El Dr. Juan Alejo de Arizmendi, Primer Obispo Puertorriqueño

Juan Alejo de Arizmendi
Su ilustrísima, el doctor don Juan Alejo de Arizmendi, doctor en ambos derechos, fue el primer puertorriqueño a quien se le honró, en 1803, con la enaltecedora designación de obispo de Puerto Rico. Fue, pues, la primera vez en nuestra para entonces trisecular vida histórica, cuando se reconoce la capacidad del clero puertorriqueño para regir su propia diócesis, es decir, como prelados, ya que como vicarios capitulares la habían regido durante prolongadas sedes vacantes. Tal fue el caso, por ejemplo, de don Diego Torres Vargas en el siglo XVII y en el XVIII, del doctor Martín Calderón de la Barca. Con la excepción de unos cuantos obispos hispanoamericanos, fueron siempre españoles los obispos de Puerto Rico y a partir de 1898 — ocurrida la ocupación estadounidense– serán estadounidenses. Pero fue justamente en 1960, al cumplirse y conmemorarse — muy intencionadamente — el bicentenario del nacimiento de Su Ilustrísima Arizmendi cuando al fin se reconoció de nuevo el derecho del clero puertorriqueño a regir su propia diócesis. La designación como obispo auxiliar de Ponce recayó en el sacerdote puertorriqueño a regir su propia diócesis. La designación como obispo auxiliar de Ponce fue asignada al cardenal, S.E.R. Luis Aponte Martínez.
Se impone en este momento una legítima pregunta: ¿quién era ese hijo de nuestra tierra merecedor del hecho insólito de haber sido designado -el primero- para regir la diócesis puertorriqueña? ¿Cuáles sus virtudes, sus merecimientos? Antes de responder a estas justificadas interrogantes conviene recordar algunos hechos salientes del proceso histórico de nuestro siglo XVIII y de los tres primeros lustros del XIX. Este recorrido nos ayudará a conocer las circunstancias del ambiente puertorriqueño en el cual habría de ejercer su ministerio episcopal Su Ilma. Arizmendi.
En primer lugar, el dato del notable crecimiento de la población. Desconocemos la cifra exacta al iniciarse el siglo. ¿Dos, tres, cuatro, cinco millares? Lo ignoramos. Sin embargo, al finalizar la decimoctava centuria la población alcanza la suma de ciento cincuenta mil y tantos millares. Igualmente notable es su desarrollo urbano. A principios de siglo son seis los centros urbanos pero al terminar la centuria suman treinta y ocho. El dato es significativo por cuanto nos permite captar algo del espíritu de responsabilidad comunal y de superación social que este desarrollo urbano en alguna medida exige. Conviene puntualizar que la tramitación del expediente de fundación no era fácil: el interminable papeleo, las idas y venidas a la capital sin vías expeditas de comunicación. Además, eran relativamente onerosas las cargas sociales que imponían, entre ellas y muy gravosas, la de la construcción de la iglesia y su habilitación para el culto –muebles, ornamentos y objetos litúrgicos; también proveer para el salario del cura y del sacristán, trescientos pesos anuales.
Contra estos injustos gravámenes protestaron los obispos Francisco de la Cuerda (1790-1795), Juan Bautista de Zengotita (1796-1802) y nuestro Juan Alejo de Arizmendi (1803-1814). Es importante al efecto aclarar que el expediente fundacional no se formalizaba hasta tanto no se hubiese dado cumplimiento a las responsabilidades religiosas.
El siglo XVIII muestra en sus tres últimas décadas signos indudables de ascenso económico. Motores de este hecho son las reformas de carácter ilustrado puestas en vigor desde 1765 y dirigidas a quebrantar las trabas del mercantilismo económico y entre ellas, muy particularmente, la promulgación del Reglamento de Libre Comercio de 1778. Este programa de reforma comercial prosigue en los primeros lustros del XIX con la ventaja de que ahora se orienta directamente a resolver los problemas propios de la realidad puertorriqueña. Culminan estos esfuerzos con el programa de reformas puesto en vigor por el sabio hacendista español Alejandro Ramírez quien ejerce en Puerto Rico como intendente de febrero de 1813 a junio de 1816.
Son asimismo factores estimulantes de la economía las medidas iniciales de la reforma agraria: otorgación y legalización de títulos, la política contra el latifundio, el reparto de tierras, etc. etc.
Y por razón de nuestro desafortunado sino militar, las pugnas internacionales del XVIII nos afectaron y, entre ellas, de modo directo, la toma de La Habana por los ingleses en 1762. Este grave revés militar del imperio español fue el motor que impulsó la era de las monumentales construcciones militares del último tercio del XVIII: el imponente Castillo de San Cristóbal, con sus obras exteriores; la muralla norte, etc., todos pétreos testimonios de la voluntad imperial de perpetuación. La realización de este formidable programa de ingeniería militar que exigió el aumento del Situado –gruesas cantidades se reciben de 1766 a 1779– fue también, en alguna medida, factor contribuyente al relativo ascenso económico advertible a fines de siglo.
La significación militar de estas obras, en particular de San Cristóbal como invulnerable guardián de la ciudad, fue palmariamente confirmada en 1797 cuando el tercero y último asedio inglés. Su poderosa flota se retiró sin siquiera intentar forzar la entrada a la ciudad. Histórico acontecimiento que puso de relieve el heroísmo patriótico puertorriqueño y en particular el de sus milicianos. Sus muestras de arrojo y su determinación de victoria nutrieron la conciencia popular e inspiraron la fervorosa copla a Pepe Díaz, el “hombre más valiente que el Rey de España tenía…”.
Y por cierto, no fue Pepe Díaz el único en sobrevivir en la conciencia colectiva, también allí están de ese siglo: Antonio de los Reyes Correa, el héroe arecibeño y aunque dentro de circunstancias variantes, también se recuerda por su arrojo, por su temple desafiante al corso, al mulato Miguel Henríquez, protegido, vale destacar, por dos de nuestros obispos.
La ejemplaridad que estas figuras señeras irradian y que la tradición perpetúa, son poderosos vínculos aglutinantes de la conciencia colectiva que generan en sus coetáneos y sus descendientes actitudes de afirmación y de emulante responsabilidad ciudadana. Con este apreciable bagaje de experiencia colectiva inicia su vida histórica el siglo XIX.
En esta síntesis del proceso histórico del XVIII habrán observado que no han figurado iniciativas puertorriqueñas fuera de aquellas correspondientes a la fundación de los pueblos y el obligado cumplimiento de responsabilidades militares. ¿Existía aquí un pueblo puertorriqueño con conciencia de su existencia como tal y de sus derechos? Habremos de esperar hasta 1808 cuando al hacerse extensivo a Puerto Rico el régimen liberal instaurado en dicho año en la metrópoli, se manifieste por primera vez un momento de plenaria expresión puertorriqueña, propiamente de “eclosión puertorriqueña”. Y entre los que en ese momento dan testimonio público consciente y jubiloso de su ser puertorriqueño está nuestro obispo, el doctor don Juan Alejo de Arizmendi.

Instituto de Cultura Puertorriqueña
Veamos ahora algunos imprescindibles datos biográficos. Nace en San Juan el 17 de julio de 1760, hijo de padre vasco, don Miguel de Arizmendi, y de madre puertorriqueña (tercera generación), doña Juana Isabel de la Torre. Cursó Arizmendi estudios en filosofía aquí en San Juan en el Convento de Santo Tomás de Aquino de la Orden de Predicadores. De él da elogioso testimonio el maestro de estudios, Fray Joseph de Peña el 20 de octubre de 1778. A fines de ese mismo año pasa a Caracas inscribiéndose en la Real y Pontificia Universidad de Venezuela donde cursará durante cinco años — del 23 de diciembre de 1778 a igual día y mes de 1783– estudios en sagrados cánones y jurisprudencia. Al año de su llegada se recibe de bachiller en filosofía por la referida Real y Pontificia Universidad, habiéndose presentado a examen público y ser aprobado por unanimidad el 9 de octubre de 1779. En el palacio episcopal de la ciudad de Caracas recibirá el 12 de diciembre de 1783 de manos del ex-obispo de Puerto Rico D. Mariano Martí, las cuatro órdenes menores y ocho días más tarde el subdiaconado y el diaconado. Su ordenación sacerdotal tiene lugar en la catedral de la ciudad primada de América, oficiando el obispo de Puerto Rico, Dr. D. Felipe José de Trespalacios quien había pasado a consagrarse a aquella sede. Arriban ambos a Puerto Rico el 16 de julio de 1785.
El obispo Trespalacios le confía en aquel mismo año el delicado ministerio de confesor y capellán de las Madres Carmelitas. Siete años más tarde, contando apenas 32 años, el obispo Dr. D. Francisco de la Cuerda y García lo designa como provisor y vicario general. Oficio de tan grave responsabilidad exigía en primer término reconocida pericia en las disciplinas jurídico-canónicas, además de exactitud, celo y energía de carácter.
El desempeño de su oficio de provisor y vicario no estuvo exento de tropiezos y contrariedades. El cabildo eclesiástico, muy celoso siempre en sus prerrogativas, mal se avino con el rigor del joven provisor quien exigía e insistía en el debido acatamiento a la jurisdicción del tribunal eclesíastico cuyos límites demarcó rigurosamente. Por ejemplo: exigió la intervención del tribunal eclesiástico en la imposición de censos hecha por la mesa capitular; exigió asimismo que las comunicaciones del cabildo dirigidas al tribunal eclesiástico se hiciesen con toda formalidad jurídica y no simple y llanamente como habían venido haciéndose. Sostuvo igualmente, contra la protesta del cabildo eclesiástico, su derecho a precederlo con sus curiales en las procesiones cuando éstas se celebraban públicamente por las calles, por cuanto en ellas –alegaba– representaba como vicario general la autoridad del prelado.
Conviene subrayar que en todos estos casos el provisor Arizmendi contó con el apoyo de su obispo, el Dr. D. Francisco La Cuerda y García.
Estas desavenencias llegaron a tal punto que la corporación catedralicia incoó proceso contra el provisor ante la Audiencia de Santo Domingo, fallando este tribunal contra el provisor. El Consejo de Indias avoca a sí el caso, dándosele por ello largas al asunto hasta que a fines de 1794 el obispo La Cuerda renuncia la mitra. Pero el clima de tensión persiste al dejar dicho obispo constituido a Arizmendi en gobernador eclesiástico y vicario general, sede vacante. La paz se restablece cuando el nuevo obispo electo, el Dr. D. Juan Bautista de Zengotita, delega en el deán Dr. D. Nicolás Quiñones para que en su nombre tome posesión del obispado, hecho que tiene lugar el 13 de octubre de 1785.
Seis años después, sin embargo, las circunstancias personales y eclesiásticas del Dr. Arizmendi han cambiado radicalmente. El 4 de septiembre de 1801 Su Ilma. Zengotita lo designa recaudador de la contribución del 3% impuesta sobre todas las rentas eclesiásticas y que habían de destinarse al establecimiento del Colegio Seminario. Al así hacerlo, el obispo Zengotita justifica dicho nombramiento con un elogioso testimonio demostrativo de cuán bien ha sabido aquilatar varios de los rasgos positivos de la personalidad del Dr. Arizmendi. Dice así: “Y teniendo plena confianza y satisfacción para el efecto, del Dr. D. Juan Alejo de Arizmendi, habemos confiado a su prudencia, fidelidad, exactitud y celo el que cuide de recoger todo lo que produzca la contribución impuesta del 3%…”
Las precedentes noticias anticipan ya algunos de los perfiles más acusados de la personalidad eclesiástica del primer obispo puertorriqueño. En primer lugar, su pericia y su rigor canónico-jurídico atento siempre a su puntual y estricto cumplimiento. Esta propensión suya tiene constante presencia en los autos de visita de los libros parroquiales. Su Ilma. Arizmendi -ya debemos sospecharlo- es hombre de carácter. Muestra resolución y firmeza en sus decisiones y no ceja fácilmente ante los obstáculos. Inflexible ciertamente frente al error, su celo por las almas puede arrastrarlo a veces a extremos de intolerancia. Pero en igual medida será compasivo y generoso con aquel que se arrepiente y enmienda. El fundamento doctrinal hecha una con su misma carne, da soltura y resolución a sus decisiones: sabe exactamente lo que quiere y adonde llegar. Su acendrada fe, su confianza en Dios le inspiran a rebasar los medios humanos, sentimientos que suele expresar con vehemente convicción. Su vehemencia está presente también en la expresión de sus sentimientos patrióticos puertorriqueños – como ya anteriormente he apuntado – sentimientos a los que apela al dirigirse a su pueblo, sobre todo, en momentos de crisis. Trata entonces de inspirarle confianza recordándole exaltadamente sus gestas históricas. Cumple así Su Ilma. Arizmendi con la responsabilidad moral y patriótica que como patricio — según el mismo se autodefine– debe descargar. La unión de Iglesia y Estado existente en España se lo propicia y pudo haberlo sido aún más durante el régimen liberal instaurado en España de 1808 a 1814. Desafortunadamente no fue así. La toma de posesión del capitán general y gobernador Salvador Meléndez Bruna, déspota enterizo, (30 de junio de 1809 a 24 de marzo de 1819) instauró un régimen de represión haciendo blanco de su saña despiadada a Su Ilma. Arizmendi, acusándole, ante las autoridades de la metrópoli, de infidente. Hasta la fecha no hemos compulsado texto alguno que justifique ese cargo.
El episcopado de Arizmendi abarca apenas once años. Toma posesión de su sede como obispo electo el 27 de julio de 1803 habiendo sido presentado el 13 de marzo anterior por el rey Carlos IV en el ejercicio de su derecho como real patrono. Sus bulas se expiden el 26 de febrero de 1804 y ya el 25 de marzo fue consagrado en Caracas por el obispo Dr. D. Francisco Ibarra de aquella sede. El 21 de marzo de 1805 expide el edicto general de su santa visita pastoral que emprende en la catedral cuatro días después. Sin embargo no fue hasta el 4 de enero de 1808 que salió a practicarla a los pueblos. Regresa a su catedral para celebrar los oficios de la Semana Santa pero inesperadamente se ve imposibilitado de reanudarla. Los graves acontecimientos que sacuden a la metrópoli – la invasión napoleónica, la guerra de la independencia, la instauración del régimen constitucional, etc. – imponen al prelado urgentes e ineludibles responsabilidades cívicas. No saldrá de nuevo a continuarla hasta el 7 de septiembre de 1812. La frase con que se despide de sus diocesanos en San Juan, “…hasta el valle de Josafat”, es muy significativa. Debió para esa fecha estar muy quebrantada su salud a lo que posiblemente contribuyeron los sufrimientos y angustias que a un temperamento sensible y a una vida dedicada con integridad plena a los ideales de caridad, amor y justicia debieron causarle las vejaciones e intrigas de que le hizo víctima el capitán general Meléndez Bruna.
En ésta su segunda visita pastoral ejercerá su ministerio en los pueblos del litoral e interior partiendo desde San Juan en dirección este, bordeando los litorales oriental, sur y mitad sur de la costa oeste. Agravado de sus males en Mayagüez (30 de junio de 1814) pasa nuevamente a Hormigueros donde por su particular devoción a la Virgen de la Monserrate hubiese deseado ser enterrado. Desde allí expide su última carta pastoral el 26 de septiembre. Se intentó traerlo a la capital pero agravado de sus males se detuvo en la villa de Arecibo donde fallece el 12 de octubre de 1814. Por propia disposición fue enterrado en la ermita de la Monserrate de dicha Villa. Posteriormente sus restos fueron trasladados a la catedral mediante real orden de 31 de enero de 1815 gestionada al efecto por su ex-juez provisor, el Dr. José Gutiérrez del Arroyo para impedir la intención expresada por el capitán general Meléndez Bruna en vida del obispo Arizmendi, de que a su muerte no sería enterrado en la catedral como lo habían sido antes sus predecesores españoles.

Parroquia San Francisco de Asís, Aguada
Pasemos a continuación a considerar diversos ejemplos de la acción pastoral de nuestro obispo, abordando, en primer término, aquéllos donde cabe interpretar que lo estimula también su condición de patricio.
El obispo Arizmendi ha esgrimido en sus pugnas con el capitán general Meléndez Bruna su condición de patricio, exigiéndole por ello al gobernador respeto y consideración. Para Arizmendi el patriciado conllevaba una grave responsabilidad moral y patriótica. Amar la patria significa servirla, defenderla, enriquecerla espiritual, moral y materialmente.
No vivió Arizmendi como nosotros hoy un estado laico. Existía en España y sus dominios la unión de la Iglesia y el Estado, relación originada en los derechos del patronato real y luego ampliada y reafirmada mediante concordatos. La iglesia mantenía la superioridad en lo religioso y lo moral pero quedaba supeditada al Estado en lo político y lo administrativo.
Al ocurrir en España, a principios de mayo de 1808, la invasión napoleónica, el pueblo español, acéfalo por la claudicación de sus monarcas, se yergue heroicamente para defender la integridad del territorio nacional en el históricamente glorioso Dos de Mayo de 1808. Para articular esta voluntad de lucha se improvisan organismos –juntas provinciales– que asumen la responsabilidad de responder a los amenazantes retos que el momento histórico demanda. Sevilla toma la iniciativa organizando la primera junta provincial depositaria de la soberanía real y la primera en declarar la guerra al “tirano universal”, epíteto con que el obispo Arizmendi identifica a Napoleón Bonaparte.Nuestra isla tendrá conocimiento de estos sucesos el 24 de julio de 1808 cuando arriban a ella dos representantes de la Junta Provincial de Sevilla. Traen la encomienda de imponer a los gobernantes de la grave crisis por la que atraviesa la metrópoli y a la vez recabar de Puerto Rico mantener su fidelidad de lo cual derivaría ventajas.
Justo diez días después de esta significativa visita, el obispo Arizmendi, en carta que el 3 de agosto de 1808 dirige al gobernador y capitán general Toribio Montes, le propone nada menos que la creación en San Juan de una junta provincial subalterna a la de Sevilla conociéndose “los justos motivos” que determinaron la creación de aquélla.
Conviene aclarar que el fenómeno histórico de las “juntas provinciales” vinculadas al movimiento insurgente hispanoamericano no fueron todas, en su origen, instrumento de los insurrectos. Hubo algunas en poder de los leales a la Corona de España aunque hubo también insurrectos que fingieron lealtad como estrategia revolucionaria.
En el citado oficio al gobernador, el obispo subraya que ha dado público testimonio de lo complacido que está con la creación de aquel “Supremo Tribunal”; que ha protestado su adhesión a él como lo han hecho también el cabildo eclesiástico, la Curia y el clero “…porque en el corazón de todos están gravadas” –afirma– “la más fina lealtad al soberano y la más indisoluble unión a la Suprema Junta…” Que ha acordado dar las órdenes correspondientes a los párrocos de su diócesis para que “…mediante la predicación hagan ver a los naturales la necesidad de conservar la unión y fidelidad de la Isla a aquellos reinos y a Su Alteza la Suprema Junta que los representa.” Que deben asimismo “…aplicar su influencia a disipar y resistir toda tentativa y sedición que puedan promover los traidores y de mantener con firmeza los derechos de la Religión, del Rey y de la Patria…”
Considera el Obispo con el establecimiento de la Junta “…se acreditaría la mejor unión, indisolubilidad y piadoso fin a que se dirige aquella Superior (Junta) y facilitar, sin agravio de ninguna autoridad, el uniforme interés de todos los cuerpos eclesiásticos, militares y políticos a sostener una causa que es común…”
La audaz proposición de nuestro prelado cae en oídos sordos. El gobernador y capitán general Montes no le da paso aunque confiesa que él también la desea. ¿Razones? Que la Junta Provisional de Sevilla no lo previene, que tampoco ocurren en nuestra isla las circunstancias y necesidades que motivaron su fundación en España; y finalmente, que dada la apurada situación de las Reales Cajas a causa de las fuertes erogaciones que exigía el estado de guerra con Francia, no veía posible que aquellas pudiesen asumir nuevas obligaciones.
Sospecho que esta proposición de Arizmendi está motivada por la esperanza de que creándose la Junta Provisional, acorde con lo dispuesto –dice él– por la instrucción de la Suprema Junta de Sevilla de 20 de mayo de 1808, quedaría reducida la autoridad absoluta del capitán general al verse obligado a dar ingerencia en ella a las otras “potestades”.
En otras ocasiones no es ya sólo el ejemplo de una significativa iniciativa del patricio Arizmendi sino que también nos hace partícipes de la emoción patriótica que experimenta ante las perspectivas que para su pueblo representa el reconocimiento de derechos civiles hasta entonces negados. Declaradas las provincias de Ultramar (22-I-1809) parte integrante de la monarquía española se les concede derecho de representación en la Junta Suprema y Gubernativa del Reino. Al efecto se reúnen los cinco ayuntamientos entonces existentes para proceder cada uno a la elección de un representante. Los cinco candidatos electos se reúnen luego en la Fortaleza (15-VII-1809) para la celebración del sorteo, recayendo la suerte en el puertorriqueño, teniente de navío, Ramón Power y Giralt.
Todas estas experiencias cívicas, este nuevo clima cívico, despiertan esperanzas y estímulan fervientes afirmaciones de sentimientos puertorriqueños. De ello dan innegable testimonio las instrucciones de cuatro de los cinco ayuntamientos existentes. Se desconocen las de Arecibo. Sorprenden también dichos documentos por la madurez cívica presente, por la conciencia que se tiene de los propios derechos, por su espíritu de protesta contra las excesivas cargas contributivas, por ejemplo, las de los diezmos, primicias, construcción de iglesias, etc. y por los males sociales de los agregados y los regatones. No faltan las propuestas de soluciones políticas, económicas y educativas. Son, pues estas instrucciones una madura exposición de sus problemas. Obsérvese, además, el reclamo de que en la provisión de empleos de esta isla, se dé preferencia en grado igual a los patricios, hayan o no descollado en el real servicio. Son peticiones indicativas de la postergación de los naturales. También se manifiesta en ellas el anhelo de progreso. Significativas las frases expresivas de amor patrio, por ejemplo, “Puerto Rico amada patria mía.”
El hecho de que dentro de este nuevo clima cívico y patriótico figure Su Ilma. Arizmendi como candidato a diputado y saliese triunfante en Aguada, amerita subrayarse. Revela su identificación con este clima de aspiraciones y de sentimientos patrióticos. Lo ratifican, además, sus emotivas expresiones en el acto de la visita de cortesía que dispensa el diputado Power al obispo y a su cabildo. Se advierte también en la solemnidad que se deseaba imprimir a la visita del diputado. El Acta de 16 de agosto de 1809 del Cabildo Eclesiástico nos dice que la catedral estaba “ostentosamente adornada… con la circunspección y gravedad correspondientes…” Fue en esa ocasión cuando Su Ilma. Arizmendi al encarecer al diputado Power “…la necesidad en que estaba de corresponder fielmente a los sentimientos y esperanzas de la Isla tomando sobre sí la causa de todos…”, despojándose de su anillo se lo ofrece a Su Excelencia, “…para que mejor supiese conservar esta memoria…, a fin de que quedase para siempre vinculado con los lazos de la correspondencia y la resolución de proteger y sostener los justos derechos de sus compatriotas como la tiene Su Señoría Ilustrísima, de morir entre sus ovejas de su rebaño… que mira con toda predilección de que es muy digno, por su docilidad, su lealtad, y demás virtudes políticas y morales (que posee).”
Su Ilma. Arizmendi no rehúye tomar posiciones. Defiende, condena, arguye según lo que su criterio religioso y patriótico le dicte y proponiendo soluciones acordes con dicho criterio. Por ejemplo, condena la otorgación de las llamadas “facultades omnímodas” decretadas por el Consejo de Regencia el 4 de septiembre de 1810. Y al agradecer en comunicación fechada el 1ro de junio de 1811 al gobierno supremo el envío del decreto derogativo (febrero de 1811), le manifiesta como “fue asombrosa a toda la Isla la Real Orden de 4 de septiembre pasado, por la amplitud de facultades con que se autorizaba a este Gobernador y Capitán General al punto de poder remover, a su arbitrio, a toda clase de empleados; sin excepción ha sido también aplaudida la revocatoria que de ella se ha dignado hacer S.M. por su Real Decreto de 15 de febrero último” (1811). Con tal motivo se considera obligado de “…manifestarlo a S.M. tributando por mi y a mi nombre de toda esta muy fiel muy leal ciudad las más expresivas gracias…”
Esta carta -documento oficial- nos revela el carácter emotivo, un tanto exaltado, que domina en muchos de los escritos pastorales del obispo Arizmendi.

Parroquia San Blas de Illescas, Coamo
Consideramos ahora otras facetas de su acción episcopal: las del celoso y vigilante pastor atento a hechos y circunstancias, usos y costumbres que estima atentan contra la salud espiritual de su rebaño.
Veamos en el siguiente ejemplo tomado de su edicto general de visita expedido el 21 de marzo de 1805, cuán intensamente le conturba lo que considera falta de recogimiento y modestia de hombres y mujeres en el templo.
“Por desgracia de nuestros días, o por decirlo mejor, por castigo de nuestras culpas, vemos que el lugar terrible donde sólo es permitido estar como el Publicano, derramando lágrimas de contrición, con señales del más profundo abatimiento, está siendo ya el lugar de una concurrencia mundana, donde cada uno a competencia procura manifestar su orgullo, su libertinaje y su insolencia. Vemos, con que dolor lo repito, venir hombre libertinos y mujeres desenvueltas, que haciendo ostentación de su vanidad, disputan las atenciones a Jesús Cristo, e insultan los méritos que obran la salud de los verdaderos fieles. Vemos en estos lugares de circunspección y gravedad, hombres afeminados, inmodestos y poco religiosos, que haciendo alarde de no doblar la rodilla siquiera a presencia de la Majestad, se postran como Amán delante del altar profano para ganarse el aprecio del ídolo a quien adoran y vemos, en fin, entrar también mujeres sobradamente escandalosas que se glorian de estar siendo en esta Santa Casa, el motivo de los tropiezos, y aun de las mortales caídas, que a cada paso experimentan, no sólo sus infelices secuaces, sino hasta los indiferentes que incautamente ponen los ojos sobre tan peligrosos objetos”.
Su exaltado rigorismo prosigue en grado ascendente en los párrafos que siguen. Sin embargo, ya al final del documento su austeridad cede, luciendo entonces la ternura, el amor por su rebaño, sentimientos de los cuales da muestras con frecuencia en sus escritos. Observemos:
Mis amados… no nos comprometáis a obrar contra nuestra propia inclinación, que sólo nos dicta providencias de paz, de amor, de ternura: así a vosotros os lo suplicamos por la entrañas de Jesús Cristo y esperamos de vuestra acreditada obediencia, conocida piedad y antigua religión…
Si inflexible ante el error, en igual medida será generoso con el que se arrepiente o enmienda. Dos casos conocemos aunque en verdad con noticias incompletas. En carta del padre guardián del Convento de San Francisco, Fr. Marcelino Reygada, de 3 de noviembre de 1807, comenta el infinito sentimiento del prelado “…por no haber conseguido el empeño para el hermano Espina de quien dice que se ha compadecido porque da pruebas de estar enmendado”. El otro caso es el del vicario foráneo de la Villa de Coamo, quien parece haber estado suspendió y quien en oficio de 22 de octubre de 1814 dirigido al Cabildo Eclesiástico afirma que “…sólo por la innata bondad de nuestro Prelado el Sr. Dr. D. Juan Alejo de Arizmendi (que de Dios goce) puedo continuar ejerciendo la jurisdicción forense.”
Su severidad moral, su exaltado celo apostólico lo llevan a adoptar una actitud de violenta oposición no sólo contra las funciones teatrales que con la venia del capitán general y del ayuntamiento ofrecían dos cómicos transeúntes en un teatro improvisado en un corralón de la ciudad, sino una actitud negativa hacia el teatro en general. Con respecto a lo primero, hay circunstancias locales que explican y atenúan un tanto su excesivo rigor. Los hechos se desarrollan en la segunda quincena de octubre de 1811. Aduce el obispo que en consideración a las trágicas circunstancias por que atraviesa la nación debido a “la persecución del tirano universal”, era hora de penitencia y oración y no de públicos regocijos. Y más aún cuando las mismas Cortes piden rogativas públicas para que Dios les ilumine en la ardua labor de mejorar la constitución política de la nación, y todavía más grave por el cautiverio que sufrían Su Santidad Pió VII y el Rey Fernando. Otra circunstancia agravante que aduce el prelado es la del estado de indigencia a que se veía reducida la población por las exacciones continuas para ayudar a las cargas de la guerra y además, por la falta de los situados. Consideraba que no era lo más aconsejable iniciar espectáculos que por su novedad llevasen a algunos a disponer de lo poco con que contaban para su sustento.
Además, las comedias que se representaban, según el criterio del prelado, eran “ajenas a la sana moral”. Así las cosas y a pesar de la manifiesta oposición del prelado hacía aquellos espectáculos, decide el capitán general Meléndez que se diese una función a beneficio del Hospital de la Caridad, el hospitalillo de la Concepción, que constituía uno de los más caros afanes y causa de continuos desvelos para el prelado. El beneficio produce 500 pesetas. Cuando la comisión destacada para hacer entrega al prelado del producto de la función, comisión integrada por el regidor alguacil mayor, D. Manuel Hernáiz y por el capitán de artillería D. Andrés de Vizcarrondo, llega al palacio episcopal, el prelado no los recibe y se excusa dándoles las gracias a la vez que rehusaba la limosna por considerarla mal habida y “muy manchada”. Ante la negativa del prelado, el capitán general decide regalar a cada uno de los enfermos del hospital, media onza (40 pesetas), y este gesto también recibe la repulsa del prelado, quien obliga a los enfermos a devolver la dádiva. No podemos detenernos en los múltiples accidentes de este asunto; sólo de paso lo presentamos a ustedes por considerarlo muy ilustrativo del temple moral del obispo Arizmendi.
Otros rasgos del carácter de nuestro prelado se ponen de manifiesto en los autos con que cierra la visita de los libros parroquiales de los diferentes pueblos. Estricto, minucioso, exacto. Estos documentos ratifican el testimonio que ya conocemos del obispo Zengotita. Pasma ver en esos autos de visita con cuánta escrupulosidad se ha procedido a la revisión de los centenares de partidas de bautismo, de matrimonio y de defunción asentadas desde la visita pastoral anterior. Señala los errores advertidos en cada partida, especificando el folio en que se halla, y nombre del que recibe el sacramento o se entierra. No hay duda de que realizó la labor con escrupulosidad. Señala las violaciones canónicas, como por ejemplo, la “deformidad” según él las califica, con que aparecen muchas partidas de bautismo donde el párroco sirve también de “padrino”. Regaña por la negligencia del párroco que sienta en una partida que el bautizado es de padres no conocidos. “¿Cómo es posible que haya dejado de investigar a los autores de semejantes atentados que abandonan a las criaturas exponiéndolas a la pérdida de sus almas y de no haberlos reconvenido, advirtiéndoles que la responsabilidad contraída con los hijos nunca prescribe?”
Otro cuidado que adopta en la visita de los libros parroquiales es el que se cumpla el canon que prescribe la ausencia de notas infamantes en las partidas. En uno de estos casos advierte los siguiente: “Igualmente testará en la de María Josefa que corre al folio… el estado de su madre y la circunstancia en que se halla, de modo que quede ilegible por no conducir semejantes relatos al fin principal a que se dirige el asiento de estas partidas.” Por supuesto, su orden se cumplió al pie de la letra.
En otros casos es indulgente, es decir, su rigor se atenúa cuando observa virtudes compensadoras de los defectos de incumplimiento. Por ejemplo, en un caso persona la multa de 50 reales por cada partida (son muchas, da cita, folio y número) en las que el párroco -según ya explicamos- que administra el sacramento, sirve de padrino “…en consideración, al decente relicario que ha donado para el Santo Viático a los enfermos y otros servicios que resultan hechos a beneficio de la propia Parroquia…”
Muestra suma insistencia en que los libros parroquiales se lleven con separación según la calidad de las personas: Que sea uno para las personas blancas, otro para los esclavos y otro para los “pardos y negros libres”. Era ésta una práctica eclesiástica generalizada en los dominios españoles, originada en sus realidades sociales y jurídicas y reafirmada en fecha reciente- para los efectos de este estudio- por real cédula expedida el 8 de julio de 1790. Por supuesto, antes del episcopado del obispo Arizmendi los libros se llevaban, con separación, en algunas parroquias, pero eran las menos; en la mayoría, la prescripción no se cumplía. Lo cierto es que Su Ilma. Arizmendi pone sumo empeño en este hecho, al punto, que en la inmensa mayoría de las parroquias los libros se llevan con separación de clases a partir de su visita pastoral. Aquellas parroquias adonde no llegó, fueron sus sucesores los que se ocuparon de que así se hiciese.
La insistencia de nuestro prelado quizás tenga relación con un incidente acaecido en 1803 cuando aún era obispo electo. Veamos.
Francisco Vergara acude a la Curia en solicitud de la transferencia de las partidas de matrimonio de su abuelo paterno y de un cuñado de éste, del “Libro de pardos y negros libres” al de “blancos”. En los textos del caso se arguye que el abuelo era “…en su origen de calidad notoriamente blanco” pero había contraído matrimonio “con desigualdad notable” con una “parda libre”. El promotor fiscal se opuso al traslado basado en la real cédula ya citada de 8 de julio de 1790, dictamen con el cual concurrió la Curia según auto que dicta el 20 de diciembre de 1803. Vergara no acepta el dictamen aduciendo que el cura que hizo el asiento estuvo motivado por sentimientos de enemistad hacia su abuelo, recurriendo entonces al Consejo de Indias. Ante los cargos formulados, este organismo decide iniciar una investigación evaluativa de los criterios utilizados al hacerse los asientos en los libros parroquiales de las iglesias de los dominios americanos. A ese propósito se expide la real cédula de 26 de noviembre de 1814 dirigida a las autoridades de las Indias, tanto las del gobierno civil como las del eclesiástico. Sin embargo, la separación, por clases, de los libros parroquiales continuó sin alteración hasta iniciarse la sexta década del siglo XIX cuando el obispo, Dr. D. Gil Esteve (10 de febrero de 1849 al 2 de agosto de 1853) lo fue ordenado en el curso de su visita pastoral a las parroquias de la Isla entre 1850 y 1851.
El obispo Arizmendi, hemos visto, insiste en el cumplimiento de las órdenes reales relativas a la separación por clases de los libros parroquiales. Sin embargo, nunca emite juicio sobre la pertinencia o no de dicha práctica. Por el contrario, amonesta a los hijos de padres blancos quienes incapaces de dominar sus pasiones, violan los derechos de la familia. Luego acuden a la curia pretendiendo que su indisciplina se subsane con el traslado de los asientos de un libro parroquial a otro, alegando error o venganza.

Catedral San Juan Bautista, San Juan
La pureza litúrgica constituye otra de las graves preocupaciones del prelado. Obliga a reponer al párroco de Coamo el costo de la casulla de pana negra “…por ser tela de algodón e impropia para el uso de los ornamentos…”, extraña mucho el disimulo que ha tenido el Cura Párroco permitiendo “…una casulla de tela prohibida…” En Cayey reprende por el “desaseo o indecencia” de los sagrados ornamentos, especialmente los corporales e hijuelas, en la casulla y pluvial negro, y en la de color morado. Como considera que ha sido descuido del párroco ordena que para descargo de su conciencia y de la del prelado costee los ornamentos de buenas telas y guarniciones. Muestra asimismo preocupación por las imágenes que muchas veces le parecen “ridículas y sin ninguna conformidad con los prototipos que representan”; en otros casos es el sagrario el objeto de su preocupación y da precisas instrucciones en cuanto a su ornato; otras veces es la mesa de los altares.
El “aseo y decencia” de las iglesias es casi un leitmotif en los autos generales de visita. Es constante su desvelo para que los templos y ornamentos sean siquiera decorosos si es que no pueden lucir con el esplendor correspondiente al culto de “Su Divina Majestad”; en estas preocupaciones nos parece atisbar un detalle muy personal; Su Ilma. Arizmendi debió ser hombre muy pulcro y atildado en el arreglo de su propia persona. No descuida un sólo detalle que pueda desmerecer el ornato y decencia de los templos. A este respecto es interesante el caso del pertiguero de catedral quien al año de muerto el obispo Arizmendi se dirige al Cabildo comunicándole que las dos pelucas que complementan las indumentarias con que se reviste para las funciones religiosas están ya casi inútiles; que en vida de S.S. Ilustrísima él le abandona una peso con lo que se enviaban a un maestro de este oficio manteniéndolas peinadas y empolvadas, pero desde la muerte del obispo nadie se ha interesado por esto.
Fue también nota distintiva de su episcopado su sentido de justicia. Obsérvese en el ejemplo que ofrezco a continuación cómo deslinda las responsabilidades y privilegios de orden eclesiástico de las de carácter civil o profano. Fue una de las primeras decisiones de su episcopado (14 de mayo de 1804) o quizás la primera después de haber regresado consagrado de Caracas. El Auditor de Guerra, a quien se le ha encargado averiguar los motivos de la escasez de carne en la capital para obligar a todos los ganaderos a cumplir con la contribución de “la pesa”, descubre que hay algunos eclesiásticos poseedores de estancias considerables y criaderos de ganado, como son los curas párrocos de Arecibo, Caguas, Tuna y Mayagüez, y otros presbíteros quienes se resisten a cumplir con la pesa o reparto que les corresponde. El auditor de guerra eleva la queja correspondiente al prelado quien amonesta a sus sacerdotes por haber dado nota de morosos y resistentes al cumplimiento de su obligación, cuando por ser vasallos distinguidos debieran dar el buen ejemplo. Y como alegasen los sacerdotes que dicha contribución iba en perjuicio de sus fueros y privilegios, el prelado les saca del error aclarándoles que los eclesiásticos que voluntariamente se sujetan a ser dueños de bienes profanos, forzosamente se sujetan a las pensiones ordinarias y extraordinarias. Para evadir dichas responsabilidades no deben ampararse en sus fueros, ni considerar que estos se vulneren al pagar la legítima contribución por sus bienes profanos.
Como contrapartida al rigor con que ejerce su ministerio está el amor, la ternura entrañable del pastor por sus ovejas. Esta imagen, símbolo de su ministerio episcopal le es muy cara, no sólo por la frecuencia con que a ella recurre sino por la forma como la entiende y hace de ella realidad. Está ella presente en la amorosa protección, en la celosa vigilancia, en el mismo rigor con que les amonesta así como en la humana comprensión y en el perdón. “Las ovejas-nos recuerda-son todas las almas redimidas con la sangre preciosa de Jesucristo. Patrón soberano, de quien hemos recibido este encargo, y con el auxilio de su gracia vamos reconociendo las que los son verdaderas de su rebaño…”
Su cayado, “el cayado corvo que el Señor por su infinita misericordia se ha servido poner en nuestras manos…” tiene esa figura “… que nuestra Santa Madre Iglesia ha tenido por conveniente darle, para que guiándolos en todo, sin heriros, os dirija a radicaros en la conservación de la Religión Católica, en beneficio universal de la misma Iglesia, y a manteneros en su seno con amor a nuestra Santa Fe, a nuestro Soberano y a nuestra amada Patria.”
Esta imagen -símbolo, pastor de sus ovejas –repito-, va siempre impregnada de sentimientos muy vehementes y tan a tono con su temperamento que no dan la impresión de ser un mero clisé que se repite, una simple frase estereotipada. Pero pasemos de las palabras a los hechos; veamos como el prelado actualiza esa amorosa y vigilante relación de pastor de sus ovejas.
El ejemplo que quiero mostrarles es de una circular del prelado solicitando donativos para subvenir a los gastos de la guerra contra el francés. La petición de ayuda era en extremo frecuente no sólo a partir de la invasión napoleónica sino desde muchos años antes. Nos parece adivinar en el prelado cierto temor de que se esquilme excesivamente a sus ovejas. Comprende la urgencia de la dádiva y hace el llamado que se le ha encomendado. Pero parece como si en su conciencia se debatiesen dos fuertes sentimientos: el deber patriótico por estar el suelo nacional vulnerado por el francés intruso y el amor a su rebaño, cuya pobreza le desvela y cuya docilidad y sencillez piensa pueden ser sorprendidas y abusadas. Ciertamente reclama la dádiva, pero le hace ciertas reflexiones para que no quede su grey en el desamparo; les advierte que la dádiva ha de ser discreta. Oigámosle:
…Vuestros donativos, hijos muy amados, son el precio de la paz, y la necesidad con que se piden es palpable a todos y cada uno de vosotros. No se trata de sacrificaros con vuestras familias para que os reduzcáis a la miseria, ni sería ésta máxima política, ni propia de un Pastor que os ama en Jesús Christo… no permita Dios que consintamos siquiera en pensar que en el agua que os pedimos a nombre del Rey se beba por aquellos desgraciados defensores de la Patria, vuestra sangre…
Y al dar fin a esta exposición, y a la luz de los ejemplos presentados -podrían haber sido muchos más- viene de repente, con imperativa presencia un nuevo ejemplo: de cómo nuestro Arizmendi atendía personalmente a la puerta de su palacio a los pobres, amparando en él a los enfermos indigentes. ¡Y cuánto se conturbaba su espíritu al no poder hacerlo también con las mujeres enfermas! Pues bien, incorporado el ejemplo invasor, consideramos que aún rindiendo el tributo debido a nuestra humana condición, fue la caridad la virtud resplandeciente en el episcopado de nuestro primer y único obispo puertorriqueño en el prolongado lapso de cuatro y medio siglos de nuestra historia (1508-1960). Fue en 1960 y durante el pontificado de S.S. Juan XXII cuando se nombró el segundo obispo hijo de nuestra tierra, hoy S.E.R. Luis Cardenal Aponte Martínez.
Autor: Isabel Gutiérrez del Arroyo
Publicado: 5 de octubre de 2010.