Humanidades: Humanidad es

Antonio Martorell

La palabra humanidades me era ajena, cuando no confusa, hasta que llegué a la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Luego me confundí aún más. El hecho de que fuera plural, humanidades, añadía a mi perplejidad pues para aquel joven santurcino la humanidad era toda una, el plural andaba sobrando, no iba pa´ ningún lao.

Había ya conocido bastante humanidad, propia y ajena, tan armoniosa como conflictiva, y pese a la catequesis propia de quien fuera monaguillo en la Parroquia San Vicente de Paul por tres adolescentes años más, el escuchar el modo sentencioso de mi madre, la guapachosa Luisa Cardona cuando mirando pa´ lejos y frunciendo su boquita pintada de fuschia profundo decía: “Todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros” algo ya apuntaba a esa pluralidad que pronto habría de descubrir entrañaba otros problemáticos significados.

Porque, si de pluralidades se trataba, ¿dónde comenzaba y terminaba lo humano? ¿cuándo se multiplicaba, reducía o desaparecía?, ¿por qué se decía de ciertas personas, situaciones y actitudes que eran inhumanas? Así es que cuando caí en el torbellino del deslumbramiento universitario en aquel curso básico de Humanidades en 1956 y me dejé arrastrar por lecturas que proclamaban la deshumanización del arte y citaban palabras tan definitivas y definitorias como: “Nada humano me es ajeno”, me sentí perdido sin los asideros ni del catecismo de la parroquia paulista ni del lapidario testimonio clasista de mi santa madre.

Críado entre la tienda de misceláneas que así se autodenominaba el Bazar Las Muchachas que regenteaba mi madre con la tía Consuelito Cardona y el taller de puertas y ventanas de mi abuelo mallorquín Don Antonio, yo era el primero de mi familia inmediata que llegaba a la Universidad. Llegar a la Universidad. Esa era una frase muy de los tiempos: meta obligada, ambición suprema de una sociedad saliendo a duras penas de la pobreza agraria y asomándose esperanzada a la miseria urbana.

Creo que en la universidad sufrí y gocé mi primera gran orfandad. La humanidad, y con ella, las humanidades se me revelaron como algo inasible, cambiante sumiéndome en un perpetuo estado de perplejidad con atisbos de grandes verdades que cual las olas en la playa del Condado, que entonces era palmas, pinos, arena y mar, sin control de acceso, estas verdades crecían grandes en el horizonte próximo, te zarandeaban obligándote a saladas volteretas y te devolvían a la arena con los ojos acristalados en una caleidoscópica visión descifrable por tan solo un mojado instante antes del próximo marrullo.

La Iliada, La Montaña Mágica de Thomas Mann, The Waste Land de T.S. Eliot, El Canto General de Pablo Neruda, Leaves of Grass de Watt Whitman y El Romancero Gitano de García Lorca, aquellas divinas palabras en “dual lenguaje” se alternaban en mis alertas oídos con el carrillón de la Torre que todavía podía escucharse, y en el escenario del Teatro Universitario, El Gran Teatro del Mundo debutaba ante nuestros ojos atónitos de tanta revelación jerarquizada en el templo del saber.

Humanidad también era aquel telón aterciopelado que se abría y cerraba uniendo y separando dos mundos tan fantásticos como reales pues eran tiempos de iniciación en los grandes misterios, de pérdida de la inocencia y asomo de experiencias tan humanas como inhumanas que iban ampliando y complicando un universo que hasta entonces creíamos sencillo. Porque la Universidad suponía el ingreso al universo y el universo era ancho y ajeno.

Sobre todo para nosotros, formados y deformados por el dogma de la pequeñez geográfica, este sentirse y saberse isla minúscula en un inmenso océano, siempre próxima a zozobrar, a naufragar cual frágil velero en alta mar, isla, flotante apenas entre el nostálgico pasado hispánico y el embeleso futurista del gigante del Norte, endeble eslabón entre la lengua de Cervantes y la de Shakespeare, herederos de todo y dueños de nada. Y ni hablar de la herencia indígena y africana. Esas todavía estaban aguardándonos en el futuro.

Cartel Exposición El arte de la aguja en Puerto Rico (1980)

Humanidad era, dolida humanidad la de los veteranos de la Guerra de Corea con quienes compartimos aulas y tertulias. Aquellos llamados “veteranos locos” que se anticiparon por una década a los de Vietnam. Lo que nunca vi pero me contaron en variadas versiones: El veterano de Corea que caminando por el campus de Río Piedras al oír los motores de un avión de Pan American se había tirado al suelo convencido de que el bombardeo era inminente y él, un blanco fatal.

Humanidad aquella de juventud tronchada ante nuestros ojos deslumbrados por las películas hollywoodenses de un patriotismo bélico azucarado con himnos nacionales y actos heroicos que nos conmovían hasta las lágrimas con la música de Glenn Miller y la voz redonda de Jane Froman cantando “With a song in my heart” desde los labios temblorosos de la martirizada pelirroja Susan Hayward.

¿A qué humanidad pertenecía yo entre todas ellas? ¿A la de los gangsters mexicanos Carlos López Montezuma, de Juan Orol, o la de James Cagney y Humphrey Bogart, los galanes mafiosos de Hollywood? ¿A la de los plañideros tangos de Libertad Lamague o la de las pecas cantarinas de Doris Day? ¿La de los maestros de la ceja alzada María Félix y Pedro Armendáriz o la idealizada y rubia normalidad de James Stewart y June Allyson?

Quizás fue en uno de esos momentos tarde en la noche al regreso del cine Delicias de ver cuatro películas en inglés el mismo día en que en la tarde había visto en el cine Oriente tres en español cuando frente al espejo en la soledad del cuarto de baño mientras todos dormían en la casa, ensayaba peinados y miradas, gestos y sonrisas ecos de la pantalla grande tan disminuída ahora en el estrecho espejo del botiquín. Quién sabe si fue entonces que descubrí algo en mí que era más que ignorancia, el no saber, la plena conciencia de la ausencia de un conocimiento necesario, indispensable, un vacío que clamaba por dejar de serlo, una inquietud insoslayable que sigo experimentando todavía aquí esta noche frente al espejo multiplicado, que sin saberlo ustedes, son ustedes para mí esta noche más de medio siglo después de aquella.

El no saber y el querer saber, identificar mediante la palabra y la imagen un mundo cambiante desde la perspectiva de un adolescente que, sin remedio, y a pesar de los años, continuará siéndolo, pues adolecerá, le faltará, sentirá la ausencia, le dolerá por toda la vida aquello que no conoce y tratará de remediar su mal, de buscar Consuelo, de aliviar su pena (para citar algunos versos de boleros que me son queridos) recurriendo al acto creador y recreador.

Pero el camino no ha sido ni recto ni fácil, sino tortuoso a veces, elíptico siempre, desafiando los silogismos aprendidos de los jesuitas en la Universidad de Georgetown, embelesado por la tradición a la cual me niego a renunciar, en permanente tentación de ser otro para poder ser yo, caminando asido a un color, un olor, un sabor que me conduzca de una palabra a otra, de una imagen a otra en vano empeño (de nuevo el bolero), mi amor es imposible. Y sin embargo es esa imposibilidad el reto que me obliga a lo que el amigo Antonio T. Díaz-Royo ha llamado “La aventura de la creación” y que así titula su lúcido y generoso libro sobre mi trabajo.

Ojeando ese voluminoso compendio de mi vida y trabajo me doy cuenta de que la conjunción y entre vida y trabajo está de más, pues vida y trabajo, para bien o para mal en mi experiencia han sido una sola palabra que prefiero acuñar como trabavida porque así es de trabada, indisoluble esta inmersión de mi, ya no tan joven, humanidad en la ancestrales humanidades.

Porque aquel ingreso en la Universidad de Puerto Rico, aquel primer encuentro con las Humanidades mentás no era para tomárselo en serio. Mi madre, la guapachosa Luisa Cardona, me había matriculado en mi ausencia en el curso básico orientado a un bachillerato de lo que se llamaba entonces “pre-médica”. En su infinita ambición para el primogénito, ya ella había decidido mi profesión. No sería la del sacerdocio católico, aunque era muy devota, sino el sacerdocio de la salud física, pues la Santa Madre Iglesia era una competencia intolerable para sus maternales designios.

Y aquí debo permitirme una digresión de las muchas que me tientan y es la siguiente: Todavía padecemos la tiranía de las palabras que separan, que encajonan disciplinas del saber que por siglos estuvieron unidas. Las artes y las ciencias no tienen por que estar sufriendo un apartheid, que confunde en vez de fundir áreas del conocimiento afines y complementarias. En nuestro país tenemos rica evidencia, un portentoso legado y nos basta citar al Dr. Ramón Emeterio Betances, al Dr. Agustín Stahl y el Dr. Manuel Zeno Gandía con enjundiosa obra tanto en las ciencias como en las humanidades.

Y volvemos a esta bendita y plural palabra que me persigue como amante insatisfecha, expectante y posesiva. Porque las ciencias me parecían frías y lejanas, los números me asustaban y todavía me asustan en su afán de cuantificar el universo y tan sólo la palabra me hechizaba con sus incansables arabescos caligráficos sobre el cuaderno escolar o su cerrada y vigorosa arquitectura tipográfica en la página impresa. Y ni hablar de las voces seductoras que me susurraban al oído al hacer la lectura silente, pero, ¡oh!, tan sonora de textos escritos para danzar a sus acordes, el vals, la danza, el bolero o la plena que supone el acompasado decir de una palabra tras otra, abrazándose y alejándose para volver a encontrarse en distinta posición y significado. Quizás por eso el signo, la imagen de la palabra, su forma y orientación en la página combinada con el sonido, su compás, ritmo y melodía sumados al concepto o imagen que evoca y convoca para mí son inseparables y multiplicables, mutantes habitantes, humanidades clamorosas que me llaman desde la casa encantada de los libros.

Homenaje a Magritte (esto no es una marina) (2001)

Tomemos por ejemplo la palabra patriota. Su sonido es redondo e inapelable. No acepta fisura ni disminución. Imposible tanto el aumentativo como el diminutivo: ni patriotota ni patriotito. En la página las dos tes que detonan la palabra lucen como dos torres de una fortaleza en asedio (estoy hablando de la palabra, cualquier semejanza con el presente suceder es coincidencia semántica) y su vocal final, una a asociada a lo femenino, aquí adquiere un vigor contundente, una apertura vibrante y conclusión absoluta que se extiende más allá del sonido en el silencio que la prolonga. Patriota.

Nada más lejano a la realidad en la cual esa palabra, patriota me llegó, envuelta en ropas ensangrentadas, vituperios enajenantes, sinónimo de crimen y de locura, fanatismo y condena. La palabra patriota en mi infancia y adolescencia significaba inhumanidad, crueldad y crimen, nada que ver son las aureoladas humanidades de mi recién iniciada carrera universitaria. Tendrían que pasar varios años para que esa palabra se despojara del lastre colonial, que asumiera su rol reivindicativo y adquiriera perspectiva histórica, social y sobre todo, humano.

Si les narro este proceso prolongado y doloroso es por que esta lenta conversión de humano en humanista que esta noche celebramos me obliga a evidenciar ante ustedes, mis pares, cómo, cuándo y dónde se produjo el cambio, por qué al distinguirme ustedes esta noche, distinguen también, con conciencia o sin ella, un tiempo, una temporada de duendes asustadizos, un carnaval triste en el cual en vez de portar máscaras, éstas se van despojando en progresión de desnudez reveladora de verdades que duelen, pero que son necesarias.

Porque fue en una universidad estadounidense y católica en la capital de la metrópolis donde estas verdades fueron develadas con tan prístina visión, con argumentos tan convincentes como los que suelen nacer del seno mismo del poder imperial, sin pudor, por demás innecesarias pues el poder prescinde del pudor, y con la claridad de pensamiento, elocuencia teórica y humanista intención de los soldados de Jesús.

El poder se me reveló de tal modo irrefutable, que terminada mi carrera diplomática le regalé el diploma a mi orgullosa madre, la guapachosa Luisa Cardona y me refugié en lo que luego reconocería como un largo, azaroso y placentero aprendizaje en las artes, en aquello que las humanidades estudian. Pero como ya había sido contaminado por la pasión del saber, el cómo, cuándo, dónde y por qué el ser humano hace lo que hace, desde ese momento en adelante sería por siempre un artista dual, desdoblado e intervenido el que hace por el que observa ese quehacer, lo comenta, analiza y cuestiona.

Mi ya largo periplo por las artes donde he hecho aprendizajes en el dibujo, el grabado, la pintura, lo tridimensional en la instalación ambiental, el teatro, la danza, el cine, la televisión, la radio, la prensa escrita y la literatura, no ha sido un camino solitario. Y no me refiero al hecho de que disfruto y es imprescindible para gran parte de mi labor que sea realizado en equipo. No. Me refiero a esa particular pareja de baile, ese otro yo a quien a veces conduzco apretando vértebras en lo fino de su espalda y quien otras veces me arrebata en giros vertiginosos que me quitan el aliento y a quien rindo mi voluntad. La pareja del creador y el crítico, el que hace y el que da cuenta de lo hecho.

Ahora bien, esta danza de la creación está regida por un deseo de comunicación, de significar, no obstante cuan ambiguo sea el signo, cuan indiferenciado el destinatario. Quizás el más notable suceso que apunta este proceso sea lo que me sucedió apenas hace un mes en una gasolinera de Hato Rey mientras llenaba el tanque de mi guagua. Se me acerca una joven señora de unos treinta años, me reconoce, saluda y felicita por la reciente exposición Martorell D.F. en el Museo de las Américas. Me sorprende su insistencia en lo que ella señala como y cito: “lo que su trabajo, Maestro, y sus palabras, hacer de la desgracia gracia significan para gente como yo.” No resisto la tentación, so pena de indiscreción, de preguntarle a qué se refería al decir “gente como yo”. Me dice entonces mirándome con ojos donde brilla tanto la gracia como las gracias que ella es paciente de cáncer. Luego de despedirme y al montarme en la guagua y alejarme de mi nueva amiga, me percato de que sin conciencia de ello, pero ahora sí con pleno e ineludible conocimiento, mis compañeros de trabajo y yo le habíamos devuelto, aunque fuera en esa sola instancia al arte su poder de significar, de trascender, de volver a su originario sentido de transformar la realidad, de hacer de una cosa otra, de enmendar, sanar, curar. En un ambiente artístico enrarecido por el consumo desmedido y los precios exorbitantes más propios de la bolsa de valores que del mercado del arte, donde el valor estrictamente formal, estético, decorativo o el que avala la firma del artista bien cotizado es el criterio rector del arte, la declaración de mi nueva amiga adquiría una dimensión luminosa y esperanzadora. ¿No era ésta la mejor prueba de lo humano en el arte? ¿de la relación esencial entre productor, proceso, producto y receptor recreador? ¿entre el nosotros y ellos?

No puedo concluir este testimonio sin dar cuenta de que en todo este proceso de crear y creer, de mirar y ser mirado, de sentir, de hacer y ser sentido, el hecho de ser parte de un país cuestionado, cuestionable y cuestionador ha sido y es factor determinante en mi trabajo. La institución que me otorga este preciado galardón hoy en esta sala que lleva el nombre de José Campeche, primado de los pintores puertorriqueños, es la Fundación Puertorriqueña de la Humanidades. No es la Fundación Estadounidense de las Humanidades ni la Fundación Internacional de las Humanidades. Es la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades. Ese difícil gentilicio que mi hermano Luis Rafael Sánchez una vez señaló como atributo esencial de mi persona, no nació conmigo.

El lugar geográfico en nuestro caso no es suficiente razón de nación. No es el derecho de suelo ni el de sangre el que aquí convoco en esta significativa velada. Tampoco el derecho de lengua pues hay quienes nacidos y criados en Estados Unidos y cuyo lenguaje principal es el inglés, aún así se definen así mismos como puertorriqueños. En esencia no tiene este derecho tanto que ver con el derecho internacional que estudié en mi juventud como con el deseo convertido en voluntad, como con la duda y la confusión traducida en necesidad imperiosa de ser aún en lucha desigual frente a imperiales designios, ocupaciones militares e imperativos económicos.

Uno no nace puertorriqueño, o por lo menos yo no nací puertorriqueño pese a que nací aquí de padre y madre aquí nacidos. Nací y me criaron, educaron y configuraron para ser un buen estadounidense y esta noche confirmo el fracaso de ese proyecto.

Si soy humanista como ustedes proclaman es porque soy puertorriqueño y mi trabajo me ha costado, aunque debo constatar que la vocación humanista ha sido la mejor herramienta para asumir una conciencia de nación que en otros países y otros tiempos se da por sentado.

Sé que en esta época de tan cacareada globalización está de moda barrer debajo de la alfombra lo que algunos consideran “los viejos polvos del nacionalismo” ¡Ojo! Que los polvos bajo la alfombra al acumularse crecen montañosos bajo nuestros pies, entorpecen el descuidado paso y como diría mi querido amigo Tony Maldonado, pueden provocarnos una “caída de bruces y rompernos las narices”.

Sobrados ejemplos tenemos en Europa, Asia, Africa y en nuestra propia América. Que la comunidad internacional, es eso, inter nacional, no es supranacional ni subnacional, sino internacional, en paridad y respeto, no en subordinación. Si sueno político es porque lo soy. Soy puertorriqueño y eso de por sí es una posición política.

Les agradezco la paciencia con que han escuchado a este humanista puertorriqueño del año.

Muy buenas noches.
Antonio Martorell
lunes, 10 de diciembre 2007
Aceptación de la distinción Humanista del Año


Autor: Antonio Martorell
Publicado: 22 de septiembre de 2010.