Universidad: Cultura universitaria

Portada Puerto Rico en el mundo

La ocupación de los filósofos no es dar reglas sino descomponer los juicios secretos de la razón común.
Kant citado por Heidegger

La Universidad es junto a la Iglesia la institución más antigua de Occidente. Se trata, por lo tanto, de una ”institución premoderna profundamente marcada por las tradiciones religiosas y teológicas de la civilización cristiana (pensemos, por ejemplo, en las nociones de “facultad”, “claustro” y “cátedra”) de una parte; y, de otra, por las tradiciones del pensamiento laico y secular que desembocan en la Ilustración y los ideales de la moderna cultura europea. Estos dos pilares tradicionales se fundan, a su vez, en los legados de la civilización greco-romana y de las aportaciones medulares del pensamiento hebreo y del Islam. La expansión y hegemonía mundial de Europa, con su complejo caudal científico, político, económico y técnico – y con el despliegue contradictorio de explotación, ingenio, destrucción y creatividad – ha marcado nuestra actual situación mundial y planetaria.

Este trasfondo his­tórico es ineludible, y obliga a pensar en el porvenir de los estudios universitarios en unos momentos de avances tecnológicos y científicos sin precedentes, y de una no menos inédita debilidad de pensamiento y descalabros afectivos. Debilidad y descalabros que no puede menos que desencadenar, sobre todo entre la juventud, la triste alianza de la promiscuidad, el anti­intelectualisrno y la vejez prematura de los deseos. Los déficit de atención, las bulimias, las anorexias y las bipolaridades – para mencionar sólo algunos de los celebres diagnósticos de nuestra patología social – son una autentica pantalla especular de los malestares de la cultura contemporánea que desbordan por completo las valoraciones orgánicas.

Las formidables invenciones del cerebro humano han terminado por debilitar la propia capacidad del entendimiento, la fuerza del lenguaje, y la acción de los cuerpos. Vivimos deslumbrados y cautivados por los mismos excesos a los que pretendemos poner freno. ¿Cómo encauzar las demandas de unas voluptuosidades poseídas por la profusa saturación de las mercancías y consumidas por el desmedido afán de consumo? Dada esta situación, no debe de extrañar que de lo que más se hable, sin que para nada se piense, sean de las fórmulas psicoterapéuticas, pedagógicas y cosméticas concebidas para remediar la deriva afectiva y los estragos emocio­nales de unas formas de vida cada vez más uniformes y menos sensibles e inteligentes. Con estas “fórmulas de éxito” se logra perpetuar, a todos los niveles, la depen­dencia de los males que se dicen combatir.

Empleo el concepto de fórmula para referirme al he­cho de que en la sociedad contemporánea los cuidados de la mente y del cuerpo se delegan en los poderes clínicos, técnicos, mediáticos y farmacológicos de un supuesto saber que dicta las normas de coma vivir, reproducirse y morir. El denominador común de dichos poderes se define en base a las relaciones sociales pro­ducidas por las políticas de adaptación, conformismo y normalización del Capital, ese nuevo amo de la Tierra. La creciente hegemonía de la lógica y el discurso capitalista ha transformado el conocimiento, la educación, la salud y la alimentación en emporios, no ya sólo comerciales, sino de nuevas identificaciones imaginarias que pro­mueven la enajenación de cada cual con respecto a sí mismo, es decir, con respecto a las fuerzas expresivas de sus singularidades.

La cultura universitaria

A tono can esto, he aquí el primer gran desafío de los estudios universitarios y de su tradición milenaria: ¿Cómo pueden dichos estudios, en su dimensión más fecunda, dar cuenta de lo que realmente significa el cultivo de la inteligencia a la luz del legado milenario del pensamiento? ¿Hay todavía espacio para que la Univer­sidad sea un centro de cuestionamiento de los poderes y del saber normativo? ¿O, por el contrario, el propio concepto de Universidad ha de revisarse de tal manera que los estudios universitarios se regulen y administren en base a la subordinación de toda forma de saber a la exigencia costo-efectiva de la reproducción infinita del Capital?

Me parece que, aunque se diga lo contrario, o aunque se maticen los eufemismos, la frivolidad y desidia intelectual, la tecnificación de los modelos de enseñanza y aprendizaje, el bajo nivel educativo y cultu­ral de los estudiantes, y las medidas administrativas que buscan hacer del estudiante más un cliente satisfecho que un libre pensador o pensadora, han desplazado la experiencia del pensamiento y la investigación propias de la cultura universitaria. La deriva de la Universidad, en el mundo entero, es hacia una institución politécnica fundada casi exclusivamente en base a los cálculos e intereses financieros.

En relación con esto último, el populismo de las fór­mulas pedagógicas no puede menos que traer como consecuencia una especie de infantilización del deseo de saber. Esta infantilización tiene que ver, coma indica la raíz de la palabra (infans), con un empobrecimiento del habla que se debate, sin mucho apuro, entre la astucia (poder salirse con las suyas) y la idiotez (no querer saber nada que no sea de lo suyo). La palabra ya no cuenta; menos aún el compromiso con lo que se piensa. Todo parecería estar diseñado para eclipsar el sentido de responsabilidad y, con ello, el más elemental reconoci­miento del otro. Puesto que el concepto político de ciu­dadano ha sido sustituido por el concepto económico de consumidor; y puesto que la función de las instituciones, sean o no educativas, ha de ceñirse a las exigencias de la clientela, a la satisfacción de un gusto formado por la mercadotecnia, la pedagogía ha quedado reducida a una guía para una población más y más dependiente de la tu­tela, la instrucción y la servidumbre.

He aquí el segundo gran desafió que se le plantea a la cultura universitaria: ¿Está la Universidad en condiciones de asumir la renovación de su legado sin renegar de su responsabilidad histórica, y a la vez, sin sucum­bir a la tentación de convertirse en una institución redentora de descalabro moral de nuestros tiempos? Me parece que el horizonte de esta pregunta es la distinción fundamental entre lo ético y la moral; es decir, entre la relación que cada cual establece consigo mismo, y la relación del individuo con un modelo universal de conducta social que puede o no estar fundado en criterios religiosos.

Para sostener el andamiaje de un marco institucional que funcione, es indispensable apostar a la poderosa vocación de autoengaño de la mente humana. Para ello se ponen en marcha las fórmulas cosméticas. Con esta expresión me refiero a los trucos de hacer creer en y promover el semblante, sea del discurso, del pensa­miento o de los cuerpos. Entiéndase que las fórmulas cosméticas no es un asunto de Vanidades, Vanity Fair o Cosmopolitan. Tampoco es un asunto de hipocresía, en­gatusamiento publicitario o embellecimiento mediático. Se trata, más bien, de una nueva propaganda fides, de propagar la idea de que todo esta bien y bajo control.

Las fórmulas cosméticas son la puesta al día de las estrategias de public relations, concebidas para perpetuar el sentimiento doméstico de orden y normalidad, pase lo que pase. El semblante es el engranaje calculador de los simulacros. Es lo que se lee y ve en los medios de comunicación y en la arrogancia de su cretinismo; es lo que se escucha en los discursos de la opinión pública, en la retórica infame de la clase política; en el hedonismo vacuo de la industria del entretenimiento; es lo que se deja ver y leer en la dócil ferocidad de los cuerpos tatuados, en la fascinación hipnótico can los aparatos electrónicos, en la sumisión de las tele adicciones.

He aquí, pues, el tercer desafió de la cultura univer­sitaria: ¿Está la Universidad, en tanto que institución del Estado, en condiciones de no reiterar el semblante de una educación al servicio de todos, que sirve para todo, pero que, en última instancia, no dice ni sirve para nada, pues no tiene realmente nada que pensar, nada que hacer, nada que decir? Este es el momento de recor­dar que la cultura universitaria no es para el “pueblo”; sino que es para aquellos y aquellas que, sea cual sea su condición social y economía, se comprometan con estar a la altura de su legado, y sean capaces de reconocer y sostener el deseo de aprender y el amor a la sabiduría.

Lo anterior es válido tanto para el que aprende como para el que enseña, pues está claro que el que enseña aprende, y el que aprende, enseña. El horizonte de la cul­tura universitaria ha de ser, pues, lo político y no ya la política. Lo político es inseparable de lo ético y apunta a la experiencia radical de lo común: al lenguaje, al trabajo y al amor. La política – en franco desprestigio, aunque hable en nombre de la “sociedad civil”- ha desembocado en la administración, no ya de la cosa pública, sino de la descomposición social.

II
Teniendo como trasfondo lo antes expuesto, propongo ahora un esquema para un nuevo concepto de Universidad, por cierto irrealizable bajo las actuales condiciones políticas y económicas, pero concebible en términos de una renovación de la cultura. Dicho esquema tiene siete grandes ejes, que se inspiran en las nociones medievales del trivium y quadrivium. El trivium estaría compuesto por la Filosofía, la Ciencia y el Arte; el quadrivium por la Medicina, la Jurisprudencia, la Arquitectura y las Tecnologías. Estos ejes no son tanto disciplinarios coma heurísticos, pues buscan despertar el ingenio, la inventiva y la creatividad. El eje de la Filosofía nos remite a la experimentación conceptual del pensamiento, y no tanto a la historia de la filosofía entendida como una mera recopilación de las opiniones de los fi­lósofos. Si la Filosofía se sitúa al inicio, como Atenea naciendo de la cabeza de Zeus, no es por constituir ella el fundamento del saber, sino por lo que la palabra significa: la expe­riencia del amor a la sabiduría en tanto que condición para el desarrollo de una cultura universitaria. Sin ese amor, que es parte de la dimensión erótica del pensamiento, no hay nada que hacer.

El eje de la Filosofía es abarcador. Incluye a la tradición del pensamiento greco-romano, cristiano, hebreo y musulmán; pero también a las tradiciones de Mesopotamia, Egipto, la India, China, y otras; así como a las narrativas mitológicas de los pueblos del mundo. En este contexto, se incluye al hinduismo, al taoísmo y al budismo; pero examinadas en el contexto de sus propias tradiciones culturales, y para las que el concepto latino de “religión” no aplica. Se incluye también la enseñanza y el estudio de las lenguas antiguas que acompañan dichas tradiciones. Además de esto, del eje de la Filosofía forman parte tres grandes legados del pensamiento: la lingüística, el psicoanálisis y la antropología.

El eje de la Ciencia, por su parte, está com­puesto por: las matemáticas, la geografía, la astronomía, la física, la biología, la química, la zoología, la genética, la paleontología, la arqueología y las neurociencias, de una parte; y la historia, la teoría social, política y economía, de otra. Hay aquí que tener en cuenta que la Educación forma parte de la teoría política; pues ella es inseparable de la mutua compenetración del saber y del poder. Razón por la cual no figura de manera independien­te. Tampoco así la Psicología, pues ella está implícita en el entre cruce de la Filosofía y la Ciencia. Por lo demás, si hay una institución que se ha visto obligada a tomar el relevo de la teología, pero en el contexto de los recla­mos laicos del racionalismo, el empirismo y el positivismo, esa es la institución de la Ciencia. Hay, pues, que repensar el concepto de ciencia. Pero para ello hay que empezar par distinguir muy bien entre la estructura de poder de las ciencias, la investigación científica con sus dimensiones éticas y estéticas, la ciencia aplicada y sus articulaciones con las tecnologías, y la creación científica. Este eje ha de fomentar una preagrupación de las especializaciones para que ellas respondan al interés general de la sabiduría, entendida no como algo que se posee sino como práctica, come ejercicio de la libertad.

La composición del trivium culmina con el Arte: las artes plásticas (que también inclu­ye al cuerpo como ámbito de la experiencia artística y al despliegue de las artes ligado a las nuevas tecnologías audiovisuales), las artes escénicas, la música, la historia de la escritura, la literatura, la cinematografía, las artes marciales, la educación (física, teórica) y el ajedrez. La exhortación de Nietzsche a ver la ciencia con la óptica del arte, y a la vida con la óptica del artista, adquiere aquí toda su pertinencia. En definitiva, la Filosofía, la Cien­cia y el Arte convergen, desde tres planos distintos, en un mismo movimiento que consiste en la insistencia del pensar en cuestionar las formas de conocimiento; y las exigencias del pensamiento por sentar las pautas discursivas de los descubrimientos conceptuales y de sus referentes empíricos.

El quadrivium está compuesto por aquellos ejes cuyo estudio incide más directamente en el funcionamiento que marca las pautas ins­titucionales de la sociedad actual. Se trata, sin embargo, de acordar e identificar los puntos de confluencia con los ejes del trivium. Así, por ejemplo, a la Medicina hay que entenderla como un arte, una ciencia y una práctica filosófica. Pero todo ello en una sociedad que ha convertido a la salud, física y psíquica, en un gigantesco y lucrativo negocio. Lo mismo habría que hacer con la Jurisprudencia, que es tanto el estudio de las leyes, de su fundamen­to como de su interpretación. Pero en todo caso el esfuerzo ha de consistir en el concep­to y el ejercicio de la prudencia como criterio estructural de un pensamiento legal y como crítica de lo que tradicionalmente se entiende por “Derecho”. Otro tanto habría que decir de la Arquitectura, pero remarcando lo que ella implica en tanto que fundamento (arché) de los espacios vitales para la convivencia huma­na, y como entrelazamiento entre la cultura y la naturaleza.

Hay aquí que partir del hecho de que se vive hoy en el ámbito que la condición hu­mana ha generado para sí en su esfuerzo por someter la “actividad despiadada de la natu­raleza” (la frase es de Sigmund Freud). Pero este mismo artificio que ha hecho de la natu­ra una cultura, y que es, en definitiva, lo que redunda en nuestra comodidad y bienestar, ha tenido como efecto una profunda trans­formación de la vida en la Tierra. De esa ma­nera, los mismos recursos técnicos que nos protegen se presentan como una amenaza sin precedentes para las propias condiciones que sirven de soporte a la cultura. La bioesfera se ha vuelto así cada vez más inhóspita por causa del mismo afán humano por habitar la tecnoesfera; y los seres humanos nos hemos vuelto más vulnerables y dependientes de nuestras formidables, pero siempre frágiles, invenciones. Ante todo esto, la Arquitectura tiene ante si un enorme reto que puede muy bien reconocerse come existencial. Pues de lo que se trata es, justamente, de concebir la Arquitectura como un eje vital para una nueva manera de habitar y concebir el espacio de la Tierra, el tiempo que marca el movimiento de los cuerpos celestes y el devenir de la existencia. En realidad, se trata de rescatar una manera muy antigua de vivir y de habitar este Planeta.

Bajo el eje de las Tecnologías se incluye, de entrada, el estudio de la estructura lógica del Capital y la manera en que ella forma, conforma e informa los cuerpos y las mentes de las poblaciones del mundo. De seguido, se presentan los temas coligados a este eje y que son objeto de aquel estudio primordial: las Ingenierías (civil, industrial, electrónica, etc.), Comunicaciones, Publicidad, la Administración de Empresas, la Planificación, el Urbanismo, la Farmacología y las Tecnologías vinculadas a la educación, la salud y los negocios.

Llamo la atención sobre la palabra “tecnología”, un compuesto de téchne, que significa destreza, habilidad, conocimiento práctico o empírico; y de lógos, que significa ”discurso”, ”argumento”, ”explicación”, ”dar razón” (y no tenerla o retenerla). Es indis­pensable no perder de vista este orden de significados para entender y, de nuevo, dar a entender, en que sentido y medida pueden pensarse las tecnologías como una ocasión para potenciar el entendimiento de la cultura y la violencia que ella engendra como mane­ra de lidiar con la violencia de la vida.

Para concluir afirmo que la cultura universitaria ha de reconocerse como parte del esfuerzo por ennoblecer la vida, y no como una manera de reproducir su envilecimiento. El reconocimiento, la generosidad y la gratitud han de ser los baluartes de la cultura universitaria. No se trata aquí de “valores” que hay que inculcar; se trata de las rectas consecuencias del amor a la sabiduría y del compromiso con la alegría del pensamiento. No es asunto de esperanza o desesperanza. Es un asunto de inspiración y respiración, como se destaca en estos versos:

Vivre
sans espoir avec
I”esperance inatendue ‘
du souffle.

(Vivir sin nada por esperar con la esperanza inesperada del aliento.)

Francisco José Ramos
Filósofo y profesor
Universidad de Puerto Rico Río Piedras


Publicado: 27 de septiembre de 2010