La lengua, signo de puertorriqueñidad

Manuel Álvarez Nazario

Dicen los entendidos de las relaciones que existen entre el habla de un pueblo y la esencia fundamental que reviste el instrumento expresivo en que se comunica esa nacionalidad, que dicha lengua viene a ser, en sus rasgos de primacía, fiel y claro espejo del modo propio de ser y desenvolverse de tal comunidad de hablantes, y ello, en medida tan absoluta, que ha de resultar en definitiva que un pueblo dado y su sistema lingüístico particular se conforman y se interfecundizan mutuamente: el conjunto colectivo de hablantes del país hace su lengua a su efigie, y la lengua, a su vez, moldea a su manera la forma de ser, pensar, sentir y actuar de los naturales integrantes de la referida sociedad. Esta regla que ahora memoramos y tenemos en cuenta se cumple puntualmente en el caso de nuestra nacionalidad puertorriqueña. La lengua española que nos es natural a todos en nuestra condición de hijos de esta tierra, la lengua por cuyo medio comunicamos al mundo nuestro ser privativo hispánico e hispanoamericano, esa lengua matizada con los ingredientes característicos de la tierra caribeña y novamundana donde hemos nacido –con sus indigenismos, sus afronegrismos, sus criollismos de forma y sentido– esa lengua, repito, se reviste en los fueros internos y externos de su contextura física y anímica de toda la sustancia vital que le insuflan nuestras maneras individuales y de conjunto humano de arraigo en un mismo territorio, el terruño natal, la mera ubicación terrígena donde Dios ha querido que viéramos la luz por vez primera. Y es así como nuestro ser peculiar y personal como individuos y como nación se transustancia y se traduce con fidelidad por los cauces de la fonética, del continente morfológico y sintáctico, del léxico y de la fraseología con que volcamos en el limitado entorno insular del país y en el dilatado contorno geográfico del mundo exterior más allá de nuestras costas los rasgos privativos y especiales con que dibujamos mediante la palabra las concepciones que nos son propias respecto de la realidad cotidiana, y también de la realidad que trasciende los límites del cerco de lo inmediato en el espacio y en el tiempo en que nos encontramos ubicados.Es todavía breve el proceso temporal en que ha venido desenvolviéndose el español que aquí se realiza a diario por los caminos respectivos de lo oral cotidiano y de lo que, trasmutado en quehacer de arte, se vierte en la página escrita destinada a las prensas. Los quinientos años de historia que vamos a conmemorar en el próximo noviembre, en cuyo curso de años y de siglos se han cumplido, primero, el trasplante inicial de nuestro español, desde la orilla ibérica allende el Atlántico, hasta esta otra orilla antillana aquende el océano, y luego, ha dado pie con la resiembra en suelo americano a los nuevos rumbos de evolución en el espacio cronológico, rumbos que han permitido hasta hoy día el continuado crecimiento y desarrollo, dentro del molde de lo unitario primordial de alcances universales, de aquellos otros rasgos de minoritario bulto que marcan vitales logros de la dinámica personalidad expresiva propia, pero cuya trascendencia, sin atentar contra el futuro de la maravillosa lengua hispánica común que nos cobija a través de su extensión de dos mundos, contribuye, en cambio, la esencia de nuevas calidades y reflejos de luz en la ruta de su evolución.

Durante el medio milenio de historia lingüística puertorriqueña ya a cumplirse muy pronto, marcan los dos siglos primigenios de la colonización –el XVI y el XVII– la época de fundamentación en la tierra caribeña de unos principios dialectales en los que predominan, al menos en la pronunciación unos caracteres de raíz meridional española. De frente a la dualidad expresiva tocante a la evolución fonética que la Reconquista motiva en la Península y al repoblamiento de las nuevas tierras que ésta arrebata paulatinamente del poder de los moros, unas nuevas maneras de articular la lengua castellana habrán de difundirse desde Sevilla por los contornos geográficos de la Andalucía recién liberada de los árabes. Aquel español andaluzado habrá de ser el que se exportará desde temprano para las islas y costas continentales del mundo trasatlántico americano que la conquista coloca en su primera etapa histórica bajo el poderío de Castilla y León. Al amparo de unos pobladores españoles mayoritariamente andaluces durante aquella época inicial de la colonización ibérica, quedarían sembrados en nuestras tierras los noveles rasgos fonéticos del español meridional o atlántico, es decir: el seseo, la conversión de ese final de sílaba y de palabra en hache aspirada y en una realización vocálica de apertura antes de dicha hache, el empleo de la vieja aspiración de hache –que ya en Castilla la vieja se enmudecía– en lugar de la nueva jota velar que se extendía por la España central y norteña, pero no así en Andalucía; el intercambio vulgar de ere y ele en final de sílaba interior y en final absoluto de palabra, y finalmente, el yeísmo. Así, desde los tiempos en los siglos coloniales de comienzos, el español que se resiembra en los territorios del Caribe viene a responder más cercanamente por su pronunciación a la norma de Sevilla que la de Toledo, ávila o Madrid. Dicho andalucismo fonético habrá de confirmarse en el uso antillano con la llegada a nuestro ambiente geográfico, ya desde el XVI y XVII, pero con continuado y mayor vigor durante el XVIII y XIX, de los colonizadores que vienen desde el archipiélago canario, donde la lengua que se resembrara a partir del siglo XV es también de sello predominantemente andaluza porque será de los puertos de Andalucía de donde saldrían asimismo las expediciones repobladoras del referido archipiélago que España hacía suyo en el Atlántico próximo a las costas de áfrica. Aquellos mismos colonizadores de origen canario, aquellos “isleños” según se les llamaría aquí y en otras partes de la América tropical, serán los que traerían también a nuestras tierras insulares el eco de su léxico particular. Los españoles de las islas del Caribe pronunciarán desde temprano a la andaluza, pero su vocabulario no respondería principalmente a los rasgos propios del andaluz, sino que en el tiempo habría de seguir tendencias de nombrar que en buena medida mostraban ser de molde canario.

Para poder entender y estimar a cabalidad cuán hondo calan en el alma profunda de lo hispánico general y de lo hispanocaribeño particular las raíces de nuestra esencia lingüística española e hispanoamericana –núcleos de apoyo fundamentalísimo de nuestro linaje lingüístico de la puertorriqueñidad–, pasemos a examinar desde el punto de vista específico del vocabulario, cuán perfectamente encaja el decir cotidiano de este país en el marco inmediato de la expresión hispánica del mar Caribe que se extiende desde las islas –nuestras Antillas mayores– hasta las costas de los países hermanos en la Tierra Firme, nombre que se dio desde temprano durante los viejos tiempos de la colonia a los territorios continentales lindantes con el piélago antillano situados en la América central y meridional.

Bajo el haz de unidad fundamental que presenta el vocabulario de nuestra lengua española a través de su vasto dominio de dos mundos, cada país integrante de la comunidad hispánica manifiesta importantes esencias de su ser y naturaleza particularizantes por medio de la amplia variedad de usos léxicos propios de cada tierra con sentido nacional o regional. En el caso del español que se resiembra y se desarrolla en el hemisferio de Indias, el rico acervo que han venido a constituir en el tiempo estos empleos distintivos de la palabra hablada y escrita –los americanismos que hoy así llamamos– se yergue en medida importantísima en índice característico y caracterizador de la expresión más exclusivamente criolla de nuestro múltiple cuadro de nacionalidades hispánicas en este lado del Atlántico. Por razones históricas diversas, sin embargo, la tendencia a la variedad que en este aspecto de las menciones léxicas indianas plasma en cuantiosas realidades divergentes de país a país, se verá contrapesada desde antiguo por una definida propensión de signo unitario que nos llevará a compartir numerosos rasgos del caudal de vocablos de sello más propiamente americanista en los varios marcos regionales en que cabe agrupar –sobre la base de la última comunidad del uso lingüístico vivo– a los pueblos hermanos del orbe hispanoamericano. Así, verbigracia, se puede ello observar, desde los inicios de la colonia española en el ámbito regional privativo del Caribe hispánico.

El primigenio centro del español de Indias, con foco de dispersión y capitalidad de prestigio político –administrativo, jurídico, eclesiástico y cultural radicados en la antillana urbe de Santo Domingo de Guzmán, habrá de difundir por los territorios que desde allí se habrían de colonizar subsiguientemente en la cuenca caribeña, así en las islas como en la Costa Firme, la primera cosecha de americanismos léxicos definidos en La Española: voces del tenor de hato, estancia, encomienda, encomendero,mazamorra, quebrada, etc., que representaban la acomodación de viejos mentares castellanos a realidades parecidas en las nuevas tierras, o bien, otras palabras recogidas del fondo indígena insular –sabana, seboruco, conuco, barbacoa, aja, casabe, naboria, o naboría, etc., y asimismo muchas otras que como canoa, bohío, cacique, iguana, hamaca, tabaco, maíz, huracán, pasarían a incorporarse al español general –o algunos afronegrismos de empleo más temprano en el Nuevo Mundo, como ñame,guineo, monicongo, manicongo o congo, mariagola, guarapo, etc. Los citados vocablos se han conservado casi todos en el fondo del habla hispanocaribeña hasta el presente, muchos de ellos, como es natural, con variable fuerza de país a país en su vigencia moderna: tal es el caso, por ejemplo, dehato, que mientras sigue siendo realidad viva en el uso rural de los llanos venezolanos, sólo se mantiene en Puerto Rico en la toponimia municipal urbana y campesina –Hato Rey, Hato Tejas, Hatillo, etc. – como vestigio vaciado de significación activa, testimonio mudo de viejas etapas cronológicas en el pasado colonial español.

Según se desprende de lo antes expuesto, son tres las corrientes que operan ab initio sobre la voluntad innovadora del vocabulario en el primitivo español del Caribe: en primer término, la acomodación de añejas palabras de la tradición peninsular –castellanismos, meridionalismos, occidentalismos, marinerismos, militarismos, etc.– a la mención de cosas análogas en el ambiente autóctono colonial, junto a la derivación de nuevos términos de voces españolas preexistentes y a la creación de nombres de cuño original por la vía del lenguaje figurado; en segundo término, y a la par con las anteriores realizaciones, la asimilación de vocablos indígenas de las islas (y más adelante, también del continente) así como de voces tomadas de labios de los esclavos africanos y de sus primeros descendientes criollos. Muy pronto, además, ya desde los mismos albores de las colonias en el siglo XVI, comenzará a dejarse sentir en nuestras tierras caribeñas el influjo expresivo que nos llega con los inmigrantes isleños de Canarias que a partir de entonces y hasta el presente vendrán a asentarse masivamente entre nosotros.

La huella del decir canario en los territorios insulares y continentales del Caribe hispánico habrá de constituirse en el tiempo en uno de los principales puntales de la comunicación de timbre criollo que se da en los países de esta zona geográfica americana, tejiendo desde las islas a la Costa Firme nuevos lazos de unidad dialectal más propiamente nuestros. Su estudio pone de manifiesto el arranque en el Archipiélago Atlántico de infinidad de palabras de particular signo regional allí: así, voces españolas de antiguo uso hoy en decadencia, especialmente conservadas en su arcaísmo al amparo del insularismo canario –hoya o rehoya, abra, cabañuelas, cuadril, pasmo, rehundir, amañarse, sancocho, zagalejo, etc., también términos de origen portugués y español occidental en las citadas islas, algunos de ellos de inicial marca marinera –banda ‘lado’, furnia, chubasco, hacío, o haciíto, virazón, burga(d)o, matojo,aguaviva, chola, cielo de la boca, botar, fañoso, gago, gamba(d)o, enjillarse o enjillirse, engo(d)arse,manguarse, jiribilla, desinquieto, frangollo, millo, mojo o mojito, lasca, bochinche y derivados–, otros empleos privativos del español isleño de Canarias, desarrollados allí formal o semánticamente en función de antecedentes inmediatos del quehacer léxico criollista que alcanzará cumplimiento ulterior en diversos respectos en nuestras tierras del Caribe: terrero, tabaiba, apalastrarse, tonino, sanano, gofio, tirijalapastel ‘cierto plato típico navideño’. etc. De especial importancia e interés en el conjunto del vocabulario antillano y caribeño general como herencia del de Canarias lo son las voces múltiples relativas a la antigua fabricación del azúcar en los trapiches y a la riña de gallos, ambas actividades –la manufacturera y la deportiva– importadas de las islas, la primera, desde el XVI; la segunda, en el XVIII. Más allá de las meras menciones aisladas, el influjo lingüístico de Canarias en Puerto Rico, las Antillas y el Caribe de nuestra habla materializa también en los engarces de las palabras en determinados contextos fraseológicos que ostentan dentro de lo hispánico general perfiles más típicamente privativos del archipiélago: un bando de una partida de, una de, un cacho de (o exclamativamente, ¡qué cacho de…!cerrarse (alguien) de negro, coger o tener fundamento, ir cayendo (alguien en algo), pegar con, (una persona), venir siendo (alguien en relación de parentesco con otra persona), ir a tener (alguien, a alguna parte), dar bandazos o barquinazos, estar a rey. Situados ante las anteriores expresiones –palabras y frases–, el oído y el alma de quienes nos hemos nutrido con la leche del idioma materno en estas latitudes de la América tropical –antillanos, venezolanos y colombianos de la costa– se nos inundan con vitales resonancias de situaciones, acciones y sentimientos hincados en el radio entrañable de la cotidiana vida criolla.

Un primer registro de americanismos léxicos que publica Antonio de Alcedo* en 1786-1789 nos permite hoy día hacernos idea de lo que era en parte muy sustantiva el vocabulario criollo que se manejaba corrientemente a diario, por las últimas décadas del siglo XVIII, en Cartagena de Indias, donde se encontraba establecido el referido escritor, con ampliaciones de su empleo, en diversos casos, que se dilatan desde el reino de la Nueva Granada hasta el de Quito (de donde era oriundo Alcedo) y el virreinato del Perú. Por otro lado, un crecido volumen de las palabras que trae el autor quiteño para Cartagena son también vocablos patrimoniales a principio en el medio del español antillano, lo que nos hace posible modernamente reconstruir y contemplar en toda su extensión, a base de los datos de Alcedo, un ancho cuadro pancaribeño de comunidad expresiva criollista, con particular referencia al aspecto lingüístico de las palabras, ya existentes dos siglos atrás, con raíces que se remontan indudablemente a tiempos aún más antiguos en la historia colonial de nuestras tierras. Los informes del escritor nombrado tienden a destacar en primer término la importancia que en el plano total del español de las islas del Caribe y de los territorios continentales próximos conserva por entonces el legado de voces indígenas de raíz arahuaca insular. Las palabras de uso americano más general que anota Alcedo, coinciden en su mayor parte con las voces de manejo regional puertorriqueño, dominicano y cubano que aparecen en los textos históricos desde fines del siglo XV y aun trae arraigo cartagenero otras que no registran dichos papeles añejos, pero que han pertenecido de siempre al léxico antillano, v. gr.: relativas a la flora y sus frutos y otros productos derivados, ají, bejuco, cabuya, caimito, caoba, capá, ceiba, corozo, guanábana,guayaba, hácana, hicacos, jeniquén ‘henequén’, jobo, maguey, maíz, mamey, mangle, maní, moniato,papaya, pita, pitahaya, tabaco; a la fauna, carey, comején, jején, hicotea, iguana, manatí, nigua; nombres de cosas misceláneas de uso doméstico o personal, batea, canoa, hamaca, macana; alimentación, cazabe; la tierra, sabana. Con esta nómina a la vista se puede apreciar, pues, en medida principalísima la lista de las voces de origen prehispánico que circulaban en el español de Puerto Rico y de las Antillas, así como en el de los territorios del Caribe hispánico, por las últimas décadas del siglo XVIII.

Otro aspecto del vocabulario más característico de la América del trópico caribeño que anota Alcedo lo representa la serie de términos que llamamos más propiamente criollismos, es decir, expresiones de originales raíces españolas que en el calor y tráfago cotidianos de la vida criolla americana han desarrollado formas y significaciones de signo más especialmente indiano, varias de ellas superadas al día de hoy en el uso de nuestras sociedades nacionales. La pluma del escritor se detiene frecuentemente en su descripción para ofrecernos con trazos de vivo colorido vislumbres diversos del costumbrismo criollo en la América de la zona tórrida. Entre estas palabras, algunas responden todavía a remotos empleos medievales en Castilla, de inalterado continente y contenido en el tiempo, como prieto “lo mismo que color negro”, pero en su mayoría, estas otras voces son en verdad recreaciones o refundiciones del decir que arrancan de las esencias particularizantes que presenta la vida hispánica aquende el Atlántico durante aquel preciso espacio cronológico. Así, las varias menciones que responden a la clasificación racial en una sociedad en cuyo seno continuaba en proceso la fusión de tres venas étnicas distintas: cuarterón, quinterón, salta atrás, tente en el aire, zambo. Se conserva además viva por entonces la voz cimarrón, acuñada en el XVI para decirse del esclavo que huía del poder de su señor. Relativo a la vestimenta se registran términos como chamarreta ‘cierto justillo con mangas’ y listadillo‘ lienzo tejido de algodón a listas azules y blancas muy común’. Corresponden a la fauna nombres por estilo de aquililla ‘caballo ligero’, voz que Navarro Tomás encuentra todavía vigente en el Puerto Rico rural de 1927 -28; picaflor ‘colibrí’, zancudo ‘cierto mosquito’, etc. A la flora pertenecen palabras diversas:coco y derivado cocada “dulce que se hace de la médula del coco rallado y en pastillas, y venden las negras por las calles”; la antigua mención americana de palo santoguayacánpalmito ‘cogollo o corazón comestible de la palma’, piña, plátano, con referencia esta última voz al fruto platanáceo así llamado todavía y alusión adicional a los frutos bananáceos, “especies de plátanos que se distinguen con los nombres de bananos, guineos, dominicos y cambures”, etc. El afronegrismo léxico representado en este registro de Alcedo con vocablos como zambo, bananos, cambures, antes nombrados, y asimismo tales otros como congo ‘casta de negros’, guarapo ‘bebida común que se hace de la caña dulce’, malaqueta‘ pimienta de Tabasco’, moteta ‘cierto canasto’, ñame o iñame ‘tubérculo comestible’, patilla ‘sandía’.

La naturaleza de especial sello propio, coincidente de país a país, que ostenta un importante caudal de las palabras que circulan por los territorios insulares y costeros de la cuenca del mar de las Antillas habrá de quedar conformada luego con otros registros léxicos referidos al español de Cuba, particularmente el magno Diccionario provincial casi razonado de voces cubanas que publicará Esteban Pichardo en varias ediciones a partir de 1836. En obras de la pasada centuria como ésta de Pichardo se confirma la manifestación de una voluntad de la mención que emana del alma criolla pancaribeña, y la cual, bajo el rasero igualador que impone el español general plasma en realidad un cuadro de expresión unitaria o cuasi unitaria apuntalado en el empleo léxico de manejo común en nuestras tierras varias de la región geográfica americana del Caribe hispano.

Nuestro espíritu de la puertorriqueñidad viva y latente, de signo perdurable e irrevocable de pueblo hispánico, no empece los designios desorganizadores por parte de ciertos políticos al uso isleño de hoy día, se erige por los rumbos de la historia sobre un valioso cúmulo de experiencias del habla en una lengua de inmenso prestigio universal. La nobleza de esa lengua, probada a través de los años y los siglos, nos obliga a todos en nuestro momento presente a una disposición desplegadora de amor y lealtad, y también de defensa, en favor de nuestras entrañables raíces como pueblo y como nación.

Sobre la lengua materna, ha dicho y escrito Gabriela Mistral: “El habla es la segunda posesión nuestra, después del alma, y tal vez no tengamos ninguna otra posesión en este mundo”.

* En “Vocabulario de las voces provinciales de América”, incluido en Diccionario geográfico de las Indias Occidentales, Madrid, 5 Vols. 1786-1789.


Autor: Manuel Álvarez Nazario
Publicado: 28 de abril de 2015.