Religiosidad popular y herencia africana

¿Qué une a los puertorriqueños?

Entiendo por religiosidad popular aquellas manifestaciones de culto que surgen en las estratas humildes de un país, casi siempre carentes de formación académica oficial, pero fundamentadas en el rancio venero de las tradiciones orales. Estas prácticas acontecen al margen de las instituciones religiosas convencionales, aunque mantienen con ellas vínculos indirectos.

En el caso particular de Puerto Rico, desde los inicios de la forzosa evangelización de los indígenas, así como de la encomienda de mantener con vida el culto y la fe de los moradores españoles de la Isla, la Iglesia tuvo que lidiar con manifestaciones religiosas populares de diversa naturaleza, haciéndose de la vista larga en muchos casos, y emprendiendo cruentas persecuciones en otros…

No todas las prácticas religiosas en Puerto Rico, registradas desde antaño hasta hogaño, estaban relacionadas con la iglesia católica española. En términos de asimilaciones, sometimientos y conviviencias (factores que tanto influyen en el todo cultural), hay que recordar que los diversos adstratos africanos, transformados paulatinamente en sustratos por la instrucción doctrinal católica, formaron -y todavía constituyen- parte de las bases de nuestra religiosidad popular. Desafortunadamente, de las religiones africanas que llegaron a Puerto Rico no conservamos muchos documentos y noticias… No obstante, con lo poco que atesoramos he podido reconstruir un cuadro sinóptico de sus aportaciones más características.

El catolicismo español fue trasladado a Puerto Rico, íntegramente, por los primeros pobladores y colonos de la isla de Boriquén, que recibió al principio el nombre de San Juan Bautista, patrono de la Ciudad Capital. La vida misma, en sus aspectos más cotidianos, estaba regida por el calendario litúrgico de la Iglesia y se organizaba por ciclos o períodos, a saber: Adviento, Natividad, Epifanía, Cuaresma y Pascua de Resurrección.

Ya desde los mismos albores de la colonización española tuvimos obispo: Alonso Manso, quien llegó a la Isla una mañana de Navidad de 1512. El prelado tuvo malos entendimientos con la grey católica existente en la Isla, a quienes poco les importaba la religión y se negaban a remitir al obispo las aportaciones o diezmos forzosos para tratar de levantar una iglesia digna de llamarse Casa de Dios. En poco tiempo, el obispo Manso se marcha a la metrópolis, para regresar investido en 1516 con el título de Inquisidor de Indias.

Años después, en febrero de 1526, documentamos el primer Carnaval celebrado en la Isla, en las cercanías de la Villa de Caparra, por españoles e indígenas afectos. Desde esa fecha en adelante, e ininterrumpidamente, se siguieron celebrando en toda la Isla no sólo el carnaval, sino la Navidad, la Epifanía, y el ciclo de la Pasión de Cristo. Fuera de variables locales, todas estas manifestaciones mantienen las mismas características fundamentales con que se celebran en casi todos los pueblos hispánicos.

El historiador Salvador Brau, en una síntesis prodigiosa, explica cómo los antecedentes españoles pueden apreciarse en la mayoría de las prácticas religiosas populares de los puertorriqueños:
“Los rosarios cantados de nuestros campesinos ofrecen caracteres idénticos a los velorios de cruz, cuyos asistentes obstruyen los zaguanes en la capital, aturdiendo con sus cantares a los vecinos, durante el curso del mes de mayo; lo mismo acude el más cerril montañés que el ciudadano más genuino, a ofrecer pies y manos y figurillas de cera o plata a determinadas imágenes, por la curación de alguna grave enfermedad; igual creencia atribuye, en pueblo y campo, intervención sobrenatural a las ánimas del purgatorio, favorable a la adquisición de objetos perdidos, realización de deseos u otras pretensiones análogas. En este último punto, algo he aprendido en la capital que no tuve ocasión de estudiar en nuestros campos: me refiero a la vela de cera ofrecida al ánima sola, es decir, a la que carece en este mundo de toda clase de sufragios; vela que se cuelga de un clavo, sin encenderse hasta que se obtiene el deseo preconcebido”. (La herencia devota, Almanaque de Damas 1886, San Juan, P.R., González Font, 1887, Págs.: 134-167)

La costumbre de encender velas sigue viva en Puerto Rico en todas las clases sociales, y en casi todos los rincones de la Isla de estirpe católica. El encender una vela representa la oración en ausencia del peticionario. Se enciende la vela, se hace una oración, y se pide lo deseado.

Por otro lado, es indiscutible el hecho de que a todos los puertorriqueños nos caracteriza el mestizaje. Si no lo hay sanguíneo, lo hay cultural. Las puertorriqueñas negras en antaño acostumbraron nuestros paladares a una nueva sazón, pues eran las encargadas de la cocina. Esencialmente, fueron las negras las nodrizas de los hacendados, quienes crearon la sagrada institución de los hermanos de leche. Si una madre no podía lactar a su hijo por tal o cual razón, siempre aparecía una buena mujer puertorriqueña recién parida, mulata, blanca o negra, que estaba dispuesta a lactar a cualquier niño, porque siempre serán benditos “los pechos de las que amamantan en la generosidad y providencia cristianas.”

Costumbres, tradiciones y creencias

Aunque todavía se debate el asunto de si los negros traídos a Puerto Rico fueron asimilados por la cultura española, perdiendo paulatinamente sus creencias religiosas y los elementos fundamentales de su herencia africana, presentaré objetivamente los hechos que he encontrado en mis investigaciones, tanto en fuentes documentales como sobre el terreno de la información oral.

Al llegar los negros africanos al Nuevo Mundo, trajeron consigo sus creencias y tradiciones. Caracterizada la Iglesia -desde los mismos comienzos de la colonización de América- por su afán evangelizador de indígenas, procedió también a obligar a los esclavos africanos a una inmediata conversión al cristianismo.

Luis Manuel Díaz Soler explica que: “La labor de cristianización del africano comenzaba al arribo de éste a las playas antillanas. Tan pronto las autoridades eclesiásticas tenían conocimiento de la llegada de un buque negrero, procedían a designar sacerdotes para que visitaran el barco. Los eclesiásticos examinaban a la tripulación para determinar la posible presencia de blasfemos y sospechosos en la fe, perseguidos tan tenazmente por las autoridades españolas… Inmediatamente, los sacerdotes comenzaban a catequizar a los nuevos contingentes de africanos, instruyéndolos en los rudimentos de la doctrina católica, primer paso para tomar el sacramento del Bautismo.” (Historia de la esclavitud…, pág.165).

Muchas veces, los traficantes de negros engañaban al obispo diciéndole que ya habían sido bautizados en Etiopía o Cabo Verde, por mediación de sus agentes. Si la autoridad eclesiástica le creía al traficante, se procedía inmediatamente a vender los negros, quienes pasaban a convivir con los cristianos de la Isla sin tener el mínimo conocimiento de la doctrina cristiana y sin haber recibido el Sacramento del Bautismo.

Pero, tal como señala Díaz Soler, los obispos se percataron de las “triquiñuelas” de los traficantes, y entonces exigían bautizar nuevamente a los africanos, en las parroquias donde morarían como esclavos de distintas haciendas y plantaciones. Por lo tanto, en cada parroquia los sacerdotes tenían que velar por que los negros acudiesen a oir la Santa Misa, todos los domingos y días de guardar, que confesaran, comulgaran y cumplieran con los preceptos de la Iglesia.

Desde 1538, el emperador Carlos V había ordenado a los poseedores de esclavos que los enviaran a los monasterios o iglesias más cercanas a sus haciendas, para que recibieran la enseñanza de la doctrina cristiana a la hora que señalara el sacerdote encargado. Anualmente, los hacendados debían pagar al sacerdote o capellán de su distrito la cantidad de ocho reales de plata, por cada esclavo que poseían. Igualmente, los amos tenían que proveer gratuitamente a los sacerdotes los ornamentos, vino, cera y hospedaje del señor cura, cuando éste visitaba las haciendas en cumplimiento de sus deberes.

“En el plazo de un año, desde su llegada a Puerto Rico, cualquier africano tenía que estar debidamente evangelizado y dominar los fundamentos del catecismo (los diez mandamientos de la ley de Dios, el Credo, la oración del Padre Nuestro, las obras de misericordia, los sacramentos, etc.), todo de memoria y perfectamente entendido. Muchas veces, algunos esclavos no aprendían con facilidad lo requerido por las autoridades eclesiásticas, hecho que los amos achacaban a la falta de luces intelectuales de algunos negros. No obstante, los sacerdotes procedían a administrarles el sacramento del bautismo si veían en ellos sinceridad, humildad y el deseo de aprender la doctrina cristiana. Como los amos que no cumplían con el adoctrinamiento religioso en el plazo requerido eran multados con la suma de veinticinco pesos, si se les probaba negligencia, muchos de éstos obligaban a sus negros a aprender el catecismo so pena de castigos y represiones. Posteriormente, el plazo de un año requerido para administrar el Sacramento del Bautismo fue extendido a dos, así los amos tenían más tiempo para cumplir con las exigencias eclesiásticas.” (Coll y Toste, Boletín histórico., XIII, págs. 4-5)

Probable resistencia de los negros hacia una nueva fe

Es muy posible que muchos negros no quisieran abjurar de sus creencias, traídas desde sus países de origen, y utilizaran subterfugios para evitar culminar el proceso de evangelización. Sabemos que muchos africanos, conducidos como esclavos al Nuevo Mundo, habían abrazado en sus países la religión musulmana, un hecho que no ignoraban las autoridades eclesiásticas españolas quienes -por otra parte- habían iniciado desde hacía muchos años la ominosa persecución de grupos semíticos. Además, no puede negarse que las barreras lingüísticas impedían la fácil y libre comprensión entre los evangelizadores y los candidatos a ser evangelizados, sumadas a una relación de desventaja entre los primeros contra los segundos, de modo que los infortunados esclavos no tenían más recurso que seguirles la corriente.

Sin embargo, en mis primeras investigaciones sobre el terreno (desarrolladas desde 1963 hasta el presente), y al entrevistar a hijos y nietos de esclavos, encontré que todos profesaban la fe católica, o la habían profesado, antes de ingresar al protestantismo. Cabe acotar que en los rosarios cantados como promesas a los santos, o mandas en acción de gracia por tal o cual familiar enfermo o fallecido, quienes los cantan o guían -especialmente en los litorales norte y sur de la Isla- son generalmente puertorriqueños o puertorriqueñas que descienden de la raza negra.

A pesar de todo, dos impresionantes datos sobre negros paganos o hechiceros quedaron registrados en los anales de nuestra historia cultural. Veamos.

En 1591, Fray Nicolás de Ramos, de la orden de San Francisco, fue obispo de Puerto Rico y posteriormente promovido al Arzobispado de Santo Domingo. En 1594 envía una carta al rey “sobre lo ocurrido en San Juan de Puerto Rico con unos negros hechiceros”. Y dice el documento:

“Señor: siendo obispo de Puerto Rico descubrí una gran compañía de negros y negras brujos, que trataban y se tomaban de el demonio en figura de cabrón. Y renegaban cada noche delante del de Dios y de Santa María y de los sacramentos de la Santa Madre Iglesia, afirmando que no tenían otro dios ni creían sino en aquel demonio. Y con ciertas unciones se iban a unos campos a hacer estos ejercicios. Y no fueron en sueño porque hubo personas que los vieron y tomaron personalmente. Y, aunque con corales y otras dádivas les quisieron hacer callar, con todo eso vinieron a mí y los descubrieron. Yo, procediendo jurídicamente, hice justicia azotando y desterrando a algunas; y a tres particularmente hice abjurar con vehemencia…, porque sin tormento ni amenaza confesaron su delito. Y por otra parte se les probó con muchos testigos cómplices. Y los amos de las negras apelaron el destierro de sus esclavas. Y durante la apelación del destierro, las tres que habían abjurado tornaron a reincidir y ser relapsas, como consta de su propia confesión, voluntaria, sin tormento ni amenaza, y también por probanza de muchos testigos, por lo cual no pude dejar de relegarlas al brazo seglar, guiándome en todo por el capítulo ad abolendam de hereticis. Y en la ejecución de esta justicia se guardó por el gobernador que era el capítulo dut inquicitionis negatian de hereticis in sexto. Y ahora en la residencia que ha tomado este gobernador coronel pusieron que manda a Diego Menéndez que ejecutó la justicia, y le querían mandar pagar las negras, y por muchos ruegos se alcanzó que los remitiese al Consejo. Yo envié a Puerto Rico recado para que les avisasen a los amos que pedían las quemadas, y al gobernador nuevo, que tal queja admitía, que mirasen que estaban descomulgados; pues Diego Menéndez no fue más que ejecutor de lo que yo mandé, y como ejecutor, so pena de excomunión, sin pedirme cuenta del proceso, estaba obligado a ejecutar y a hacer justicia so pena de quedar descomulgado, y que si algo querían pedir, que fuese a mí y no a él.” (Coll y Toste, Boletín hist., III, págs. 48-49. He modernizado, prosodia, sintaxis y ortografía)

Parece ser que las pobres negras fueron quemadas en la hoguera como herejes, y que sus amos pedían a las autoridades civiles una indemnización…

Otro hecho histórico que demuestra la intolerancia de la Iglesia con aquellas costumbres, o modos culturales distintos de los occidentales, ocurrió en Puerto Rico en 1608. Cuenta el licenciado Diego de Torres Vargas, canónigo de la Catedral de San Juan Bautista, que: “En tiempo del gobernador Gabriel de Rojas, se manifestó que una negra tenía un espíritu que le hablaba en la barriga. Llevose a la iglesia y exorcisose y dijo llamarse Pedro Lorenzo. Y cuanto le preguntaron decía, de las cosas ausentes y ocultas… como Silico, que yo la oí algunas veces, y mandó el Comisario de la Inquisición no se le hablase, con pena de excomunión; y luego se descubrió otro que si el primero hizo admirar, del segundo y de otros que después han salido no se hace mucho caso. Dicen las negras que lo tienen, que en su tierra se les entran en el vientre en forma visible de animalejo y que lo heredan de unas a otras como mayorazgo.” (Coll y Toste, Ibid., IV, pág. 279. He modernizado prosodia y ortografía).

No tengo la menor duda de que aquí se manifiesta una vez más la barrera de los idiomas. Es probable, por no decir que estoy absolutamente seguro, que estas negras habían aprendido el arte de la ventriloquia, cosa que sorprendió a los incautos que ignoraban tales destrezas. Es difícil aceptar otra explicación de carácter esotérico.

Los hechos anteriores pueden ser interpretados como elementos de resistencia de los africanos ante el nuevo credo que se les imponía. Y en los sucesos de 1591 hay que destacar que las negras acusadas reincidieron en las prácticas de sus cultos y rituales, los que, incomprendidos por los españoles, consideraban heréticos y paganos. Cometer acciones contrarias a la fe católica constituía una forma más de repudio hacia las autoridades religiosas que consentían la esclavitud.

De 1949 a 1950, el profesor y folclorólogo chileno Pablo Garrido estuvo en la Universidad de Puerto Rico como Profesor Visitante, y uno de sus alumnos recogió, en el Barrio Obrero de Santurce, un dato muy curioso: “El primero de noviembre se acostumbraba hacerle una comida, que se llama garabí, en honor al difunto principal de la familia. Se ponía la comida detrás de las puertas.” (P. Garrido, Esoteria y fervor…, pág. 190)

En 1965 investigué en la tradición oral de toda la zona de Cangrejos hasta el Barrio Obrero, y no obtuve noticias sobre el garabí. Consulté, además, cuanto diccionario o lexicón pude alcanzar, y ni rastros de la palabra. No la registra Manuel Alvarez Nazario como lexema africano. Había la posibilidad de que fuese de origen indígena, taína o caribe, pero tampoco parece ser de esa procedencia. Tal vez futuros investigadores tengan mejor suerte. Investigué el hecho porque, a partir de los años ‘60, con la inmigración cubana se introdujo el culto afrocubano popularmente conocido como “santería”, donde se obsequia a las deidades y a los fieles difuntos con suculentas comidas… Es posible que el dato recogido en Santurce en 1950 sea una reminiscencia de ritos ancestrales ya desaparecidos.

Por otro lado, debo señalar que la creencia en hechizos, brujos o yacós, no fue en el pasado, ni es hoy día, patrimonio exclusivo de los puertorriqueños negros. Todavía en los juegos de carnaval se acostumbra cantar estribillos que dicen:

Ese negro es brujo, brujo es.
Mírale los ojos, color café.

“Yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay”, es un refrán irónico muy común en el mundo hispánico y en todo Puerto Rico. En mis investigaciones folklóricas he conocido personas que tienen reputación de brujos y brujas, y los he encontrado de las dos etnias dominantes en nuestra Isla. La hechicería que se ha practicado y se practica en Puerto Rico es una amalgama de las tradiciones hispánicas y africanas, en otras palabras: ¡brujería mulata!

En el estudio Esoteria y fervor populares de Puerto Rico (1956), su autor, Pablo Garrido, niega la existencia significativa de substratos africanos en la mayor parte de las manifestaciones esotéricas y religiosas de Puerto Rico. A tal efecto dice: “…es importante advertir que la población negra de Puerto Rico, proveniente de grupos étnicos yorubas, ibos, iyesás, takuás y egguedos (los que sólo se repiten en Cuba y Brasil ), no manifiesta supervivencias teogónicas de las culturas africanas originarias”. (Pág.27)

Más adelante el etnógrafo chileno afirma lo siguiente: “De las migraciones de puntos circunvecinos o aun más lejanos, la población negra tampoco guarda supervivencias significativas. Así, ausentes están totalmente el rito vodú, la serpiente cobra y los zombies, tipológicos de la cultura dahomeyana (Haití ), como también las características de la cultura fanti-ashanti manifestada en las posesiones coloniales británicas y holandesas del área antillana, o aun las que podrían haberse importado de promociones venezolanas de color, entre las cuales predominan los grupos étnicos congos y angolas de las culturas bantús.

Así presentado el cuadro étnico, ha de admitirse que si lo indígena fue arrasado de raíz en los propios albores de la conquista y de las culturas africanas, no hay más supervivencias que la de pigmentación; las posibles hibridaciones y formas parasitarias en el catolicismo, o son inexistentes o son mera aventura intelectual. Ni las máscaras que suelen usarse en Loíza Aldea para las celebraciones de Santiago Apóstol, ni los cantos de “baquiné” que entonan en los velorios de “angelitos”, ni los “repiques” o redobles en los tambores llamados “bombas” (macho y hembra), son siquiera tipológicamente africanos, ya que sus manifestaciones aparecen igualmente en muchos pueblos totalmente ajenos e ignorantes de las culturas africanas. El sostener lo contrario sería no tan sólo hacerle un gratuito desdoro a tan riquísimas cuan complejas culturas, sino, además, discriminar ‘a priori’, suponiendo que todo lo que haga un hombre moreno ha de ser sustantivamente diferente, si no ajeno, de lo que haga un hombre blanco.” (págs. 28-29)

El baquiné o velatorio de angelitos

Baquiné, baquiní o quinibán (por metátesis) es el término que usaban los negros esclavos en sus lenguas para referirse al velatorio de niños, también conocido como velatorio de angelitos. Es en esencia una fiesta ritual, donde se canta, se ingieren refrigerios, varias golosinas y bebidas alcohólicas. Durante el transcurso de la ceremonia, un director experimentado en estos asuntos dirige los cánticos, ordena juegos de prendas, se “echan” adivinanzas, se relatan cuentos de la tradición oral y se cuentan anécdotas y leyendas; en algunas ocasiones, antes de comenzar los juegos se reza el Santo Rosario para consolar a la madre del niño fallecido, ya que éste, por ser infante o párvulo, no necesita oraciones. La fiesta ritual se celebra por la muerte de un niño hasta los 7 años de edad (al que se le considera un ángel pues no tenía -a tan temprana edad- capacidad para pecar) que irá a reunirse con los demás ángeles en el Paraíso.

Esta creencia está bien difundida entre el pueblo llano católico, y parece que coincidía con las creencias de los negros esclavos. A ciencia cierta, no existe en Puerto Rico, hasta el momento, documentación que esclarezca este hecho cultural.

Origen, testimonios artísticos, críticas y prohibiciones del baquiné y otras ceremonias mortuorias

Al igual que casi todos los hechos de la tradición oral, no sabemos definitivamente cuándo comenzaron a celebrarse los baquinés o velatorios de angelitos en Puerto Rico, aunque es probable que antes del siglo XVII los españoles de Extremadura, así como los andaluces, introdujeran esta costumbre mortuoria en la Isla. La mayor parte de los estudiantes y personas instruidas en Puerto Rico ha visto o conoce algo sobre el gran lienzo de Francisco Oller Cestero titulado El Velorio, cuya pintura culminó en octubre de 1893. La obra mencionada fue exhibida públicamente en la Exposición de Puerto Rico de 1894, en Santurce, y no faltaron algunos intelectuales de entonces que la criticaron por su temática y contenido. No hay duda de que en muchas de estas críticas estaba oculto el desprecio y el prejuicio hacia las clases pobres del país; y particularmente hacia el negro, del que Oller presenta en su cuadro un prototipo de ancianidad venerable. Manuel Martínez Plée, escritor y concertista de violín, escribió entonces: “El velorio es un anatema contra una costumbre que deshonra a Puerto Rico y que, en vez de desaparecer, persiste haciéndose cada día más fuerte. Al velorio español han venido a sustituir los ‘baquinés’ tortoleños, que son aquellas mismas profanaciones, con más amores, canto y baile alrededor del cadáver.” (“Don Francisco Oller” en La correspondencia de Puerto Rico, 26, V, 1917).

Comparemos el juicio anterior con el siguiente de J. Zequeira (1894), con respecto al anciano negro quien, en actitud reflexiva, contempla al niño muerto: “…agobiado por los años, y más aún por los rigores de la pasada servidumbre, se apoya en robusto báculo; y en las acentuadas líneas de su rostro venerable, coronado de blanquísimo cabello y luenga barba, se refleja el profundo pensamiento que lo domina. No es éste el tipo de negro abyecto e idiota que, sumido en las tinieblas de la ignorancia más absurda, abunda por desgracia todavía en los campos del país; es un ser inteligente, que ha sufrido mucho y para quien sus propios dolores fueron utilísima enseñanza. El espectáculo del festín que le rodea le es de todo punto indiferente: sólo llama su atención aquel niño muerto… El también lloró largo tiempo su hogar perdido, allá, en las apartadas regiones del Africa, hogar embellecido por su esposa amada y por sus hijos, arrebatados de sus brazos y esclavizados como él, en lejana tierra, por la codicia de los blancos. Y avezado en sus largos años de esclavitud a la contemplación del Infinito, y a profundas meditaciones abstractas, de que al cabo logró darse cuenta, no cree, como los fanáticos que le rodean en vergonzosa orgía, que la muerte del niño sea la dicha porque le aguarden las eternas dulzuras de la vida celestial, sino porque considera la muerte como la forma más completa de libertad, ideal supremo de su vida de esclavo.” (J. Zequeira, El Velorio, págs. 9-10).

Es interesante el hecho que en El Velorio, Oller sólo pinta cinco negros (niña con maraca, niño con güiro, niño o niña negra que se ha caído al suelo, al lado del banquillo y dita con arroz, mujer negra en la puerta del fondo y el anciano venerable que observa el cadáver del párvulo); los demás veintidós son -aparentemente- blancos. En otras palabras, los campesinos blancos habían adoptado la costumbre del velatorio de angelitos cuyo origen en Puerto Rico se atribuye erróneamente a los negros esclavos. Parece ser, como apuntaba anteriormente Martínez Plée, que la costumbre se había difundido ampliamente entre el campesinado.

La noticia más antigua que poseemos sobre la costumbre de celebrar una fiesta por la muerte de un niño párvulo (hasta los 6 ó 7 años de edad) nos la ofrece Fray Iñigo Abbad y La Sierra, en 1788, cuando aparece publicada la Historia geográfica, civil y natural de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico. En el capítulo XXXI: Usos y costumbres de los habitantes de esta isla, al referirse a la afición de los puertorriqueños por el baile, dice: “El nacimiento o muerte de algún niño también se celebra con bailes que duran hasta que ya no se puede sufrir el fetor del difunto, sin embargo que los preparan para que duren muchos días; estas fiestas corren por cuenta de los padrinos.” (Fray Iñigo, Hist…, pág. 190).

Respecto del baquiné, algunos estudiosos del folklore patrio le atribuyen origen español (tierras del Sur hasta Extremadura) y prohijado por los negros esclavos tanto en España como en Puerto Rico. Otros lo consideran de neta procedencia africana. Lo cierto es que en ambas regiones se desarrollaron ceremonias parecidas, y que los negros sólo aplicaron el término africano baquiné o baquiní como equivalente del peninsular “velorio de angelito”. Es curioso que en la Italia del siglo XIX se conocía también una práctica semejante a la española. A tales efectos, el profesor Antonio Gianandrea, de Roma, escribió: Si chiamano altresi angeletti tra noi I bambini morti fino all’ etá di 7º 8 anni. E quando si facevano le processioni si usava di vestire da angioli col necessario complemento delle ali i bambini ele bambine e condurli in processione presso al santo o alla santa della festa. E anche questi erano detti angeletti. (Rodríguez Marín, Cantos…,Vol. V, pág. 9).

Guillermo Ramírez considera que el baquiné es de origen español. Debido a que el texto de Ramírez sobre el velatorio de angelitos es poco conocido, lo transcribo íntegramente: “Recientemente encontré un grabado del artista francés Gustave Doré (1833-1883) que se llama ‘Jota alrededor de un niño muerto’ (provincia de Alicante), en el libro Historia de la Danza, del alemán Curt Sachs. Este caricaturista francés se dedicó a comentar la sociedad de su época y a ilustrar libros como La Biblia y El Quijote. Es sorprendente que la escena que representa en su grabado, desde el punto de vista de la acción, la composición pictórica, etc., es muy similar al cuadro El Velorio, del pintor puertorriqueño contemporáneo de Doré, Francisco Oller (1833-1917), y da la casualidad de que ambos artistas han nacido el mismo año. Oller sobrevive a Doré por once años.

La pintura de Oller se termina en 1894, y no es extraño que fuera motivada por el grabado de Doré. En las dos está el niño sobre la mesa coronado de flores, el sacerdote con los familiares, los personajes vestidos de campesinos, el guitarrista alicantino y el cuatrista boricua, un músico alicantino toca una especie de caramillo y una puertorriqueña toca las maracas. Los muebles, en cada caso, son los típicos de cada lugar, lo mismo que los objetos en las tablillas por las paredes. La mayor diferencia que encuentro es que el ambiente en el velorio puertorriqueño es más festivo. En el grabado español el ambiente es más fúnebre, aunque puede ser debido al momento en que se capta la escena, ya que en la práctica puertorriqueña hay también momentos solemnes. Comenté la coincidencia de estas costumbres con el profesor español don José Nieto Iglesias, y me dice que en España esta costumbre estuvo difundida en muchas regiones. Quiere decir que el origen del baquiné es español y cristiano, no africano.” (El arte en Puerto Rico, págs. 66-67).

El testimonio del profesor italiano Gianandrea (siglo XIX), y los de Guillermo Ramírez, así como la enorme cantidad de materiales folklóricos sobre el asunto recogidos en diversos lugares de Hispanoamérica, obligan a que reconsideremos la afirmación de que el baquiné es de procedencia africana. Una autoridad como Federico Ratzel, en su obra Las razas humanas (1888), al tratar con lujo de pormenores e ilustraciones la vida de los pueblos africanos, no apunta nada sobre cultos o ceremoniales parecidos a nuestro baquiné.

El lexicólogo Manuel Alvarez Nazario encontró la voz baquiní en la República Dominicana, mas este término se emplea para señalar tanto a velorios de niños como de adultos. El ritual se conoce y practica, además, en San Basilio de Palenque (comunidad negra en Colombia), así como en el Alto y Bajo Chocó, igualmente en Colombia, Bolivia, Cuba, República Dominicana, Brasil, Venezuela, Panamá, en las islas francesas e inglesas del Caribe, México y en algunas regiones de Chile, Perú y Argentina, donde generalmente se le conoce como velatorio o velorio de angelitos.

Álvarez Nazario señala, además, otra variante léxica de origen hispánico para designar la misma ceremonia: “En otros lugares de la Isla, en el interior alejado de las costas, menos influido por el negro, se emplea todavía el término decadente florón, de aparente derivación hispánica, para nombrar a los velorios de niños, sobre todo si es de la raza blanca la criatura fallecida (en Loíza Aldea, sin embargo, florón es tan sólo el nombre de una de las piezas de entretenimiento que se ejecutan en el baquiní).” (Alvarez Nazario, Op.cit., pág. 285 y nota 82).

A mediados de la década de 1950, aun a mis ocho años de edad, tuve la oportunidad de ver algunos baquinés en la zonas urbanas y suburbanas del pueblo del Dorado, donde nací y me crié. En este pueblo costeño del Norte se le llamaba al ceremonial indistintamente baquiné o florón, tanto por personas negras como blancas que interactuaban en los cánticos y juegos. Es cierto que uno de los juegos cantados se denomina florón. Todavía lo recuerdo con nítida claridad: un grupo de niños y niñas de entre 8 y 10 años tomaba en sus manos una guirnalda de flores naturales, que confeccionaban los adultos con flores silvestres o cultivadas en los jardines de las casas. Era una guirnalda en forma de círculo, que los pequeños iban girando entre sus manos mientras rodeaban la mesa donde se colocaba el pequeño ataúd descubierto del niño difunto y cantaban:

El florón está en la mano,
en la mano está el florón.
El florón pasó por aquí,
yo lo vi y no lo cogí.

Coro:
Que pase, que pase,
que pase el florón.

En otros pueblos de los distintos litorales existen diversas versiones del juego-canción del florón, así como de otros cánticos de baquiné. Algunos decían:
Las madres piadosas
lloran a sus hijos,
en ver que se ahogan
sin tener auxilio.

Cojan ese niño,
quítenlo de ahí,
para que su madre
deje de sufrir.

Traigan la pareja
de caballos blancos,
que el cura lo espera
en el camposanto.

Traigan la pareja
de caballos negros,
que el cura lo espera
en el cementerio.

No lo llores madre,
no lo llores más,
mira que le tienes,
las alas mojás.

No lo llores madre,
no lo llores más,
que éste se te ha ido
y otro volverá.

Si medimos los versos de las estrofas anteriores, nos percataremos de que están acentuados en las sílabas impares, por tanto son hexasílabos de ritmo trocaico, tan característicos de la poesía popular y tradicional hispánica de la Edad Media. En efecto, en los cánticos arriba citados puede observarse en las estrofas el típico movimiento de retroceso y avance tan característico del zéjel (estrofa) árabigo andaluz, así como de algunos villancicos gallego-portugueses. Entre los cánticos de baquiné, además de las coplas de arte menor, pueden encontrarse décimas y hasta seguidillas.

En 1950 fue recogida en Vieques una composición compuesta de cuatro décimas, mal recordadas, que dictó Roberto Bonano (quien para entonces tenía setenta años de edad). Dado el interés poético doctrinal de estas décimas, además de provenir de la Isla municipio -lo que prueba la dispersión del ritual aludido- las reproduzco íntegramente:

Cuatro velas lentamente
al instante, y estando encendidas
dándonos tu despedida
tenaz y gloriosamente.
Dios nuestro, Padre clemente,
tan tierna tu alma ha llamado
para que goce a su lado
de la dicha que El encierra.

Quién tuviera la suerte,
y antes que la vida cruce
por esa inocencia dulce
te sorprendería la muerte.
Mueres sin la prueba fuerte;
sin saber qué son dolores;
tú espiritualmente vives
que dulcemente percibes
en ese jardín de flores.

Te miro sobre esa mesa
y me conmueve tu suerte.
Gloria tendrás con tu muerte
nosotros, sólo tristezas.
Ningún pecado te pesa,
tu vida fue paz y amores,
nosotros, quebrantos y dolores
de la ley somos culpables…
mas tú, cuando con Dios hables,
ruega por los pecadores…

Di a tu madre que no llore,
aunque es eterno tu sueño…
Tú entre nosotros risueño,
entre tan hermosas flores…
Tú comprendes sus dolores,
sus angustias y pesares;
pero que allá en los altares
que Dios te llame. ¡Oh, sí!
recuerdate ángel de mí,
si a la Gloria tú entrares.

Igualmente interesantes y frescos son los aguinaldos que se cantaban para la misma época en la zona de Manatí:

Ese ataulito
háganlo de pino,
para que mi Dios
le enseñe el camino…

Traigo un cajoncito
de pino dorado,
Jesucristo adentro,
de sangre bañado.

¡Dentro de la Iglesia
su madre lo sabe;
lo sabe su madre,
sufre con paciencia!

La procedencia peninsular es a todas luces evidente en los cantares transcritos. Fuera de los cuentos narrados, algunos de clara procedencia africana, no he encontrado cánticos que puedan identificarse con esta etnia.

En algunos baquinés se canta con acompañamiento de cuatro, guitarra, güiro y maracas, sobre todo en regiones apartadas de las costas. En los litorales predominan los instrumentos de percusión como las panderetas, el clave o palitos, una maraca y el güiro. Cuando no hay ninguno de estos instrumentos, se suele marcar el compás con palmadas.

Considero de gran importancia para los estudiosos de la cultura afroboricua la estampa de costumbres que publicó Luis Palés Matos titulada Baquiné, el 9 de diciembre de 1945 en el periódico El Mundo, de San Juan, Puerto Rico. En ella Palés recrea mediante el recuerdo la escena de un baquiné que observó y escuchó de niño junto a Lupe, negra criada de la casa, quien lo llevó a los barrancones de la hacienda Esperanza de la Central Bustamante, en Guayama. Palés recuerda con emoción los cuentos folclóricos que narraba y dramatizaba Lupe, así como las misteriosas canciones que antes de comenzar la ceremonia entonaba el director del baquiné, conocido como el maestro Balestier, el mejor Grand Saint Pere (el Gran Padre Santo), lo que los negros entonces entendieron fonéticamente como el Gran Ciempiés.

En una nota explicativa, Palés apunta que Gran Ciempiés es el: “Nombre dado en la parte de la costa meridional de Puerto Rico al maestro que dirige las canciones de baquiné y que asume, en dicha ceremonia, un papel casi sacerdotal. Es posible que el término Gran Ciempiés o gran Ciempié, como dicen realmente los negros, constituya una deformación de la expresión francesa Grand Saint Pierre (Gran San Pedro) o Grand Saint Pere (Gran Padre Santo). En tal caso sería de sumo interés, para el folklore negro antillano, buscarle a las ceremonias del baquiné en Puerto Rico cierta relación con el vuduísmo haitiano o con el culte de morts de las Antillas francesas. Fuera de la comarca indicada, el autor no ha oído hablar del Gran Ciempiés en ninguna otra región de la isla. Pero quede esta búsqueda a los investigadores; yo sólo apunto el dato.” (Reseña de una vida inútil, L.P.M., Obras, T. II, pág. 88).

Tengo la bien fundada sospecha de que Palés, aún con su aguda visión y olfato de poeta, interpoló en la estampa mencionada dos rituales distintos, aunque relacionados. La información que hemos recogido en la zona sur de la Isla señala que en los baquinés no se incluyen rosarios rezados ni cantados. No obstante, en la región aludida se cantaban hasta hace poco (ca. 1975) los llamados Rosarios Mendés, a los que los lugareños también denominaban Rosarios en Francés. En la década de los ‘70 del siglo XX, recogimos en la zona de Puerto de Jobos, en Guayama, los cánticos de un rosario mendé que comienza con el Domini, ani manita que cita Palés en su “Baquiné”. Por otro lado, algunas de las estrofas de baquiné que incluye Palés en su escrito todavía son recordadas por algunas personas mayores de edad. En conclusión: parece que Palés interpoló cánticos de baquiné con cánticos de rosarios en mendé.

En 1973, el escritor y lingüista Edwin Figueroa Berríos, el narrador Luis Rafael Sánchez, y yo, tuvimos la oportunidad de visitar las montañas entre Cayey y Guayama en el sector Rinconcina, cerca de los barrios Caimital y Carite. Allí nos ofrecieron sus conocimientos sobre los rosarios y novenarios mendés los hermanos Leoncio y Marcelo Masó Gastón, quienes en aquella época tenían 79 y 77 años, respectivamente. Los cuentos que recordaban ya estaban bastante contaminados con hechos inmediatos, por un lado, y mal recordados, por otro. No obstante, podían recordar las escenas del entorno de los rosarios, así como a los mejores cantadores de la localidad. Según los hermanos Masó, los mejores cantadores de Guayama eran Alejandro Texidor, El Cabo Teté, Aniceto Santel, Faustino Valdés y Zenón Masó. También informaron que en los barrios Bélgica y San Antón, de Ponce, se destacaban como cantaores de rosarios mendés Emérito Torruellas, Pablo Terechea, Eusebio Mensenet y Baldomero Gastón. Los hermanos Masó Gastón narraron cuentos de animales y los escenificaban imitando sus movimientos y sonidos. Era una delicia verlos, coreográficamente hablando.

Desafortunadamente, no teníamos a mano ni cámaras fotográficas, ni de películas en movimiento. A pesar de todo, pude hacer los apuntes que todavía conservo.

Los rosarios dedicados a difuntos en lengua mendé, así como los velorios de angelitos o baquinés, ya son cosa del pasado, aunque todavía entre 1978 y 1980 pude documentar un brote inusitado, aunque explicable, de varios velorios de niños en el Barrio Magas, de Guayanilla; allí, las emanaciones o escapes de gases nocivos de las petroquímicas provocaron la muerte de varios niños de la localidad. Sin lugar a dudas, cuando las circunstancias adversas oprimen a los seres humanos por todos los costados, y éstos no logran resolver los conflictos que están fuera de su alcance, el espíritu se manifiesta libremente y, desde las profundidades del misterioso inconsciente colectivo, el alma se revela empleando las mismas formas con que lo hicieran nuestros ancestros, mediante el cantar lírico-dramático. Las personas que en 1978 cantaban los baquinés en el Barrio Magas jamás lo habían hecho, y ni siquiera habían oído hablar sobre estos actos.

Los reglamentos de sanidad pública y la exigencia de permisos de la policía para poder celebrar velatorios públicos a la antigua usanza contribuyeron, en gran medida, a la desaparición de éstos. Recordemos que hacia la segunda mitad del siglo XIX estas prácticas fueron prohibidas por considerarse escandalosas y al margen de las buenas costumbres del pueblo español. Por eso, el Artículo 113 del Bando de policía y buen Gobierno, de 1862, estipulaba lo siguiente: “…no se permitirán bailes en los altares de Cruz, ni velorios de párvulos; trasladar cadáveres de gente de color de una casa a otra para llorarlos ni cantarles a estilo de la nación a que pertenezcan; ni se podrá hacer tampoco en casa del difunto.” Los infractores a estos decretos eran multados con la cantidad de cuatro pesos.

Creencias y prácticas esotéricas

La idea generalizada de que los puertorriqueños negros son supersticiosos e inclinados al mundo de las prácticas de hechicerías, que llevan a cabo rituales ocultos o secretos exclusivos de ellos, es una falacia absoluta. Adjudicarles estas características es parte del prejuicio racial, y nos atrevemos a afirmar que tales prácticas son comunes a la generalidad de los puertorriqueños de bajo nivel sociocultural. Aún así, hasta en la clase ilustrada del país hemos encontrado personas que todavía creen en “enviaciones” mentales, en el mal de ojo, en el uso de amuletos y detentes, en el envío de “cadenas” y otras costumbres de carácter esotérico. Si bien es cierto que -dentro de los niveles socioeconómicos bajo y medio bajo de los puertorriqueños negros- encontramos personas de uno y otro sexo que “echan las cartas o la baraja española”, que ofrecen consultas espirituales a los necesitados, algunas que ofrecen la preparación de embrujos o hechizos, preparativos para mejorar la suerte económica y amorosa, y toda clase de cosas inimaginables, también es cierto que miles de puertorriqueños de tez clara acuden igualmente a estas mismas personas, y a estos mismos lugares, en busca del supuesto bienestar espiritual y material. Por otro lado, hallamos que algunas personas de la clase más privilegiada económicamente, indistintamente de sus características étnicas, también acuden a “ buscar” consejo y ayuda en adivinos que merodean su clase social, sólo que en este estrato se denominan síquicos, lectores del Tarot, mediums, astrólogos y parasicólogos, a los que, en la mayoría de los casos, únicamente les interesa esquilmar el bolsillo de los incautos…

De las tradiciones hechiceras negras sólo queda en nuestra tradición el lejano eco de dos palabras -ya en desuso- dentro de las nuevas generaciones de puertorriqueños: fufú y yacó. El término fufú, tal como nos ha enseñado Manuel Alvarez Nazario, es de auténtica procedencia africana, pues ha podido registrarse en otras comunidades negras de Hispanoamérica con igual sentido que en Puerto Rico. “Tanto en las comunidades estadounidenses de habla afroinglesa, en las lenguas ewe (Togo) y el efik o carabalí (Nigeria meridional), o en el habla mendé (Sierra Leona), la palabra fufú guarda relación etimológica y semántica con el significado que se le asigna en Puerto Rico: hechizo o brujería.” ( Alvarez Nazario, Op. cit., pág. 288).

La palabra yacó significa hechizo o maleficio. Según el referido lexicólogo, esta palabra era común en las costas del sudeste de la Isla, pero actualmente está en decadencia muy cercana al desuso. El vocablo llegó probablemente con los esclavos de procedencia francoantillana que entraron a Puerto Rico hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX (Ibid., pág. 290).

El término fua-fua se emplea para referirse a las brujas. Turner (1949) encontró la palabra fwa como usual entre los negros gullah, y apunta que “… es, probablemente, de origen kongo.” (pág. 89).

Oración para librarse de las brujas, recogida en Loíza Aldea:

Con el ángel y San Silvestre,
que me libre y que me preste,
y todas las brujas,
se me “encabresten”.
(Sic., Mauleón, pág., 90)

Remedios contra el mal de ojos a los niños:

1- Para el mal de ojos se machaca yerba buena con orines, se calienta, uno se la echa al niño por la cabeza. (Ibid.)
2- Se recogen flores de todas clases, se les estruja, se ponen en agua y al sol, luego uno se echa el agua por encima. (Ibid.)

Contra los malos espíritus:

1- Cuando la gente tiene algo malo encima, para espantar a esos malos espíritus se dan baños con albahaca blanca. (Ibid).
2- Para retirar lo malo se hacen sahumerios con anamú. (Ibid.)

Además de las oraciones copiadas arriba, los puertorriqueños negros saben de memoria la antigua oración del Magnificat, que rezan constantemente cuando sienten fluidos malignos o cuando las cosas no van bien. Mas, como hemos apuntado, esto es cosa generalizada entre todos los puertorriqueños creyentes.

Las palabras anteriores (yacó, fufú, fua-fua) sólo subsisten hoy en día en corpus poéticos de la poesía afropuertorriqueña, o en creaciones literarias que imitan facticiamente el habla de nuestros negros del pasado. Pensar que en la actualidad podemos encontrar en nuestra patria puertorriqueños negros que hablen como Mamá Yoyó o Lirio Blanco, y que crean “a pie y juntilla” en estas cosas, es poco más que un absurdo…

Es posible, además, que estas ideas equivocadas sobre nuestros negros -sobre todo entre la clase ilustrada o, mejor dicho, escolarizada- sean el resultado de la falta de interacción y solidaridad entre los diversos estratos que componen nuestra sociedad. Por otro lado, la educación superior y universitaria ayudaron a forjar una visión literaturizada e idílica de un Puerto Rico decimonónico, que hace muchísimos años dejó de existir. Esta visión romántica que sobre nuestro país y su gente tienen muchas de nuestras personalidades intelectuales y políticas, es producto de la enajenación y, en el fondo, de la indiferencia. Siempre habrá que recordar que la ficción literaria es una cosa, y la realidad otra… El locus amoenus, el Edén que conciben aquellos puertorriqueños enajenados de la dolorosa realidad constatable, sólo se encuentra en las ficciones literarias del pasado.

Por otro lado, es indiscutible que los negros fueron asimilados forzosamente a la cultura hispánica de las clases dominantes. Adoptaron y adaptaron creencias y prácticas religiosas del catolicismo. Igualmente, a partir de 1898, con la invasión militar estadounidense a la Isla, muchos de los puertorriqueños negros, así como otros miembros de la comunidad mestiza y blanca, se afiliaron a los credos e iglesias evangélicas que a partir de ese momento se iniciaron en Puerto Rico. Desde entonces comenzó a mermar el culto a las imágenes religiosas, y los artesanos santeros comenzaron igualmente a ser cosa del pasado.

Por otro lado se introdujo el Día de Acción de Gracias, generalmente conocido como el “día del pavo”, pues sucede que, en los casos más recientes de calcos culturales, llega primero la forma, lo externo, y posteriormente el significado esencial de estos rituales, si acaso no se pierde o sustituye por uno nuevo. Poco a poco han ido desapareciendo el culto a los fieles difuntos y las representaciones de los finados. Las máscaras de los pueblos de la costa oriental del país son un mero espectáculo colorido de atracción turística, patrocinado por una política facticia del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Lamentablemente, en ninguna de nuestras universidades, públicas o privadas, se han creado programas académicos para el estudio de las manifestaciones de nuestro folklore que, sin lugar a dudas, es un mundo paralelo al oficial y, categóricamente, de igual valor y trascendencia.

Marcelino Canino Salgado


Publicado: 28 de septiembre de 2010