María Teresa Babín, Humanista del Año 1987
Ante todo lo que representa este acto de generosa solidaridad intelectual, mis palabras son primordialmente de agradecimiento a la Junta de Directores y al Sr. presidente de la Fundación por haberme considerado merecedora del honor que conlleva el título de Humanista del Año. Los que me han precedido representan una gama ideológica de brillante ejecutoria en el quehacer literario, histórico, creador y erudito durante el siglo XX. Los conozco a todos. Algunos han sido mis maestros y precursores en la Universidad; otros han compartido conmigo sueños y desilusiones, inquietudes y proyectos inconclusos, y sus obras han sido objeto de mi atención y de mi aprecio por lo que significan en las letras, la educación y la historia de las ideas en nuestro país y más allá de Puerto Rico. Según lo expresé en una carta al Dr. Arturo Morales Carrión he aceptado esta distinción con humildad y entusiasmo. Unas palabras de la Dra. Concha Meléndez, humanista elegida para inaugurar la “Galería” hace ocho años, me ha dado la clave para recoger estas “Aristas” dispersas en forma de conferencia. Aquella inteligente y laboriosa criatura, dotada de una sorprendente memoria, viajera por tierras peruanas, colombianas, argentinas y mexicanas, creadora, de la cátedra de literatura hispanoamericana en la Universidad, al leer y criticar la primera edición de Panorama de la Cultura Puertorriqueña publicada en 1958, relacionó ese libro con otro anterior sobre la cultura hispánica, que en 1949 D.C. Health and Co. había editado. Señaló en parte nuestra profesora una constante que reconozco en algunos de mis trabajos de carácter ensayístico, al decir lo siguiente: “Hay inteligencias que por impulso natural gustan de horizontes dilatados, enfocando en el pasado el catalejos de la imaginación avivado por la curiosidad. Miran después lo cercano y piensan sobre lo visto en un intento de vislumbrar el futuro”.
El estudio y la observación de los cambiantes rumbos de la vida en nuestro país y en el mundo donde estamos instalados en el presente han ocupado la atención de la persona a quien la Dra. Concha Meléndez situaba en esa modalidad del intelecto, abriéndome la puerta para enfocar el “catalejos de la imaginación avivado por la curiosidad”, trasponiendo el monólogo al diálogo con ustedes.
II. CONFERENCIA:
“Los caminos de la cultura suelen ser más silenciosos, susurrantes y confidenciales que los que quiere abrir la política con mayor bullicio y agitación colectiva”, sugestivo pensamiento emitido por Mariano Picón Salas en e! año 1962, contrastando cultura y política, que no pueden ser, sin embargo, conceptos separables y aparentemente distanciados como intentan describirlos esas nobles palabras… El Puerto Rico que llamamos nuestra morada y nuestra patria, con ese sentido de posesión y de amorosa entrega con que los seres humanos le ponemos nombre a lo concreto y a lo abstracto, es una entidad física y moral, un sueño y una realidad. Estamos afirmando un sentir emotivo que no necesita explicaciones eruditas al llamarla “nuestra” al sentirla “dentro”. Los humanistas en todas partes y a través del tiempo, son creadores obstinados en hurgar las razones de las sinrazones, y en ese empeño se concentra la búsqueda de la filosofía, las ciencias y las artes en constante movimiento. Ese anhelo insatisfecho del conocimiento es la razón de ser de las Humanidades en el abierto y complejo mundo que nos tiene atrapados en sus dimensiones infinitas. Muchas veces cabe preguntarse: ¿Dónde está Puerto Rico? Geográficamente localizamos en el mapa mental o gráfico el lugar que ocupa en el Caribe… pero en ese espacio preciso solamente estamos unos millones de seres, hijos a su vez de otros hombres y mujeres anteriores a nuestros abuelos que vinieron de lugares muy alejados del Caribe o del Atlántico, mientras el ritmo de la canción de las Antillas nos ata a otros seres de otras tierras que hablan otro idioma, en una urdimbre de voces y de almas marcadas con los signos hereditarios de una historia milenaria que sobrepasa los quinientos años…
Dondequiera que proclamemos nuestra filiación afectiva, esa morada y esa patria existe como entidad nacional latente y presente. Son ya muchas las ciudades de los Estados Unidos que cuentan con numerosos habitantes de origen puertorriqueño. Son ya muchas las escuelas y las universidades de los Estados Unidos que han empezado a fijar su atención en Puerto Rico como objeto de estudio importante, son ya muchos los sitios del mundo en que la voz puertorriqueña empieza a oírse con respeto. Esta situación no es nueva, viene de lejos, tiene historia, pero es actualmente una señal de alerta por sus implicaciones de carácter social, político y humano.
La educación ha sido el barómetro más sensible para medir la huella de esta penetración en la estructura anímica de la cultura en todos los estratos de la sociedad. Los que hemos tenido conciencia de ello no hemos vacilado en expresarnos sobre el particular, participando directa o indirectamente en la formulación de programas, cambios y perspectivas, siendo esta compleja serie de ideas y de conceptos la verdadera fibra íntima que le da solidez al cañamazo del proceso educativo en este siglo. El consenso unánime —si lo hubiera— nos daría una imagen gráfica de Dulcinea con Aldonza en el trasfondo, una Minerva con Ariadna al dorso (mito de mi predilección), en ese ambivalente transcurrir del siglo XX en la más pequeña de las grandes Antillas, que hoy hace el papel protagónico de la mayor entre todas y se apresta a lucir las galas de la Madre España para la gran fiesta, o se disfraza de colores chillones para celebrar las elecciones cada cuatrienio, sin perder por estas exterioridades la dignidad soterrada de su autenticidad y su voluntad de persistencia en el mapa cultural de América. Con inteligencia y visionaria sensibilidad para tratar de poner coto a tanto desconcierto, y a pesar de los sinsabores que tuvo que afrontar antes y después de asumir la dirección del Departamento de Instrucción a mediados de siglo, don Mariano Villaronga Toro, sin intervención de ninguna legislación al efecto, valiéndose de una circular que sigue circulando como signo de protesta en el ambiente escolar, decretó que el vehículo de la enseñanza en Puerto Rico fuese la lengua vernácula, nuestro español oral y escrito, mientras el inglés debería mantenerse como segundo idioma con toda la necesaria atención que merece su estudio por ser una de las grandes lenguas de América y de Europa. Aquel gesto audaz de Villaronga en 1948 fue una súbita declaración de independencia académica cuyos efectos positivos se estrellaron contra la pared de la confusión por la ausencia de materiales didácticos en español, puesto que hasta entonces se había transmitido la enseñanza con textos importados de los Estados Unidos y la pedagogía se sustentaba con criterios metodológicos inaplicables a la realidad puertorriqueña. Si el hueso duro de roer había sido el inglés hasta entonces, y creo que lo sigue siendo hoy, se presenta ante nosotros en pleno fin de siglo, una pugna sorda entre la poderosa red de centros escolares privados que persiste en utilizar el inglés, con una secuela inevitable de prejuicios socioeconómicos y políticos y la escuela pública agobiaba por el peso de las mayorías estudiantiles y las exigencias de un sistema cada día más gigantesco, luchando contra las imposiciones que emanan de los conflictos ideológicos en las altas esferas políticas que utilizan el balón del bilingüismo para confundir a los educadores que defienden el vernáculo y a la vez comprenden la importancia del inglés en el aprendizaje. Una sana y juiciosa filosofía educativa en el Puerto Rico que lleva ya 90 años de extraordinaria persistencia para salvaguardar los mejores frutos de la inteligencia, evitando la contaminación disolvente de la personalidad, aunque no esté redactada en un documento escrito, sí existe en el hecho concreto del esfuerzo de tantos maestros y estudiantes que durante casi un siglo han sobrevivido a las adversidades con un claro propósito de enaltecer la escuela, núcleo vital de la cultura. Nuestro sistema educativo ha pasado por experiencias de intensa laboriosidad con satisfacciones esporádicas, como fueron en su momento la creación de la facultad de estudios generales en la Universidad y los programas especiales en las escuelas superiores para estudiantes talentosos, buenos ejemplos que comprueban el beneficio del humanismo en el sistema educativo… Todos estamos al tanto de que ahora mismo se habla de otra reforma educativa, aunque siguen en el aire de la duda los cuatro proyectos del Senado y los correspondientes de la Cámara desde marzo y abril de 1988, que están bajo la lupa de los que seguimos comprometidos con la educación, tratando de llenar tantas lagunas con agua potable. El esfuerzo de los legisladores debe estudiarse sin prejuicios…, aunque sepamos a priori que la redacción de leyes y la creación de nuevas estructuras burocráticas sin las innovaciones radicales desde los grados primarios y secundarios donde están los niños que al llegar a adultos serán profesionales y maestros, no sería una sensata reforma, pues la misma requiere que la sociedad plena ponga su mira en los educadores, dándole a su imagen profesional el rango de respeto y de consideración que merece. El verdadero maestro será siempre un estudiante que nunca deja de aprender, conocedor de unas materias que no son estáticas, y por ende, requieren el renovado examen, la lectura, la posesión de un lenguaje, una actitud y una conciencia alerta para el diálogo y la convivencia. La Universidad, si es misionera del rescate del hombre, ha de señalar metas hacia horizontes de excelencia, sin jactarse nunca de “misión cumplida” lo cual sería una vida ya vivida, es decir, una muerte. Por el contrario, la juventud es el tesoro de la Universidad y el más allá incitante del mundo inexplorado en las artes y las ciencias ha de ser la fuerza de la vanguardia universitaria.
En la trayectoria educativa hay algunos destellos que redimen al sistema de sus tropiezos y adversidades, exponentes de lo mucho que puede hacerse contra viento y marea cuando un espíritu visionario arremete contra los gigantes de la confusión. Al terminar el Bachillerato e iniciarme en la enseñanza se produjo uno de esos momentos. Me refiero al excelente Programa de Lengua y Literatura española que doña Carmen Gómez Tejera fue elaborando con un grupo de colaboradores brillantes muy calladamente, sin alardes de publicidad, haciendo partícipe en el proceso a los maestros en una corriente vivificante al margen de la insidiosa y pertinaz intromisión de la política. Inspiradora del concepto humanista encarnado en aquel programa, doña Carmen estimuló la creación de la revista Brújula por el Círculo de Maestros de Español, dándonos un instrumento complementario para el disfrute de nuestra misión educativa… Hablo de los años de 1932 al 1939, más o menos, cuando la isla comenzaba a asumir una actitud valiente para enfrentarse al destino sin tener que someterse a la metrópoli con los ojos vendados. Hubo dos hechos que marcaron nuestro pensamiento para siempre: la Masacre de Ponce aquel año terrible del 37, como lo llamé en un artículo publicado en El Imparcial, y la guerra civil española del 1936 al 1939, cuyas repercusiones en nuestro ámbito cultural dejaron huellas profundas recogidas en una conferencia que dicté en El Ateneo y se publicó el año 1938 en el Repertorio Americano de Costa Rica: Manifestaciones de la cultura española durante la guerra.
Las aristas de la inquietud por la educación nos lleva a las reflexiones sobre el lenguaje. Todo maestro es maestro de lenguaje, ya explique ciencias, literatura, filosofía, antropología, economía doméstica o derecho mercantil. Puesto que la comunicación en el círculo académico es el diálogo y la meditación sobre los problemas constitutivos de cada disciplina, todo lo cual se ejercita mediante el lenguaje, es de primordial importancia la destreza del maestro en el uso oral y escrito de la lengua. En cuanto a los distintos y controversiales aspectos del lenguaje literario antes y después de la avalancha de obras famosas relacionadas con el “boom” entre los años de 1960 al 1980, he escrito en la Revista Hispánica Moderna acerca del concepto de la anti-novela analizando el primer libro importante d esa tendencia,Rayuela, de Julio Cortázar, escritor de excepcional refinamiento lingüístico… y con relación a Puerto Rico mismo y a los imitadores de la actual corriente narrativa hispanoamericana, he manifestado mis puntos de vista en el discurso de instalación que el año 1980 pronuncié en la Academia de la Lengua: El lenguaje, protagonista de nuestra literatura en el siglo XX.
Al finalizar el siglo, el lenguaje español estará más extendido por el mundo americano de habla inglesa, y por tierras lejanas de oriente y de occidente. Paralelamente a esa difusión universal del hispanismo, sería muy oportuno y beneficioso que se creara en Puerto Rico una escuela de traductores, dedicada a verter al inglés, al francés y a otras lenguas, las obras selectas de nuestro acervo cultural. Los extranjeros llegan a nuestras universidades clamando por obras literarias, históricas y sociológicas en inglés… El Centro de Estudios Avanzados recibe todos los años grupos de profesionales ávidos de conocer la bibliografía de Puerto Rico y nos piden ansiosamente libros en inglés. ¿Por qué no desarrollar un Centro de traducción que sin tener que ajustarse a los requisitos académicos de ningún departamento ya establecido, pueda dedicarse a producir obras de excelencia en este inexplorado campo de las humanidades? Los triunfadores en las letras están plenamente respaldados por la inteligencia militante para la traducción y la difusión de sus escritos, pero es necesario asumir la responsabilidad de divulgar en buenas traducciones las mejores obras de todos los géneros y disciplinas humanísticas que Puerto Rico ha producido en este siglo y algunas del pasado. Romper las vallas insularistas y ocupar el lugar de avanzada que le corresponde a la cultura en el mundo de las ideas es la meta de los humanistas. Junto al libro, las bellas artes requieren difusión sin fronteras en el museo, los conciertos musicales y las salas de teatro de los países de América y de Europa y tantos otros lugares que han comenzado a reconocer nuestra existencia como entidad de reconocida personalidad creadora.
Al meditar sobre los frecuentes y perturbadores tanteos, en ese ambivalente péndulo de la indecisión que ha ido convirtiendo en un monstruoso laberinto la enseñanza pública y privada, traslado el catalejos de que hablaba Concha Meléndez a las dos vertientes denominadas por el Dr. Arturo Morales Carrión “la comunidad interna” y la “comunidad externa” de Puerto Rico en un discurso fechado el 30 de julio de 1976 en Newark, New Jersey, con el título La concordia entre puertorriqueños. Desde los alrededores de 1968 se estaba gestando en los Estados Unidos un clima de violencia y confrontaciones de carácter revolucionario en la educación que nos tocó muy de cerca a los puertorriqueños. En Nueva York —a donde me trasladé durante el verano de 1969— compartimos y soportamos humillaciones, sinsabores, amenazas y toda suerte de injurias en esa etapa crucial que ha dejado resultados beneficiosos (a largo plazo), tanto en la “comunidad externa” como en la “comunidad interna”. Los “estudios puertorriqueños” entraron entonces a formar parte del currículo en muchas universidades… como disciplina de carácter humanístico, con un énfasis sociológico, mientras en Puerto Rico solamente don Ricardo Alegría, primero desde el Instituto de Cultura, y luego en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, encauzó con diligencia y confianza en los valores de la cultura puertorriqueña la comunicación inteligente entre esa “comunidad externa” con esta otra “comunidad interna”. En el número 18 de la revista francesa Caravelle, año 1972, aparece un trabajo sobre este tema de candente actualidad entonces, en el cual expuse las circunstancias que dieron origen a la creación de programas y departamentos de estudios sobre Puerto Rico, lo cual se ha fundido y amalgamado con otros campos de investigación compenetrados con la sociología, las ciencias políticas, la lengua y la literatura, el trabajo social, y tantas materias fronterizas, ya sea dentro de lo hispanoamericano o como parte fundamental de la antropología cultural antillana. Además de establecerse el Colegio Eugenio María de Hostos en el Bronx como unidad de la Universidad de la Ciudad, surgiría luego la Universidad Boricua con un recinto en Manhattan y otro en Brooklyn, mientras la Fundación Ford creó becas para estudios doctorales y la Asociación de Lenguas Modernas estableció una Comisión de Estudios Minoritarios que extendió sus actividades por todos los estados. El flujo y reflujo de las conferencias y los institutos organizados por la poderosa Modern Language Association a través de la Comisión de Estudios Minoritarios (a la cual pertenecí y llegué a presidir), me permitió una estrecha relación con los colegas que representaban aquel compendio multicolor de chicanos, indios americanos, (que prefieren identificarse, y creo que con sobrada razón como “native” Americans), negros y puertorriqueños, los “black and Puerto Ricans” que nos dedicamos al estudio y al intercambio de datos y exposiciones sobre la historia, el arte, la literatura, los problemas sociales, políticos y económicos del inmenso mosaico humano de nuestra gente en el abigarrado escenario de ese gran teatro del mundo que se llama los Estados Unidos de América. En la Universidad de Yale pasamos un verano para ofrecer un curso intensivo a un grupo de maestros de diversas instituciones educativas del país sobre la cultura de cada “minoría”, lo cual me dio la oportunidad de comparar las semejanzas y las diferencias profundas entre Puerto Rico y las otras “minorías” en ese cuadro polifacético, que en muchos casos son inmensas minorías y constituyen una mayoría cuantitativa que augura una expansión del poder y la supervivencia del elemento hispano-hablante dentro del cual late el acento boricua de la “comunidad externa” de que hablaba en 1976 Morales Carrión, cuyas vibraciones transmitidas a la “comunidad interna” traen mensajes urgentes que no deben pasar inadvertidos para nosotros. En la revista Daedalus (verano de 1988) publicada por la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos, he leído un artículo del profesor emérito de Duke University, John Hope Franklyn, reviviendo esa misma etapa a la cual me refiero. Otro de los interesantes momentos durante ese período fue mi participación en el magno Simposio de Literatura Comparada celebrado en Texas Tech University del 17 al 31 de enero de 1976, bajo la abarcadora sombrilla de “Ethnic Literatures since 1976: The Many Voices of America”, en el cual presenté una ponencia con el título The Jíbaro: Symbol and Synthesis. Además de los centenares de eruditos catedráticos y creadores que participaron en el Simposio conmemorativo del segundo centenario de la independencia de los Estados Unidos, me impresionó que llegaran a Lubbock tantos puertorriqueños para oír mi ponencia. Sencillamente, la “comunidad externa” se identificó con la “comunidad interna” aquel sábado de gloria inolvidable que culminó en la biblioteca de la Universidad con una selecta exhibición de obras de autores de Puerto Rico, regalo de nuestro Instituto de Cultura, y que allí ocupan un lugar desde entonces.
El sistema de valores y preferencias aglutinados en nuestro concepto de cultura desborda hoy en mucho el área geográfica de la comunidad interna. Desde el siglo XIX ya tuvo Puerto Rico una representación estelar de ilustres patriotas, escritores y artistas en tierras extranjeras. La repercusión de la fama de muchos hijos del país en el presente también ha trascendido más allá del Morro, y todos celebramos hoy los triunfos de nuestros artistas y científicos destacados en todas las profesiones. Si al finalizar el siglo XIX la urbe neoyorkina ya era centro pujante de activismo revolucionario, donde trazaron planes de lucha figuras egregias de prosopia antillana, centroamericana y sudamericana, también lo ha sido y lo sigue siendo en este siglo. La exaltación de la figura de Eugenio María de Hostos por los estudiosos y divulgadores de sus obras es un signo prometedor de lo mucho que queda por hacerse para sacar del olvido las ideas y los hechos de otros hombres y mujeres que han dejado las huellas de su creatividad y su patriotismo en la historia del Puerto Rico que amaron y honraron en el curso de su existencia. Siempre he creído que la identidad es un fenómeno psicológico de firme elección volitiva y fe en la permanencia. En su fuero interno, con una mezcla de jaibería y tozudez, los boricuas de aquí y de allá saben perfectamente bien quiénes son, por encima y a pesar de las artificiosas clasificaciones en que son encasillados, y hasta de sus conveniencias de mimetismo y reivindicación política, pero nunca fallan en el sentimiento y la elección voluntaria, consciente o no, de un modo de ser y de existir, de una esencia y de una consistencia, de una fidelidad a la patria más allá de toda demagogia partidista. El siglo XX ha sido y sigue siendo en su etapa final el purgatorio de nuestra divina comedia. Algunos historiadores y sociólogos se afanan por reconstruir “la vida cotidiana material” según palabras del inteligente investigador Dr. Quintero Rivera en su libro sobre “plebeyos y patricios”, sustentando sus ideas con teorías políticas, económicas y sociales aplicables al mundo actual, lo cual me recuerda a unos estudiantes de literatura puertorriqueña que no podían perdonarle al infortunado Alonso Ramírez que emigró a México y le dio la vuelta al mundo en el siglo XVII, dos cosas: una, la más importante, que tuviera un esclavo a su servicio, y otra, que nunca regresara a San Juan de Puerto Rico. La encomiable devoción al estudio y a la investigación de los constructores de una historiografía y sociología de la literatura y de la vida, revela a veces más pasión romántica que la inventada por los artistas del realismo mágico, no por la seria investigación realizada, sino por la fuerza apocalíptica de las ilustraciones, el lenguaje y el estilo de algunos libros que expresan un avasallador despliegue de soberbia para arrasar con lo que sus predecesores han realizado en estos fértiles campos de la historia y la sociología, disciplinas que solamente pueden fecundar la cultura hacia el futuro manteniendo el respeto a la continuidad del hilo conductor que va dando periódicamente la renovada imagen de un mundo en perpetuo cambio sin destruir las raíces que lo sustentan. Discrepancias en la interpretación sí, pero nunca el despojo y la intención de negar y suprimir las ideas y los esfuerzos de aquellos precursores e investigadores que han cumplido con seriedad y estudio concienzudo su tarea.
Al trasladar la memoria a la “comunidad externa” no puedo prescindir de referirme a otra dimensión, quizás la más patética, porque se trata del hecho demográfico que nos presentan las estadísticas: e! viaje de ida y vuelta, o el viaje sin posible retorno de tantos miles de seres anónimos que se han trasladado en oleadas muy diversas de Puerto Rico a los Estados Unidos, buscando la seguridad económica o por cuestiones de muy diversa y difícil categoría. Situados en un ambiente extraño, y a veces hostil, trasplantados a una sociedad opulenta de naturaleza pluralística que los acoge a regañadientes dentro de un engranaje social y político que ha de asimilarlos o de rechazarlos, condenados a vivir marginados, esos puertorriqueños quieren seguir siéndolo y se resisten a perder su identidad. Tengo para mí que en los tiempos actuales esa muchedumbre de la comunidad externa ha soldado en silencio la hermandad con la comunidad interna, sintiendo ambas las cadenas de la injusticia, el terror de las catacumbas de las cárceles, los desahucios y las injurias de los desposeídos que hieren la sensibilidad de los hombres y mujeres que detestan las torturas inhumanas al mismo tiempo que condenan el terrorismo militante de los desesperados de la tierra. El otro lado de la moneda nos presenta a los afortunados que han logrado sentar plaza en los Estados Unidos con holgura, Un vistazo rápido a New York —lo que mejor conozco— nos hace ver la proliferación de actividades y de centros de carácter artístico y político que durante el siglo XX han surgido allí y en otras ciudades con su mira puesta en Puerto Rico. Antes de que existiera el Instituto de Cultura Puertorriqueña, fundado en 1955, ya se había fundado en Nueva York, el Instituto de Puerto Rico en 1946, y sigue todavía muy activo. Entre sus primeras actividades recuerdo el reconocimiento al Dr. José Padín, nombrado ciudadano del año en 1952, y otro homenaje al lexicógrafo don Augusto Malaret en 1959, cuando nadie parecía recordar al eminente educador y al primer gran estudioso del lenguaje, el venerable don Augusto Malaret, en esta desmemoriada “comunidad interna” que suele relegar al destierro a los que habiendo dado tanto de su talento a Puerto Rico se ven obligados muchas veces a abandonar su país de nacimiento.
La suma de la historia con la literatura creadora aparece en algunos libros recientes esporádicamente, y entre los ejemplos de calidad siento mucho respeto por la obra que conozco de un artista del lenguaje, Edgardo Rodríguez Juliá en Campeche o los diablejos de la melancolía, su capacidad para integrar el arte visible del genial pintor del siglo XVIII con las invisibles raíces del mundo social del Puerto Rico de entonces, está reflejada con discreta y sutil sensualidad verbal, al igual que lo hace en una crónica periodística donde logra una conmovedora plasmación del carácter de nuestra gente a través de la música y la pintura, estableciendo con un toque poético el enlace entre la “comunidad externa” y la “interna” a través del territorio entre Puerto Rico y Nueva York, en un estilo barroco lleno también de emotividad soterrada.
Cuando pensamos que ni la literatura ni la historia de Puerto Rico habían formado parte de la enseñanza hasta hace unos treinta y cinco años (la primera historia de la literatura se publicó en el año 1956) puede entenderse muy bien el desconocimiento de estas materias por muchos escritores y profesores, y lo que resulta más grave aún es que todavía se discuta si es o no necesario adquirir los conocimientos básicos de historia en los centros universitarios, donde se gradúan anualmente miles de profesionales sin saber absolutamente nada de lo que deberían saber acerca de las estructuras fundamentales que constituyen la base del presente siglo agonizante, tan lleno de perplejidades, por no saber ni de donde venimos ni a donde vamos. Esta vergonzosa ignorancia debe erradicarse para bien de la educación colectiva y la rehabilitación del ser humano degradado que algunos escribidores han convertido en prototipo del puertorriqueño con perversa morbosidad. La expresión literaria del siglo XX tiene, además, una reserva de obras poco leídas casi desconocidas, aunque han recibido elogios en la crítica europea, en los Estados Unidos y en el resto de América. Tal es el caso del poeta, novelista y ensayista don José Agustín Balseiro, según nos cuenta en sus Recuerdos literarios y reminiscencias personales (Gredos, 1981). La Editorial Universitaria tiene en prensa actualmente las Obras Selectas del maestro Balseiro, humanista conferenciante del año 1984, con un estudio preliminar que he titulado, “José Agustín Balseiro, Hombre de Letras en Acción”. A él le debemos que exista un monumento a Hostos en la Universidad, además de sus gestiones para la fundación de una Academia Puertorriqueña de la Lengua Española. Al escribir sobre Minorías y masas en la cultura y el arte contemporáneo, Guillermo de Torre, condenaba en 1963 la excesiva “materia”, añorando la “inspiración” o el “estilo” que se habían esfumado, en un arranque muy personal: “¡Basta de materia! y el espíritu, ¿dónde está el espíritu?” Hoy podemos decir que el desenfrenado exhibicionismo pornográfico de muchos libros, además del aburrimiento que la temática repetitiva deja en el lector, puede llegar a enajenar a los trepadores del éxito de la corriente que ya asoma en otros creadores por volver a las “mesmas” aguas vivas de la vida que decía Teresa de ávila, sin estridencias y sin violencias destructivas del lenguaje y de la intimidad del ser humano. En el terreno de la comunicación en esta era de medios electrónicos, computadoras y tantas otras máquinas de asombrosa eficacia, me decía un amigo hace poco, que antes, cuando éramos pobres, nos veíamos más, hablábamos, sentíamos la amistad como un lazo de segura fortaleza, y ahora, “la soledad, a la fuerza de andar sola”, como dijo Palés, se siente de sí misma compañera. Este filón recuerda aquel número 6 del año 1966, de Diálogos, revista del Departamento de Filosofía de la Universidad de Puerto Rico dedicado a las ponencias del Foro Paradojas de Latinoamérica, que reúne una magnífica exposición de los caminos para el entendimiento entre las naciones de la América que aún habla en español. La ponencia de la Dra. Monelissa Pérez Marchand, apoyada en una cita de Alfonso Reyes, versó sobre la incomunicación existente en América Latina. La relectura del ensayo de esta ilustre colega, me ha hecho pensar en las aristas más punzantes de esa “incomunicación”. No se trata en 1988 de lo que se conoce o se desconoce entre los países americanos, sino de la incomunicación interna en cada núcleo nacional, trágicamente envueltos en guerras ideológicas, mientras en Puerto Rico mismo, donde se presume de una democracia a prueba de estragos suicidas, se vive en perenne discordia, obstaculizando la comunicación en torno a las metas educativas y las aspiraciones políticas.
La sensibilidad creadora de nuestro pueblo ha producido una extraordinaria cantidad de ricas y variadas formas del folklore en la música, el baile y las expresiones gráficas que brotan de la llamada subcultura del arrabal, eclosiones incorporadas a los festivales, piezas teatrales, los medios televisivos y la radio, llenando con diferentes tonos y acentos el ámbito artístico, mientras en otras esferas se aprecia igualmente una abundancia vigorosa de talento creador. El sondeo en estos niveles indica que la supervivencia cultural en el Puerto Rico de hoy es un hecho contundente. Y si hablo de “supervivencia” es por entender que este cuadro de actividad prometedora existe a pesar de las fuerzas adversas que nuestro país ha tenido que vencer en el siglo XX: la pobreza material, la limitaciones impuestas por la “política” en el poder cada cuatro años, el desasosiego en una sociedad pervertida por las drogas y los crímenes, las rencillas internas y tantos otros síntomas de inconformidad y desasosiego, pero nunca se ha perdido en este caótico espacio de la comunidad interna la fe intrínseca en el ser humano mismo como ente indestructible. De esta cantidad de experiencias y de los dolores y las angustias tendrá que salir la insospechada excelencia espiritual que pueda surgir a flote por su valor intrínseco cuando haya pasado el diluvio de la euforia y el exceso del tumulto. El proceso de internas corrientes del pensamiento debe recobrar las fuentes olvidadas de la cultura autóctona, no para estacionarse y aislarse, sino para impulsar la inteligencia hacia ese imán de la esperanza que remolca las voluntades y hace que la barca varada salga ilesa hacia el mar de Bayoán, como fueron a la antigüedad greco-romana los renacentistas que fraguaron la gesta del Nuevo Mundo. Un elemento fundamental de la conquista fue la deslumbrante fusión del habla de los conquistadores con las esquirlas vivificantes de los dialectos aborígenes y de los africanos que producen la simbiosis del vernáculo que ha constituido el peñón de resistencia de nuestra indiscutible identidad. Las primeras corrientes cultas durante la colonización llegaron con la poesía, la novela, y el teatro del Siglo de Oro, mientras el tema de América y su imagen artística pasó a las letras y las artes, las ciencias y las innumerables ramas del conocimiento durante los siglos XVI y XVII… donde el nombre de Puerto Rico quedó también inscrito en la Elegía VI de Castellanos, en el Laurel de Apolo de Lope de Vega, en la poesía del culterano Francisco de Ayerra y Santa María, en los Infortunios de Alonso Ramírez, en los siete años del obispo Bernardo de Balbuena en Puerto Rico, donde murió el autor de Grandeza mexicana, en los villancicos de Sor Juana, en las comedias de varios dramaturgos, y por extensión del vínculo, en la verdadera historia de Bernal Díaz del Castillo, en las memorias del mestizaje ilustre del Inca Garcilaso, en la fiereza araucana cantada por Ercilla y en las crónicas, las cartas y los secretos etnográficos que desde 1947 han ocupado la atención de don Ricardo Alegría, autor, entre otras cosas de importancia, de un hermoso libro publicado en el año 1978, Las Primeras representaciones gráficas del indio americano (1493-1523), hermoso libro que termina con la descripción de la página titular de la edición de las Cartas de Cortés al emperador Carlos V, notando con gran sutileza que en el grabado en madera aparece una isla, una pareja de indios con un niño, un gran árbol, un guacamayo, una canoa, una carabela, y otros símbolos de la cultura embrionaria…
La presencia en Puerto Rico de inolvidables escritores como Mario Picón Salas autor de Los malos salvajes, me incitan a darles a estas palabras un trasfondo humanista. Esos pensadores que conocimos personalmente en Puerto Rico dejaron en su momento la cordial y conmovedora palabra entusiasta y alentadora porque comprendieron la cultura de Puerto Rico, no en forma paternalista y con aires de arrogancia y de soberbia, sino de igual a igual, consorcio de espíritu en correspondencia. Cuando Mariano Picón Salas habitaba el laberinto de la Unesco en París como representante de Venezuela, escribió la obra a que me refiero —Los malos salvajes (1962). El título mismo es un carimbo que arde y exalta el pensamiento de cualquiera de los “malos salvajes”… porque a fin de cuentas todos somos una partícula en la metáfora, y el propio autor se autorretrata en esa amalgama de crítica a la sociedad, a la política, a las estructuras económicas y a la conducta individual y colectiva de los hombres y mujeres cultos del siglo XX. Picón Salas, como he intentado hacerlo yo misma en esta sencilla exposición, se esfuerza por desentrañar una ética hacia el futuro. El autor busca en la reflexión sobre los horrores de la historia en este siglo, los libros, el arte, las actitudes reflejadas en las leyes nacionales e internacionales, la clave que pueda explicar la barbarie y la corrupción de un mundo de salvajes en pleno siglo XX. Desde el punto de vista del amigo venezolano, espectador y actor en el drama, urge averiguar si es posible recobrar el sentido mediante un examen de conciencia que ponga al hombre en posición vertical de nuevo, con dignidad y amor al prójimo. Para estudiar las variedades del “mal salvajismo” decía Picón Salas que “ya el antropólogo no necesita hundirse en las selvas de Nueva Guinea o en la mojada inmensidad amazónica. Hay “malos salvajes” que escriben libros, han hecho revoluciones, tiranizan pueblos, y aparecen cada día retratados en los periódicos”.
El Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, dirigido con persistencia amorosa por su fundador don Ricardo Alegría, uno de los educadores de mayor prestigio por su devoción a la cultura puertorriqueña, representa esa voluntad sin descanso con unos objetivos muy precisos: de una parte, la investigación y el estudio del pasado, y de otra parte el estímulo a la inteligencia creadora del presente. Como foco de incentivos en los últimos diez años la fuerza aportada a la educación por la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades bajo la inspirada y sabia dirección del Dr. Arturo Morales Carrión, es otro indicio de augurios prometedores. Ajustar la imagen de la supervivencia cultural para contrarrestar el degradante espectáculo socio-político en el Puerto Rico de hoy es el camino de la educación con raíces humanísticas, explorando caminos y cuevas prehistóricas, desenterrando los tesoros y las miserias del humano animal de fondo, batiéndose entre el monstruo y la estrella, agarrado a la tierra y con los ojos abiertos al misterio de lo imprevisto.*
*Esta conferencia forma parte de un libro en preparación sobre temas educativos y literarios.
María Teresa Babín
Publicado: 29 de abril de 2015