planeta que ha conocido el amor en sus diversas manifestaciones y es este sentimiento tan poderoso el que me ha acompañado en esta travesía de palabras e imágenes. Dediqué muchas horas de mi vida a contar y escribir cuentos. Estos se parecen al recuerdo porque aparecen de momento gracias a una palabra, un sonido o un color. Todos sabemos que el cuento ha vivido con nosotros desde tiempos inmemoriales. Ellos son la base de toda creación porque, al fin y al cabo, contamos algo a los demás que nos observan o escuchan maravillados o perplejos.

Mi riqueza es de palabras e imágenes y a mis casi 87 años de vida, puedo decir que soy una privilegiada de la vida que aprendió a escuchar cuentos, recordarlos y contarlos. Los muros de mi memoria están llenos de imágenes que han resistido el paso del tiempo y me han humanizado.

Magda Figiel, del Instituto de Estudios Superiores sobre la Mujer en Roma, explica de forma muy sencilla lo que significa humanizar: “Humanizar es hacer el mundo más humano. Implica una sensibilidad que permite identificar tendencias sociales que atentan contra el bien de las personas así como una sensibilidad hacia la situación personal del ser humano concreto: sus sentimientos, sufrimientos físicos y morales o ilusiones y esperanzas… La aportación humanizadora es muy necesaria en una cultura que pierde el sentido de la dignidad humana y tiende a tratar al ser humano como un objeto. Hace falta redescubrir el sentido del valor del ser humano, así como de las instituciones que han alimentado la sociedad”.[2]

Y la escritora británica Doris Lessing dice que el ejercicio de la escritura es una tarea de “creación de su vida”. Una labor de “crear el recuerdo”. Y aquí estoy “creando mis recuerdos” llenos de personajes y cuentos, ésos que, paso a paso, me transformaron en escritora de cuentos infantiles y me humanizaron.

Mi casa era también una cueva porque, ¿qué hogar no se vuelve nido o refugio? El mundo de los cuentos está repleto de todo tipo de vivienda a la que llamamos hogar: establos, palacios, casitas de dulce o casas mágicas como la de Baba Yaga[3], que tenía patas de gallina. El caso es que el hogar, la casa, la morada es el lugar donde se cuece con paciencia ese rico y suculento plato para el alma llamado cuento.

Mis primeros recuerdos donde el cuento reinaba y celebraba, nacieron en aquella casa ubicada en una pequeña colina a la entrada de la Jolla de las Calabazas, en el barrio Magas de Guayanilla.

Tenía una escalera en forma de abanico –que aún conserva- y desde el balcón podíamos ver a lo lejos un pedacito del mar Caribe y un monte, al que bautizamos mi hermana y yo la montaña del judío errante por un relato que nos contaba ña Petra y que explicaré más adelante.

Allí reinaban los cuentos. El cuento cobraba vida y nosotras, mi hermana y yo, realizábamos travesías a otros espacios donde nos esperaban personajes fantásticos o reales que nos regalaban todo tipo de respuestas. Gianni Rodari lo explica muy bien: “El niño, al escuchar un cuento, no sólo intenta comprender la historia, sino que también establece analogías, deducciones, busca entender el significado de las palabras realizando una actividad descifradora”.[4]

Esa casa donde viví los primeros ocho años de mi vida –mi primer universo–, como diría Gastón de Bachelard en su hermoso libro La poética del espacio[5], cobra vida ante mis ojos y puedo recordar cada rincón donde jugué con mi hermana. No tenía agua potable, ni luz eléctrica, pero nunca me hicieron falta. Desde el balcón de esa casa, empecé a ver pasar la vida. Ahora puedo, gozosamente, decir con Rafael Alberti, en su quinto libro de La arboleda perdida: “¡Qué consuelo sin nombre no perder la memoria, tener llenos los ojos de los tiempos pasados!”

Aquella casa, cueva querida, no tenía dibujos de bisontes en las paredes. Sus cuentos estaban impresos y ese era nuestro mayor tesoro: los libros. En nuestro cuarto siempre hubo una colección de Cuentos de Calleja, unos libritos pequeños, muy pequeños, y que costaban muy poco, por lo que teníamos muchos. Estos libritos fueron muy importantes en nuestra vida porque a través de ellos conocimos cuentos de Andersen, de los hermanos Grimm y otros. Me maravilla pensar que en aquellas dos o tres pulgadas había cuentos completos con ilustraciones.

“Narrar un cuento –nos explica Sara Cone Bryant– consistirá en transmitir ese mensaje y compartirlo con otros… Nadie puede transmitir un mensaje que no conoce, ni interpretar aquello que no ha entendido. No se puede dar de lo que no se tiene. Por lo tanto, lo primero que le exigiremos es que comience por sentir el cuento que se dispone a narrar, desde las emociones o los pensamientos más sencillos hasta los más profundos”.[6]

Tuve la fortuna, desde mi tierna infancia, de estar rodeada de grandes contadores y contadoras de cuentos que me enseñaron nuevas palabras y me ayudaron a conocer otros lugares y personajes que todavía hoy se pasean por los coloridos pasillos de la casa de mi memoria.

Mi mamá fue la primera contadora que recuerdo. Nos leía los cuentos de Calleja por las noches y aún me parece oír su voz, cantarina y amorosa, a pesar de que ha llovido tanto; y cuando Meya, mi hermana mayor, supo leer, ella me los leía a mí. Mi hermana era como un sol y su voz era clara y cristalina. Hubiera sido una gran cuentera pero optó por la pedagogía y la música. Entonces usó su voz para contar cantando y fue la primera persona que cantó El villancico yaucano. Las voces de los contadores de cuentos no se olvidan. Su entonación, su gracia, su agilidad al contar, maravilla a todo aquel que los escucha.

Mi papá, gran lector de novelas de aventuras durante toda su vida –Dumas, Verne, Salgari, Fenimore Cooper, etc.– nos contaba cuentos que duraban días y días. Todos los días inventaba una nueva aventura. Años después, sus nietos, el hijo de Meya y mis hijos, también fueron hipnotizados por la capacidad de mi padre para contar y por la cantidad de aventuras que casi todos los días inventaba.

Pienso que mi padre vivía a través de ese mundo de aventuras constantes. Las vivía con tanta pasión que las hacía suyas y tal vez por eso era un gran contador de cuentos, que si hubiera nacido para la época en que los seres humanos pasaron de la barbarie al pastoreo y el narrador de cuentos, además de entretener a la tribu, se volvió custodio de la tradición de la tribu, mi padre hubiera sido ese contador. Fue un Quijote que supo contarnos con detalles y paciencia todo ese mundo de aventuras que le apasionaban.

Al fin y al cabo, todo narrador de cuentos realiza todo tipo de aventuras a través de los cuentos que lee y luego memoriza para contar. Son los grandes aventureros de la palabra. Siempre pescando historias poderosas que se convierten en el alimento suculento para el que sabe escuchar y yo aprendí a escuchar desde temprana edad a estos contadores familiares que me ayudaron a conocer otros mundos y otros personajes que me fueron humanizando sin saber en ese momento lo que esto implicaba.

Las narraciones de mi padre fueron creando en mí el deseo de conocer más allá y de entender a otros que pertenecían a culturas remotas y diferentes.

Dice Mario Vargas Llosa que “Para Sherezada, contar cuentos que capturen la atención del rey es cuestión de vida o muerte. Si Sahrigar se desinteresa o se aburre de sus historias, será entregada al verdugo con las primeras luces del alba. Ese peligro mortal aguza su fantasía y perfecciona su método, y la lleva, sin saberlo, a descubrir que todas las historias son, en el fondo, una sola historia que, por debajo de su frondosa variedad de protagonistas y aventuras, comparten unas raíces secretas, que el mundo de la ficción es, como el mundo real, uno, diverso e irrompible[…] Cuando el rey Sahrigar perdona a su esposa –en verdad, le pide perdón y se arrepiente de sus crímenes– es alguien al que los cuentos han transformado en un ser civil, sensible y soñador”.[7] Sherezada humanizó al sultán. Lo sacó de ese túnel oscuro de barbarie y le enseñó a escuchar cuentos y a dejarse fascinar por la palabra.

Tengo el vago recuerdo de otra cuentera, ña Petra, la lavandera, cuyos rasgos se me pierden en el tiempo, pero que siempre que pienso en ella, tengo presente el Retrato de Goyita, de Rafael Tufiño. Por ella fue que bautizamos el monte con el pomposo nombre de la montaña del judío errante. Todas las noches, veíamos allí desde el balcón unas luces que no se detenían nunca y ella nos decía que era el judío errante. Nosotras nunca lo dudamos. Luego nos enteramos de que eran los hombres que hacían carbón. Sufrimos una gran desilusión, pero después de tantos años, todavía recuerdo cuando ella nos decía sentenciosamente que Jesús le había dicho al judío: “Caminarás errante hasta el fin de los siglos y cuando tus pies cansados quieran detenerse, tu corazón atribulado te dirá ¡Siempre adelante!”

Esos primeros años pasaron con gran rapidez y de pronto, en 1944, obtuve una beca para estudiar en el College de las Madres. Fue mi cuarto viaje a San Juan. Me deslumbraron aquel maravilloso pórtico y la capilla. Cuando nos entregaron el programa de clase, me pareció un poco extraño el título de un curso que debíamos tomar todos los días: Humanidades. Me pasó lo mismo que a Martorell. Nadie sabía de qué se trataba, pero allí había que aceptar el programa que te asignaran. Nada de cambios. No había salida. Y la clase la dictaba nada menos que la decana, la madre María Teresa Guevara, de profunda formación humanística, amante de todo saber, cuya tesis doctoral versó sobre el humanismo de San Francisco de Sales. Durante dos años nos inició en el conocimiento de las grandes obras y los grandes misterios de la humanidad y allí fue que entendí que ese nombre, humanidades, lo abarcaba casi todo y que allí no solo estudiamos, sino realmente vivimos lo que eran las humanidades. Gracias a ella tuvimos un Club Dramático, y muchas de nosotras participamos por primera vez en una obra de teatro; también un Glee Club, que ofrecía dos conciertos al año; y un periódico, en el que muchas escribimos por primera vez un artículo, y un Gobierno estudiantil; y todos los miércoles celebrábamos una actividad en la que hacíamos gala de nuestras habilidades artísticas, además de que se fomentaba siempre el compañerismo y la sana convivencia.

Hace 65 años que me gradué de allí, pero todavía mis mejores amigas son las que fueron mis compañeras en el College y todavía nos reunimos para asistir a las actividades que se celebran en nuestra Universidad del Sagrado Corazón.

Con ese bagaje, pasé a la Universidad de Puerto Rico a estudiar la maestría en Estudios Hispánicos, y allí tuve la maravillosa experiencia de vivir el Siglo de Oro español de la mano de aquella sabia maestra que fue doña Margot Arce, y entrar en la bastante olvidada literatura puertorriqueña guiadas por el entusiasmo de Manrique Cabrera, o descubrir el Cuzco que Garcilaso el Inca llamó “otra Roma en aquel imperio”, con Ciro Alegría, o descartar muchos errores sobre nuestra lengua con don Rubén del Rosario, o maravillarme en la clase de dicción, elocución y elocuencia que dictaba don Cipriano Rivas Cherif, en la que yo era la más joven del grupo y a la que asistían doña Margot Arce, doña Antonia Sáez, Rafael Enrique Saldaña, y otros que no recuerdo.

También me matriculé en un curso de Técnica teatral. El maestro era un joven artista español, republicano en el exilio, que se llamaba Carlos Marichal. Su nombre me lleva a recordar dieciocho años de felicidad. Siempre me apoyó en todos mis sueños. Juntos inculcamos a nuestros hijos el amor por el arte y los valores que le dan sentido a la vida. él también soñaba grandes cosas para sus hijos y para todos los niños del mundo. Su primer regalo fue ilustrar un cuento mío que le regalamos a mi sobrino en la Navidad de 1950. Lo nuestro fue un “cuento de amor” que vive en el recuerdo de mis hijos y de todos los que nos conocieron y que ha dado pie para que muchos cuenten sobre él.

Al finalizar el año de estudios en la Universidad, recibí un telegrama del señor José Buitrago, director de Radio WIPR, emisora del pueblo de Puerto Rico, invitándome a formar parte del equipo de trabajo de la estación. Acepté inmediatamente y me presenté allí el día señalado. Me entrevistó el director de Programación, el dramaturgo Francisco Arriví. Me informó cuánto ganaría y me dijo que yo me encargaría del programa ‘Alegrías Infantiles’, que iba al aire todos los días a las cinco de la tarde. Me entregó un libreto radiofónico –un cuento que él mismo había adaptado– el muy conocido de Las tres cabritas, y un libro en inglés, Radio Writing, que me enseñaría cómo escribir para radio. No dije nada, pues me quedé muda. Sólo pensaba. Yo era la benjamina de mi casa, no sabía escribir a máquina, nunca había escrito un cuento, siempre pensé que los cuentos eran para que me los contaran a mí. En fin, me sentí la persona más desvalida del universo. Pero necesitaba trabajar. Ese mismo día, me leí el libreto que me habían entregado, por la noche estudié el libro y, al otro día muy temprano, fui a la Librería Campos, en el viejo San Juan, donde compré cinco cuentos infantiles. Al día siguiente, empapada de todo pero segura de nada, me senté ante la maquinilla como cordero que va al sacrificio. El cuento que escogí para adaptar fue uno cuyo título era El sueño de Andrés. Con los dos tímidos dedos del corazón empecé a aporrear aquella máquina. Minuto a minuto, hora tras hora, hasta que llegaron las cuatro de la tarde. Mis compañeros me miraban asombrados y creo que con mucha compasión. Uno de ellos, no recuerdo cuál, me llamó “la gallina picando maíz”, pero había cumplido: había completado las diez páginas necesarias para cubrir el espacio. Así empezó mi época de escritora de cuentos infantiles: no por vocación, sino por necesidad.

A los tres meses decidí que inventaría los cuentos en lugar de adaptarlos. Eso de la adaptación me tenía un poco preocupada. Siempre tuve un gran respeto por lo que otras personas escribían y en el proceso de adaptación a otro medio, se podrían perder muchos detalles importantes que podrían restarle méritos a la obra original, de manera que me di a la tarea de inventarlos. Pero me costó mucho, claro que me costó. Había mejorado mucho mi capacidad para la mecanografía, por lo que me habían cambiado el mote de “la gallina picando maíz”, por el de “el rayo de la maquinilla”. Nunca me había preguntado qué les gustaría a los niños, y en aquella época no había ni libros, ni manuales sobre cómo escribir para niños. Yo me acordaba de los interminables cuentos que me hacía mi papá, en los que las brujas volaban en escobas de un país a otro con gran naturalidad, donde abundaban las hadas y los duendes y los niños podían ser aventureros o héroes, y me di cuenta de que, cualquier asunto, contado de manera interesante, podía ser del agrado de los niños. Comprendí que el desarrollo tenía que ser lógico, por más ilógico que fuera el asunto. Apliqué los principios que había aprendido de mi padre, recordé los nunca olvidados cuentos de Calleja y me lancé a la aventura. Sin ser machacona, incorporé moralejas a mis cuentos y conté experiencias de mi niñez y, con el tiempo, llegó un momento en que era capaz de escribir un cuento hasta de una hoja seca. Salvando las distancias que me separan de Andersen, pensé en él: “A veces me parece que cada pared, cada florecita me grita, mirándome un poco, mírame, que comprenderás mi historia. Y si les hago caso, listo el cuento”. Después venía la grabación, que era algo increíble. En aquella época no había impresionantes consolas para el sonido. Los efectos especiales los hacíamos nosotros mismos, guiados por aquel mago del sonido que se llamaba Harold Martin. Por ejemplo, para el galope de un caballo todos nos dábamos golpes de pecho. Había una gran creatividad y, sobre todo, un gran deseo de que todo quedara bien.

Escribí muchos cuentos originales que se quemaron en el fuego que destruyó gran parte de nuestros estudios en la parada 20. Además, se perdieron programas sumamente valiosos, como algunos de los de don Federico de Onís, sobre El Quijote, y de don Cipriano Rivas Cherif, que él tituló ‘El teatro en mi tiempo y mi tiempo en el teatro’. Pero nada nos detuvo. Improvisamos un estudio en casa del director, José Buitrago, y desde allí íbamos al aire en vivo.

Al verme obligada a escribir un cuento todos los días, desarrollé, casi sin darme cuenta, una habilidad increíble para inventar… Cuando amanecía con una gran aridez mental, me iba por las oficinas en busca de auxilio. En una ocasión, fue Wilfredo Braschi, aquel maravilloso ser humano y respetado periodista, quien me sugirió un tema del que escribí un cuento muy gracioso. Otra vez fue Abelardo Díaz Alfaro, quien, al mote que ya me habían puesto de “el rayo de la maquinilla”, añadió el de “la única persona que realmente vive del cuento en Puerto Rico”. Abelardo, Wilfredo y yo compartíamos una oficina y yo me sentía sumamente orgullosa de que me hubieran ubicado con esos dos distinguidos escritores.

En esta travesía tan emocionante de tener que crear todos los días un personaje diferente, hubo uno que se quedó conmigo por largo tiempo: el amigo duende. O quizás él estaba conmigo desde que era pequeña. Muchos niños y niñas han tenido amigos imaginarios. Una de mis hijas hablaba con un caballo. A veces yo la sentía muy animada conversando y estaba sola. Cuando le preguntaba con quién hablaba, me contestaba con mucha naturalidad: ‘Con un paballo’(sic.). Otra tenía una amiga imaginaria que se llamaba Lizi y todas las noches había que llevarla frente el espejo para despedirse de ella. A veces, esos amigos aparecen de momento y nos acompañan, nos llevan de la mano, y nos enseñan que dentro de nosotros hay voces y cantos.

El cuento sobre El amigo duende se quemó en el fuego junto a otros tantos, pero aunque era un cuento muy sencillo, siempre lo recordaba. Años después, madre ya de tres hijas, y todavía escribiendo cuentos para la WIPR desde mi casa, pensé que el asunto de El amigo duende tenía la posibilidad de convertirse en una obra de teatro para niños y la escribí. Me sentí bastante satisfecha y sobre todo, tranquila, pues ya no tendría al duende saliéndome por los resquicios de la conciencia, pero su destino fue el de muchos: el cajón de las cosas escritas y nunca publicadas. Sin embargo, parece que el duende no estaba satisfecho o que estaba destinado a un futuro mejor. Años después, Angelina Bauzá, una amiga y directora de una escuela de San Juan, me pidió una obrita para presentarla en su escuela y le entreguéEl amigo duende. No pude ir a verla, pues ya estaba muy ocupada con mis seis hijos, pero sí la vio Leopoldo Santiago Lavandero, quien había renunciado a su puesto como director del Departamento de Drama de la Universidad de Puerto Rico, para crear el Departamento de Teatro Escolar del Departamento de Instrucción Pública. Por la noche, me llamó: “Vi una obrita que dicen que es tuya, pero que ni tiene tu nombre. Me gustó mucho y te la quiero comprar para presentarla en las escuelas. Deseo comprarte los derechos de autor por diez años ¿Te parecen bien quinientos dólares?” Yo sólo dije: ¿Tanto? Y él me contestó: “Flavia, el trabajo de un escritor vale”. A mí me pareció demasiado, pero me vinieron muy bien. En 1962, eso era mucho dinero. El duende seguía haciendo travesuras. La primera vez que se presentó, en 1964, diseñó la escenografía y el vestuario ese gran artista que es Antonio Martorell, que entonces comenzaba a hacer de las suyas. Desde entonces, El amigo duende se presentó en casi todos los pueblos de Puerto Rico.

Hace dos años, me llamó Luis Salgado, un joven puertorriqueño residente en Nueva York, director de teatro y coreógrafo, asistente de coreografía en el musical In the Heights, ganador de un Premio Tony; fundador y director de la organización Revolución Latina y quien había participado como actor en tres montajes diferentes de El amigo duende cuando era niño. Me dijo que toda la vida había soñado en convertir la obra en un musical y que había llegado el momento. Y luego la pregunta obligada: “¿Cuánto me va a cobrar?” Y la casi siempre respuesta mía: “Nada. Sólo que si la montas me pagues el viaje y el alojamiento para ir a verla.”

Y allí fui con mi bastón y con una de mis hijas. La presentación fue el en teatro del Museo del Barrio con orquesta, bailarines, efectos de sonido e iluminación maravillosos, canciones bellísimas, teatro lleno todos los días; en fin, para mí fue un regalo de El amigo duende.

Los personajes siempre me han hablado y me han ayudado a soñar porque, al fin y al cabo, cuando se escribe uno se transporta a otro espacio, uno realiza una travesía placentera al mundo de la creación.

Aprendí a reflexionar y a ser paciente escuchando cuentos que me mostraban diferentes caminos y decisiones. En muchas ocasiones me identifiqué con uno u otro personaje y pude entender muchas cosas del mundo que me rodeaba. Conocí con ellos sobre las tradiciones y el folklore de otras culturas. Ahuyenté pesadillas, realicé grandes aventuras desde aquella cueva de madera localizada en Guayanilla. Adquirí vocabulario y aprendí que cada palabra tiene una música propia y especial. Mis sentimientos cobraban vida cuando narraba un cuento y cada vez que escribía uno para que otros los escucharan, ambos nos humanizábamos en este baile armonioso al que nos lleva el cuento. Yo me hice cómplice de la palabra y juntas brindamos alegría a miles de niños en aquella hora del cuento.

El decálogo de derechos del niño a escuchar cuentos es un manifiesto que apareció publicado por primera vez en Venezuela en 1970. Voy a leer uno de estos derechos y dice:

Todo niño, sin distinción de raza, idioma o religión, tiene derecho a escuchar los más hermosos cuentos de la tradición oral de los pueblos, especialmente aquellos que estimulen su imaginación y su capacidad crítica.[8]

Y yo añado: Todo niño debe tener la oportunidad de celebrar con las palabras y recibir la música transformadora de la literatura, melodía que ayuda a los seres humanos a encontrar su valor en el mundo.

Para terminar, quiero leerles un párrafo de una de las cartas que Carlos Marichal me escribió. Estas cartas forman parte de ese cuento de amor del que ya les hablé. Ese amor que me hizo crecer, vivir con intensidad y conocer la verdadera esencia de lo que es un ser humano. Ese amor que nos humaniza y nos hace crear y seguir creando para dejar en el recuerdo de otros la belleza de la vida.

“Ediciones para la infancia: libros, revistas, teatro. He aquí un gran sueño mío: Ediciones para la infancia. Siempre he pensado que en este campo podría lograr algunas cosas interesantes y realizar una labor instructiva y estética. Estética en la presentación, el diseño y la ilustración. Además de que cuento con un elemento indispensable: Tú y tu experiencia como escritora de cuentos infantiles. No sólo se editarán libros de cuentos, también se podrían imprimir libros de juegos, ilustrados de tal manera que el niño encontrara en el libro lo que no encuentra en la calle, en la escuela o en la casa. Estas ediciones se podrían imprimir con un sistema que al mismo tiempo que sean económicas, reúnan las condiciones tipográficas e ilustrativas de ediciones más caras. Podríamos emplear linóleo, madera, plomo, o fotograbado y la composición se podría hacer a mano con tipo de 14 y 18 puntos. Impulsemos el barco de la fantasía hacia mares propicios y ¡manos a la obra! Con ello no sólo lograremos crear una serie de obras, sino que además compartiremos con los niños sus alegrías, sueños, temores y esperanzas. No nos detengamos, ¡vamos hacia adelante!

Teatro: He aquí otra gran posibilidad: el teatro de marionetas, de guiñol o de niños. Este sería un campo no sólo interesante desde el punto de vista humano, artístico y educativo, sino que es un campo lleno de sorpresas maravillosas. Tú lo sabes y como te he oído hablar de ello, insisto en esto como otra posibilidad.

Tendrías en mí un ayudante y un compañero dispuesto a todo para lograr este empeño de crearles a los niños un mundo lleno de ilusiones, de sueños y de alegría.

Luchemos por esto y que un día no muy lejano digamos: ¡Arriba el telón!”[9]


Muchas gracias.


[1] Joaquín Rubio Tovar, La vieja diosa: de la filología a la post modernidad, Capítulo final: Las humanidades y los hombres (Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 2004).

[2] http://www.mujernueva.org/articulos/articulop.phtml?id=7582

[3] Baba Yaga: Ciudad Seva, Cuento folklórico ruso
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/afanasi/bruja.htm

[4] Gianni Rodari, Gramática de la fantasía
https://www.scribd.com/document/2934831/Rodari-Gianni-Gramatica-De-La-Fantasia-Introduccion-Al-Arte-De-Inventar-Historias#from_embed

[5] Gastón Bachelard, La poética del espacio (México: Breviarios del Fondo de Cultura Económica), 2010, Cap. 1, p. 34.

[6] Sara Cone Bryant, El arte de contar cuentos (Barcelona: Editorial Terra Nova), 1976.

[8] Decálogo de los derechos del niño”, en Temas para la educación. Revista digital para profesionales de la enseñanza, Núm.1, (marzo 2009). Federación de Enseñanza de CC.OO. Andalucía.

[7] Mario Vargas Llosa, “Contar cuentos”http://elpais.com/diario/2008/06/29/opinion/1214690412_850215.html

[9] Carlos Marichal, Dibujos y notas, Carta a mi esposa. Yauco, 1954. Edición limitada a un ejemplar.

Flavia Lugo


Publicado: 4 de mayo de 2015