Al son de la lata baila el chorizo: Estampas del comer boricua

¿Qué une a los puertorriqueños?
Introducción: Probando es como se guisa
Dos factores signan, desde el comienzo mismo de la nación puertorriqueña, la relación entre la comida y la gente en esta isla. El primero puede explicarse con una frase: lo que trajo el barco. El segundo, más complejo y difícil de aquilatar, está anclado en dos aspectos de la personalidad boricua; por un lado, la tendencia a la repetición hiperbólica de toda manifestación sociocultural, incluida la comida; por otro, la habilidad de los naturales para apropiarse de cualquier alimento que guste a su paladar y, en menos de lo que canta un gallo, sentirlo suyo y llamarlo “tradicional”.
Sabemos que es imposible precisar el año en que comenzó a existir una nación, pero la nuestra, a fuerza de tantos que niegan su existencia, ha construido un imaginario que abarca varios milenios, pues insiste en trazar sus orígenes nacionales con la primera oleada de población de la isla. Para ser justos con todas las teorías, digamos que la nación puertorriqueña se constituyó durante un periodo datado entre unos seis mil años atrás y el día de antes de ayer. Partiendo de la premisa de que la configuración de la nación puertorriqueña es un proceso continuo, un work in progress, un montaje eterno, un collage de afirmación patriótica, tenemos que ver el desarrollo de la cocina y la comida en Puerto Rico, y su injerencia en nuestra vida social y cultural, a la luz de ese proceso.
Nuestros hábitos alimentarios nos identifican y nos dan a conocer, nos remontan a un pasado y nos proyectan hacia un presente; pero, sobre todo, se han enraizado en nuestro hablar de manera que probablemente no pasa un día en nuestra vida en que -para describir alguna situación- no hagamos referencia a algo comestible.
Hablando de política, todos los comentaristas en la radio dicen: “arrimó la brasa a su sardina”; quejándose de cuán apretados viajaban en un vehículo, los mayores señalan: “íbamos como sardinas en lata”, y los más jóvenes corrigen: “íbamos como salchichas en lata” (cada cual ciñéndose a la realidad de lo que le tocó comer a su generación); y al entrar en ámbitos empresariales, a los ejecutivos no muy inteligentes los describimos cariñosamente como “ñames con corbata”.
En Puerto Rico, lo que comemos constituye, si no la principal, una de las más importantes señas de identidad; pero ésta se ha ido formando y conformando a lo largo del tiempo, no es estática ni lo será nunca, porque “probando es como se guisa”.
1. Del taíno en canoa a la canoa de plátano
Se supone que 4,000 años AC, algunos amerindios se acercaron por el oeste, quizás a la playas de Cabo Rojo, mientras que otros, venidos del sureste, llegaron, a lo mejor, a las de Ceiba. Adentrándose de un lado y del otro, todos (como les ha sucedido siempre a los que aquí llegan, al ver lo maravillosa que es la isla) decidieron quedarse, por lo cual celebraron festines de auto-bienvenida comiendo, probablemente, buruquenas y tórtolas… pues aún no habían aprendido a sembrar.
Muchos siglos después, la isla estaba poblada por taínos, esos míticos indígenas fundadores de la estirpe patria cuyas costumbres, nombres, vocabulario, toponimia y DNA se supone corren y discurren por la memoria atávica y las venas de todo verdadero borincano. Desde los primeros años escolares, a los aquí escolarizados se nos enseña lo que los historiadores han podido averiguar, o se han inventado, sobre los taínos. Así aprendimos que hace 500 años, ellos (al igual que todos los habitantes de la cuenca del Caribe) comían lo que podían cosechar o lo que recogían de árboles y arbustos; y, de paso, engullían prácticamente todo ser que se moviese y no envenenara.
Como primera capa étnica de la “puertorriqueñidad” y de nuestra identidad culinaria, estos indios nos legaron parte de su menú, y por muchos años los habitantes de la isla comieron como los indios: pargos, mojarras, manatíes sí (gusanos no); ostras, ajíes, batatas sí (iguanas no). Pero, sobre todo, nos legaron la yuca, descrita y mal dibujada en páginas y páginas de libros para niños: las taínas sembrándola, las tainitas cosechándola, los taínos comiéndola, los más listos fermentándola… y los guerreros haciendo veneno con ella. Nuestros antepasados amerindios, sin embargo, viajando los mares de América en sus canoas, ya habían traído y sembrado alimentos que los españoles, al llegar aquí, creyeron de la isla; hoy sabemos que no son autóctonos, como la piña, el maíz y las quenepas.
Desde los albores prehistóricos de nuestro quehacer culinario, tenemos alimentos que llegaron de otros lugares. Y si fuésemos a considerar la Historia como una disciplina que comienza con las crónicas de los más o menos alfabetizados, entonces, de nuestro orígenes “históricos” (cuando el encuentro de dos mundos) tenemos documentos que demuestran que los primeros habitantes europeos en Puerto Rico no fueron castellanos audaces ni andaluces entre cortina y cortina, sino los muy comibles cerdos y cabros ibéricos, que en 1505 Vicente Yáñez Pinzón soltó en la isla para que se fueran reproduciendo en lo que se asentaban aquí los españoles.
Vano empeño. Esos primeros cerdos, cuyas crías llamadas “lechones” son el icono por excelencia del comer tradicional boricua, y esos primeros cabros, que compiten con el ganado porcino por el gusto de muchos isleños, de seguro bajaron felices a tierra después de su cautiverio en alta mar, pero no duraron nada; al regresar los españoles no quedaba uno. Y las crónicas no recogen testimonio oral de algún indio taíno que atestiguara si su tribu los asó, con yuca por el lado, o simplemente se extinguieron.
Los españoles, sin embargo, volvieron a traer cerdos y cabros… y vacas y terneras y becerros y gallinas y gallos y toda la fauna comestible que, hoy por hoy, está insertada en la tradición culinaria puertorriqueña.
Pero quizás lo más importante que trajeron, lo que nos hermana en etnia porque nos tiñe, es la musa paradisíaca, que en buen español puertorriqueño pierde su poético nombre y se llama plátano; no banano, no plátano macho dominicano, sólo plátano, el que mancha, el que comemos hasta la saciedad asado o frito como tostón, y como mofongo cuando es verde; el que degustamos hervido y en lascas fritas, o en almíbar cuando está maduro. Ese emblemático plátano llega de Africa, supuestamente en 1516, seguido de muchos alimentos originarios de ese continente, que hoy día constituyen gran parte de nuestra cocina fundacional: el guineo, el ñame, la malanga, el quingambó, la guineita, el chícharo y el benemérito de la patria: el wandú o gandul, que a fuerza acompaña al arroz y al lechón en todas las Navidades.
Durante los primeros siglos de la conquista, el paladar de los habitantes de la isla de San Juan Bautista estuvo dispuesto a degustar todo lo que la Corona permitiese que entrase oficialmente, más todo lo que se pudo traer de contrabando, y que duplicaba por mucho las remesas lícitas.
Así, el menú boricua se amplió con la llegada de las palmas de coco de Islas Canarias; con el tomate, el chayote, el aguacate y el níspero de México; el mangó y el tamarindo de la India; la papa del Perú; el jengibre de Oceanía, vía México; el panapén del Pacífico y, en el siglo XVIII, un alimento clave de nuestra mesa y el que más raigambre nos daría internacionalmente: el café.
Al plátano maduro cocido entero, y luego abierto por el medio y relleno de carne o pollo, se le llama hoy día “canoa” en la cafeterías, conservando así -sin proponérselo- su vegetal memoria de allende los mares. Los boricuas todavía decimos “eso fue lo que trajo el barco”, cuando apuntamos a lo que hay en vez de lo que uno quisiera que hubiera, algo que hemos hecho desde siempre, pues como isla recibimos alimentos de muchas partes del mundo. Nuestra identidad culinaria comenzó con una mezcla de flora y fauna comestible, lo que había, y se amplió con alimentos (que llegaron a lo largo de los siglos en canoas, carabelas, veleros, bergantines…) que todos hicimos nuestros, a fuerza de gusto.
2. A mí plin y a la Madama dulce ’e coco
“Sopa puertorriqueña, sopa española, sopa francesa, turca, alemana, rusa; sopa de ajiaco del monte o de ajiaco de Cartagena; sopa de pescado o de tortuga de la Isla de Mona.” El Cocinero Puerto-Riqueño, libro impreso por vez primera a mediados del siglo XIX, es testigo y parte de la diversidad amplísima, abarcadora, de la cocina en Puerto Rico.
En ese siglo de inmigraciones y persecuciones, de fundaciones de pueblos y ciudades, y del exilio obligado de tantos y tantas boricuas, aparece en 1849 un libro de recetas que, como casi todos los primeros que se imprimen en los países, intenta recoger lo común de la cocina a lo largo y ancho del terruño. Con un libro así, ¿podemos imaginar que los comerciantes españoles, conservadores e incondicionales, al regresar de una caldeada sesión política, cenarían “olla complicada a la española”, “pichones a la catalana”, “arroz a la valenciana” y “turrón de Alicante”? ¿Y que los autonomistas, patriotas, liberales y antimonárquicos, salidos de la misma reunión, se darían su banquete con “carnero verde puertorriqueño”, “lengua a la criolla”, “pastel de arroz al gusto del país” y “dulce de guanábana en almíbar”? ¿O sería viceversa?
La realidad es que a lo largo de nuestra historia, los puertorriqueños hemos ido desarrollando un menú tan amplio como el mundo que nos habita, y este libro resulta insustituible para identificar la amplísima gama de platos que solían cocinar en las casas de los tatarabuelos, porque incluye desde las comidas más sencillas (que eran ciertamente las de la mesa criolla de diario) hasta los manjares más elaborados (que sólo se servirían en las mesas de los muy acomodados).
Enmarcado en ese afán de modernidad con que los occidentales del siglo XIX quisieron organizar el mundo para mejor vivir, este recetario, que indica en su subtítulo que está hecho “conforme a los preceptos de la química y la higiene y a las circunstancias especiales del clima y de las costumbres puerto-riqueñas”, establece, entre otras reglas, cuánto pueden durar las carnes en verano o invierno en esa época pre-calentamiento global y pre-congelador, en los tres estados de “fresca, frita y salada”. Evitando el contacto con “aire, calor, humedad y la mosca”, advierte su autor, un conejo salado, en el invierno puertorriqueño, puede durar 12 días sin dañarse; una vaca frita, 15 días; y un pollo frito, 16 días.
Pero este Cocinero, además de mostrarnos la vasta gama de recetas en boga, nos señala algunas constantes del gusto isleño, pues incluye alimentos y platillos que cien años después todavía reconocemos como “boricuas”: arroz con pollo, sopa de casabe, mofongo criollo, morcillas, batatas fritas, arroz blanco criollo, tortilla de bacalao, ternera con papas, mondongo criollo, longaniza del país…
También apunta a una gran pérdida: las delicias de postres puertorriqueños, la mayor parte de los cuales se han esfumado no sólo de la mesa, sino de la memoria de muchos de los que cocinan. Casi una cuarta parte del texto está dedicado a pudines y buñuelos, a “dulces de caprichos y ponches, cremas, tortas, rosquetes y frutas en almíbar; bienmesabe, dulce de jícama, alegrías de maíz y merengues de almendra”.
Pero algunos dulces sobreviven. Se sabe que fueron mayormente las mujeres negras, esclavas o libertas, las grandes hacedoras de los postres puertorriqueños populares; y que a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX los vendían en los puestos de los mercados, o voceándolos por las calles. Muchos estaban hechos a base de frutas del país pero, sobre todo, de coco, esa fruta ya tan nuestra que ha invadido para siempre la imagen que tenemos de las fronteras de nuestra isla, pues no podemos pensar una playa de Puerto Rico sin visualizar una palma cocotera. Todavía en algunas áreas costeras, la gente que sabe, hace y vende por la libre -sin permisos ni licencias- dulces de coco y canela, tortas de coco y alegrías de coco.
Incluso, cuando tomamos la decisión de hacer algo y no nos importa mucho que venga luego un regaño, alzando los hombros y embembando la boca decimos: “a mí plin y a la madama dulce ‘e coco”, rememorando, sin darnos cuenta, el espacio que antaño ocupaban las madamas dulceras de Puerto Rico.
3. Echale maíz al pavo, que yo le echaré a mi pava, azúcar, canela y clavo
Contrario a lo que se podría pensar, no es cierto que el pavo se popularizó en la mesa puertorriqueña con la llegada de funcionarios estadounidenses y su celebración del Día de Acción de Gracias. Muchos españoles, al igual que otros grupos europeos, solían comer pavo relleno, o ganso asado, en Nochebuena; y ya en las recetas decimonónicas de Puerto Rico aparece una versión de pavo relleno “a lo criollo”. Además, en ciudades costeras como Ponce y Mayagüez, a donde fue llegando durante el siglo XIX un gran número de extranjeros, los habitantes se habían ido acostumbrando a una pluralidad de platillos que los cónsules, comerciantes y hacendados holandeses, franceses, estadounidenses, venezolanos, ingleses y daneses, allí avecindados, confeccionaban y obsequiaban a sus vecinos y socios.
El cambio de soberanía, en 1898, no cambió de un día para otro el menú boricua. Por décadas continuaron en manos de españoles muchas casas de importación que, al menos, siguieron trayendo de la península todo lo que de allí necesitábamos para componer la buena mesa puertorriqueña, tal como se había ido configurando. Hasta hace poco, el aceite de oliva para freir y aderezar; los dátiles y turrones para el postre; el brandy y el vino de jerez para un jolgorio; y las sardinas y el bacalao para la vida misma, siguieron llegando a la isla -mayormente- desde España. Con el tiempo, sin embargo, las comidas llamadas “americanas” comenzaron a incorporarse a nuestro menú, y nosotros a adaptarlas a nuestro gusto.
Lo que sí cambió casi desde el principio, por razones culturales, fue la manera de comer, el concepto de meriendas, el tiempo destinado al almuerzo y su digestión, el horario de la cena. “La comida descansada y la cena paseada” era el lema mediterráneo adaptado por los españoles al trópico antillano, para sobrellevar el bochorno del mediodía y aprovechar el frescor de la noche. Pero nada que ver con el tajante sistema estadounidense, de corte quizás calvinista, quizás meridional, de ser emprendedor para triunfar en la vida, aprovechando al máximo las horas de luz y acostándose con las gallinas (mejor dicho, a la misma hora que éstas). Así se redujo, poco a poco, el lánguido período de cuatro horas de almuerzo y siesta a los 60 minutos del mediodía, marcados por reloj, con que cuenta hoy la mayor parte de los empleados para salir al sol, engullir algún alimento y volver corriendo a su oficina o taller.
La concepción de mundo estadounidense, y el proyecto de colonización en los albores del siglo XX, enlazó con el dictum de “mente sana en cuerpo sano”. Y nada curaba mejor a los vulnerables hijos de las Antillas, aquejados por “enfermedades tropicales”, que la “sana alimentación”, según se establecía con los descubrimientos científicos que evidenciaban las cualidades benéficas de unos y otros alimentos, sus valores calóricos, los minerales y vitaminas presentes en cada fruta, cada corte de carne, cada pescado, cada legumbre y cada huevo.
Pasada la hambruna de la Era de la Depresión, además del factor político de nuestra estrecha y apretada relación con la Metrópolis, diversos aspectos económicos y sociales causarán cambios fundamentales en los hábitos alimentarios del puertorriqueño. Entre éstos, los periódicos con sus recetas, ahora accesibles a todo el mundo; el comienzo de la publicidad masiva en torno a marcas y alimentos específicos, que servirá de acicate y establecerá, de paso, lo que es el buen comer; y, sobre todo, el desarrollo paulatino del Departamento de Economía Doméstica de la Universidad de Puerto Rico, que será determinante en el derrotero de la alimentación puertorriqueña en la segunda mitad del siglo XX.
Precisamente, serán tres profesoras del programa de Economía Doméstica quienes lancen, en 1950, un libro emblemático de la cocina puertorriqueña: Cocine a gusto. Berta Cabanillas, Carmen Ginorio y Carmen Quirós suscriben la publicación, pero todo el mundo lo conoce como “el libro de Berta Cabanillas”.
Fiel a la formación y vocación de sus autoras, el texto comienza con la consideración general de que la cocina es “el laboratorio del hogar donde se preparan alimentos para la familia”, dejando establecido -en un dos por tres- la importancia de la higiene en el hogar moderno y aséptico, y el concepto de confeccionar las comidas como proceso químico. Todo apunta a la posibilidad de que, desde entonces, cualquier mujer, siguiendo metódicamente las medidas ofrecidas, cortando tal como se explica el cerdo, la vaca o la ternera, y horneando a la temperatura indicada el puré, el pollo o el pavo, podrá, con éxito, alimentar bien a su familia y ser una ama de casa completa.
Interesantemente, la democratización de los secretos culinarios viene acompañada de una admonición que incide en la propia hechura del área de cocina, en su arquitectura y su ensamblaje. Para asegurarse de preservar la salud en ese laboratorio del hogar, todo tiene que estar aseado y, por tanto, los muebles deben ser “de materiales fáciles de limpiar, de diseños sencillos, sin rincones oscuros e inaccesibles que puedan servir de escondrijo” para las alimañas. El alimentarse correctamente conlleva confeccionar comidas correctamente, y esto implica salir de los pesados muebles de madera, oscuros, elaborados, acaso todavía victorianos, y abrazar de lleno lo moderno, al estilo de las maderas rubias danesas o de los ingeniosos muebles de cocina forrados -a mediados del siglo- con esa nueva maravilla, brillante y seductora, llamada por su nombre de fábrica: Formica.
Al igual que el Cocinero de 100 años antes, este texto contiene capítulos dedicados a las sopas, las aves, los pescados y las legumbres, pero naturalmente omite lo que ya no se cocina, como el zorzal, y añade elementos desconocido en el siglo XIX, como los emparedados, que han de preparase con “pan especial” y, si se van a servir como entremeses en una fiesta, han de cortarse en cuadros o triángulos para verse mejor.
Si bien es cierto que todas las facetas de la cultura de un pueblo están entrelazadas, la identidad culinaria de Puerto Rico en el complejo mundo de la posguerra reflejó la multiplicidad de factores que determinaron cómo y qué se comía, así como los nuevos modos de socializar y hasta el lugar donde se iba a vivir.
Uno de los aspectos más importantes del desarrollo económico del nuevo Puerto Rico, que dejará huella en la cocina boricua, será la mudanza de los citadinos de los cascos de los pueblos y ciudades a las urbanizaciones periféricas. En el ámbito del hogar, para la clase media que va en aumento vertiginoso, esto implica que ya la familia no almorzará junta, pues los padres no trabajarán cerca de los hogares, como solía ser. Igualmente, para las familias trabajadoras cuyos padres y madres no hayan emigrado, laborar en las fábricas los aleja de los talleres de oficio cerca del hogar. Surgirán entonces cientos de pequeñas cafeterías cercanas a las áreas de trabajo y, con el tiempo, serán cafeterías móviles, instaladas en pequeñas guagüitas que se desplazarán tras las obras en construcción y frente a las nuevas fábricas, proveyendo a empleados y administradores la comida que antes preparaban sus esposas, madres o hermanas.
Mientras, en las casas, los almuerzos se volverán más frugales y, para estupor de la gente de buen diente y alegría de los jóvenes, llegarán a los recién estrenados supermercados alimentos congelados, que con sólo ser colocados media hora en el horno, proveerán una comida completa a los escolares hambrientos de la clase media: papas majadas a lo americano, pollo frito empanado a lo americano, y guisantes sin sabor, a lo americano. Para acompañar ese festín, los niños también se salvarán de tener que exprimir chinas, pues han llegado también los refrescos congelados: añada agua… y ya.
La movida a la casa individual en la urbanización traerá consigo la costumbre de utilizar terrazas abiertas y patios donde entretener a las amistades, novedoso concepto que se había visto en películas de ingleses en Africa o franceses en Indochina, pero que la mayoría de los puertorriqueños no practicaba. Otra idea innovadora y liberadora en cuanto a los roles de los alimentadores en el hogar llegará de Estados Unidos, cuando se popularizan las barbacoas, que tocará a los maridos encender con gran pompa; serán ellos también quienes tendrán que aprender a asar carnes, longanizas, hot dogs y hamburguesas; la comida estadounidense llegó para quedarse…
Por su parte, los periódicos y revistas del conglomerado de comunicación masiva que estalla a mediados de siglo pasado, ofrecerán, página tras página, recetas que anuncian al mundo el grado de refinamiento al que hemos llegado en la modernidad tardía: “pollo condimentado sobre waffles”, recomiendan en un ejemplar del Alma Latina, de 1956; “bizcocho loco con azucarado rosado”, aconsejan para el Día de los Padres en El Mundo, de 1959.
La publicidad, también masiva, y ahora metida en la vida cotidiana no sólo desde los diarios y la radio, sino a través de la televisión y desde letreros gigantescos colocados a los lados de las carreteras, anuncia, por ejemplo, que todo el país debe disfrutar de las bondades del polvo de chocolate fortificado con minerales marca Kresto, que disuelto junto con la leche en polvo Denia, convertirá a su enclenque hijo en un verdadero Tarzán. Y ahora también llegarán enlatadas las frutas, las salsas, los granos, para que usted jamás tenga que volver a ponerlos a ablandar en un plato con agua, de un día para otro. La mayonesa se venderá en frascos, y mil y un alimentos más llegarán precocidos, prehechos y precoces, para que usted no vuelva a tener que prepararlos, para que usted descanse, para que usted se olvide…
Entonces, el tiempo de la cocina se corta por la mitad, y usted lo puede utilizar para otra cosa, digamos para estudiar de noche y conseguir su diploma de escuela superior, o para sentarse a ver programas de televisión que cambiarán sus maneras de vestir, de asearse, de decorar y hasta de comer, aunque no podrá desarraigarse del todo de la cocina criolla; aún no. Todavía, en ocasiones especiales, se cocina el pavo con un relleno de picadillo de carne y, tal como aparece en el Cocinero, se sazona con aceite, ajo, almendras, azafrán, clavo y canela. La cocina tradicional, en cierto modo, se resiste al exterminio.
4. La sazón de abuela, sazón que en el mundo no tiene com-pa-ración
En 1964, dos jovencitas menores de edad viajaban sin acompañantes, y cada una por su cuenta, a Nueva York. Una iba a encontrarse con familiares de la isla para visitar la Feria Mundial; otra era enviada a pasar el verano con los abuelos, que se habían mudado allá 20 años antes.
La aerolínea las colocó juntas en una ristra de tres asientos. A la nena que iba a ver a los abuelos, le tocó ventana; a la otra, pasillo. Sin embargo, como el avión iba medio vacío, el asiento entremedio de ambas pronto le fue “cedido” a una gruesa bolsa de papel, de más de un metro de largo (aquellas que se usaban para envasar el polvo de cemento con que la isla caminaba hacia el “progreso”), donde la nena de la ventana, cual caperucita boricua, transportaba tres docenas de enormes jueyes rellenos, de azulados carapachos, para obsequiar a la parentela.
El “sutil” cargamento de jueyes tiene su explicación en la crónica de las mandíbulas boricuas. Por siglos, los marineros y viajantes sentenciaban “no te embarques sin galletas”, cuando abordaban los barcos para dirigirse a las islas. Las galletas duraban más que todo, porque hasta las carnes saladas amargaban a cualquiera transcurridos varios días de navegación. Y, a falta de galletas, buenos son los jueyes…
Fieles a esta tradición, los boricuas nos acostumbramos a embarcarnos en lo que sea con algo de comer, y cuando comenzamos a abordar los “modernos aviones” la costumbre no quedó atrás. Hasta en el aire cargábamos con comida, sobre todo para llevar -a los que se habían mudado al norte- lo que “no había allá”: pasteles y pitorro en Navidad; frutas según la estación; plátanos en almíbar para el cumpleaños de la madrina; harina de café, siempre; y, ¿por qué no?, aromáticos jueyes para un festín veraniego.
No obstante, aquellos afortunados que comienzan a viajar en primera clase, en la década de 1960, no tendrán que cargar comestibles (o quizás no había espacio) porque su boleto les permitía montarse en un pequeño y coqueto jet, a bordo del cual se servían sandwichitos y tragos rumbo a Nueva York. Una vez allí se hacía la conexión para abordar, digamos, el Jet Clipper de Pan American Airways, que partía hacia París. La comida era de Maxim´s, y se ofrecía a la carta en un bello menú impreso para la ocasión, sin que faltara en la mesita un delicado florerito de porcelana de Bavaria. Les hors d’oeuvre incluían canapés y caviar, les entrées ofrecían langosta termidor y perdices del Himalaya. Treinta años antes, los pasajeros a bordo del Coamo, en primera o segunda, aprendían también a comer, por vez primera, platillos internacionales que no se servían en los restaurantes de la isla, porque sencillamente apenas había lugares de comida extranjera.
Pero con la industrialización, se consideró importante atraer al turismo, sobre todo de Estados Unidos, y aquel turista estadounidense, a diferencia del de ahora, viajaba para cambiar de identidad y experimentar otras culturas, otros olores, otros sabores; lo internacional era sinónimo de exótico y folclórico, y eso había que ofrecer.
En los 1950s, en las ciudades del país había uno que otro restaurante español “de los auténticos”; se destacaba La Mallorquina, fundada a mediados del siglo XIX, en el Viejo San Juan, que hasta hoy sigue en funciones y figura en las crónicas gastronómicas del Nuevo Mundo como el decano de sus restaurantes. En el área oeste y sur abundaban pastelerías que hasta fines de siglo confeccionaron dulces franceses; y en el este cafeterías y fondas con cocineras de la “tercera edad”, que quizás todavía guisaban como sus abuelas. En la Capital sólo existía un restaurante chino, cuyos clientes eran mayormente puertorriqueños pudientes y ejecutivos americanos que habían aprendido las bondades de la mesa oriental; y una pastelería suiza recién estrenada, que eventualmente expandió operaciones y se convirtió en restaurante.
Esta multiplicidad de comidas provenientes de todos los continentes, y que ahora disfrutamos por doquier en Puerto Rico, llegó con los cambios políticos que trastrocaron al mundo en la era de la descolonización. De pronto, las panaderías y bomboneras -que habían ido mermando- se multiplicaron con la llegada de los españoles-cubanos tras la revolución de 1959 en la hermana Antilla. Por primera vez los puertorriqueños probamos sándwiches en pan de agua (que comenzó a llamarse pan criollo), consistentes en una estupenda reiteración colesterólica porcina: jamón con pernil, más mayonesa, pepinillo y queso suizo; hasta la fecha, y dependiendo del color del queso con que nos obstinemos, escuchamos que quien maneja la orden grita destempladamente “cubano con americano” o “cubano con suizo”, promulgando así nuestra internacionalización en el diario comer.
Al finalizar los 60 y comenzar los 70, habíamos incorporado manjares de casi toda América, desde salmones de Alaska servidos en restaurantes americanos, hasta frijoles a lo brasileño servidos en hoteles. Del cono sur, sin embargo, poca gente había emigrado, y sólo contábamos con un restaurante argentino; hasta que un 11 de septiembre de 1973 mataron a Salvador Allende, y de las represiones más o menos coincidentes en Chile, Argentina y Uruguay -sumadas a un sinnúmero de procesos socioeconómicos- surgió un considerable éxodo.
Algunos se asentaron aquí y fueron abriendo “comivetes”, en los que en vez de pastelillos vendían algo parecido, pero más grande, llamado empanadillas o empanadas. Los boricuas, inmediatamente, las adoptamos, las rellenamos con una zambumbia gelatinosa de queso y salsa, e instituimos para siempre ese engendro conocido como empanadillas “de pizza”, un desayuno perfecto para los que tienen prisa. Otros emigrados de las “pampas”, con espíritu muy emprendedor, montaron restaurantes formales que hicieron del churrasco el príncipe y de la parrillada la reina (indiscutible soberana en el reino de los carnívoros). Por añadidura, la expresión “salsa chimichurri” entró al vocabulario boricua con la naturalidad con que ya decíamos “cornfleiks”.
También en los 70, en una calle escondida del área de tienditas en esa ciudad sin alcalde conocida como Río Piedras, abrió su puerta, porque sólo tenía una, un local donde un hombre y sus hijos servían la comida, mientras esposa e hijas miraban furtivamente desde la cocina. Con las paredes forradas de carteles que aludían a la liberación de Palestina, y con mozos que cojeaban y desaparecían después de 10 meses para ser reemplazados por otros similares, el primer restaurante árabe de la ciudad universitaria nos introdujo al mundo inimaginado del carnero, del humus, de los dulces de hojaldre, almendra y miel. Por aquellos días, el menú diario de muchos dominicanos que habían ido llegando a lo largo del decenio incluía delicias como el arroz con fideos (pues la presencia de libaneses y turcos era común en todo el Caribe), pero la apertura en Puerto Rico de restaurantes con comida del Medio Oriente resultó una exquisita novedad.
Complementariamente, el mundo culinario internacional, muy enfocado hacia el turismo, necesitaba, además de lo sólido, lo líquido; era menester que las bebidas refrescantes o embriagantes se presentaran no sólo en finos vasos de cristal, sino disfrazadas como tragos exóticos. Cuando comenzó en grande nuestra industria turística, el mundo parecía todo nuevo, y la gente joven y moderna quería beber bebidas modernas. Hacer highballs y cocktails era lo que tenían que aprender los bartenders. Todavía había una docena de fabricantes de rones en la isla, que habían ganado medallas en exposiciones internacionales decimonónicas; pero ahora urgía la necesidad de reinventarse y rediseñar etiquetas para poder venderse al turismo. Rum sour, rum old-fashioned, rum julep y rum collins fueron algunas respuestas boricuas a los tragos de Estados Unidos. Para mezclar -pues esos tragos se mezclaban- se usaban refrescos de soda y agua de soda. De modo que las horchatas y aguas de frutas pasaron a ser cosa de viejecitas, y desaparecían de las mesas criollas arrasadas por la emperatriz de los refrescos: Coca Cola, a cuya zaga corrían Pepsi Cola, Royal Crown Cola, la chinita PAL, la uvita Old Colony y una bebida dulce y perfecta, de producción boricua, que embotellada por la Santurce Soda Water o la Arecibo Soda Water, ostentaba un afrancesado apellido: la “cola champagne”.
Las cervezas, sobre todo India y Corona, no se quedaban atrás; y competían ferozmente por el gusto del público turista y del público criollo frente a la Miller, la Pabst Blue Ribbon y otra decena de productos de importación.
Pero los promotores turísticos insistían en que, fueran producidas aquí o viniesen del exterior, a las bebidas había que servirlas con exotismo, con sombrillitas de papel de la China y removedores de plástico con el logo de cada hotel. ¡Y había que entretener a los turistas, para que consumieran! Así fue que nos inventamos trajes “típicos” para bailes de jíbaros, los mismos hombres y mujeres que se estaban yendo por miles del país, y que no querían saber nada de camisas blancas de algodón ordinario, ni de faldas multicolores y blusas con encajes tristes, tan ajenas a la ropa moderna que vestía la gente en Nueva York o Chicago.
Más aún. Buscando mayores profundidades folclóricas, se establecieron grupos de bailarines que “redescubrieron” las faldas blancas y los pañuelos en la cabeza de las negras esclavas de las haciendas, y adoptaron la representación de Puerto Rico al son de bomba y plena. El espectáculo, por supuesto, causó gran disgusto entre aquellos de la clase media que querían olvidarse de sus orígenes negros, insistiendo en blanquearse hasta más no poder y estirarse hasta el último pelo rizo.
La cosa estaba como al revés. Mientras casi todas las puertorriqueñas trataban de parecerse a las estrellas de cine (Ava Gardner, María Félix o nuestra boricua versión, Marta Romero) la promoción turística impulsaba un estereotipo de mujer centroamericana, ¡justo cuando estábamos alcanzando la vitrina del progreso y nos sentíamos muy cerca de olvidar nuestro pasado pobre y agrícola! Bueno, ni tanto, porque a la hora de comer comida de verdad, la mayoría de los boricuas, hombres o mujeres, allá en los niuyores o acá, en casa de la familia, la sazón de abuela (asociada en el imaginario puertorriqueño con el mundo jíbaro de campo adentro) no tenía comparación. Ningún roast beef le llegaba a los tobillos a una carne guisá; ningún pie de manzana competía con el tembleque; y ningún pavo con gravy y cranberry le llegaba a la pechuga de otro relleno -todavía- con picadillo, nueces, pasas y clavos…
5. Hablemos francamente…
En Puerto Rico, la comida nos convida no sólo a saciar el hambre, sino a comunicarnos y a entretenernos. No hay situación, relato, intercambio de ideas, sorpresa, susto o crítica, que no cuente con un salpicón de referencias alimentarias. El progreso de los 60s, en su versión de importación pantagruélica, trajo barcos atestados de furgones en los que viajaba el granito de arroz Sello Rojo. Tanto viajó que quedó arraigado en nuestra lengua: “estás como el arroz blanco, en todas partes”. En la misma línea, las personas asesinadas con arma blanca terminan “picadas como pasteles”, y no falta el toque romántico y machista, cuando las mujeres debemos soportar uno de los piropos más trillados: “¡Qué bombón, y yo con diabetes” (aunque rinde cierta justicia a nuestro alto consumo de almidones y azúcares).
Lo óptimo en el gusto criollo aún se debate entre lo arcaico de las primeros años de la colonia, bajo España, y lo arcaico de los primeros años de la colonia, bajo Estados Unidos. Hablando del más favorecido decimos “al que nace para mofongo, del cielo le caen los plátanos”. Pero igualmente, al hablar del que jura que es mejor que los demás, expresamos que “se cree la última Coca Cola en el desierto”.
Y, como en el resto del mundo pero más aún que en el resto del mundo, el gusto boricua se atemperó a la incursión masiva de los puestos de comida rápida, que en los 80s y 90s erradicaron para siempre la necesidad de cocinar a diario. Fueron tantos los locales de fast food que se incorporaron a los barrios y pueblos del país, y lo hicieron tan rápido, que quedaron obsoletos los letreros de las calles y los marcadores de kilómetros y hectómetros en la ruralía. ¿Por qué?, porque ahora se utilizan estas referencias direccionales: “tú vas por la carretera, pasas la luz en una cuestita y enseguida te encuentras un McDonald; vira por ahí; entonces cuenta tres bocacalles y en la próxima, no del lado del Burguer King, sino del Taco Maker, por ahí sigues derecho…”.
Para mal o para bien, la comida precocida, envasada en recipientes desechables y servida con juguetes para calmar a los niños hambrientos es la panacea para las familias asalariadas. En los hogares en Puerto Rico, la mayoría de las mujeres adultas trabajan afuera, y gracias a la llegada del pollo frito a lo Kentucky, del arroz chino, de los combos agrandados de lo que sea que tenga grasa y esté empacado, desde el mismo auto se compra el desayuno o la cena para alimentar la cría. ¿Alimentarlos? Bueno, yo sé que dijeron que si el estrógeno que le dan a los pollos está haciendo que las nenas se desarrollen antes pero.. ¡ay no!, en mi familia todas nos desarrollamos bien pero que bien jovencitas. ¿El nene?, sí está gordito, pero es que él muere por la pizza, aunque por lo menos la come con pepperoni, que es carne. ¿Y el chiquito?, ése lo único que come es chiquentenders, pues… ¿qué se le va a hacer? ¡Cuando uno ve lo flacos que están los niños en esos países por allá…!
¿Qué tenemos al comienzo del nuevo milenio? Una industria de restaurantes, hoteles, paradores y fondas que se ha desarrollado masivamente y ha cambiado profundamente nuestra relación con los alimentos, ampliándonos de modo extraordinario las opciones de comida y marcando de modo singular el paladar boricua. Sin pudor alguno, la nueva cocina “criolla” incorpora menús de todas partes del mundo, y simultáneamente reinterpreta los platos tradicionales del país.
Como corolario, cientos de jóvenes de ambos sexos estudian ahora -seriamente- el oficio de chef, y caminan por las calles de pueblos y ciudades muy orondos, ataviados con sus uniformes de blancas camisas sueltas y pantaloncitos de minúsculos cuadros negros y blancos. No es para menos, porque nunca antes en Puerto Rico (como ocurre en varios mercados del exterior) el hecho de procesar alimentos había abierto tantas oportunidades de trabajo.
Y tenemos también una industria gigantesca de venta al por mayor de licores, vinos y cervezas, que auspicia todo tipo de eventos (desde los de música clásica en centros culturales hasta los de música alterna en festivales playeros) instando -moderación más, moderación menos- a que todos consumamos. Y nosotros, puertorros obedientes, a consumir, que “a beber, a beber, a beber hemos venido”.
Ciertamente. Como si fuera un imperativo de identidad y un rito de iniciación, los y las adolescentes aspiran a que llegue su cumpleaños número 18, no para poder votar por sus líderes, sino para poder entrar en los pubs y celebrar con “el corillo”. En las casas, por su parte, todo el mundo que puede instala una vinera o construye “una cavita”, mientras la prensa dedica generosas páginas para informar y educar a los boricuas en torno a las bondades del legendario vino; obviamente, no faltan expertos catadores o sommeliers (muchos de ellos totalmente autoproclamados), que por una bonificación ofrecen seminarios para aprender a descorchar, dejar respirar, apreciar el bouquet, mover, contemplar la lágrima y saborear lo más preciado del cargamento vinícola que nos trajo el barco.
Casi al final de este ejercicio, cabe preguntarse lo que quizás no tiene respuesta: ¿qué nos identifica hoy día, culinariamente, de modo singular?
Por centurias hemos bailado, como los chorizos, al son de la lata en la que estamos empacados; por tanto, ¿cuál es la seña inequívoca de comer en puertorriqueño?, ¿la nueva cosecha de platos “criollos gourmet” servidos en restaurantes donde una ración de tostones cuesta $15 porque les han untado encima un suspiro de caviar?, ¿ir a la cafetería que añadió a su menú las batidas con yogurt porque eso sí es saludable, y no como las sodas, que sirven hasta para limpiar los polos de las baterías en los carros?, ¿comer en el chinchorro, frente a un manglar, donde probablemente cocinaron los bisabuelos de los actuales cocineros, que tiene la olla de freír más grande y prieta que jamás se vio, y sobre la cual se secan al aire, ensartadas, las frituras más emblemáticas del antaño boricua: los bacalaitos?, ¿podría ser nuestro símbolo el pavochón, ese híbrido de creación reciente que incorporamos creativamente a nuestra mesa, escogiendo comer un pavo relleno pero adobado como cerdo, cuando por fin -unos 80 años después de la llegada de los estadounidenses- adoptamos la rigurosa observación del “Día del Pavo”?, ¿y no será acaso la cena ritual de la víspera navideña la más representativa de la mesa boricua contemporánea, cuando a cada puerco le llega su Nochebuena; cuando aún, de entremeses, servimos morcillas y cuajito; con ese lechón escoltado por arroz con gandules y guisado con trocitos de tocino, para espanto de nuestros parientes recién conversos al vegetarianismo?, ¿o ninguna de las anteriores?
En verdad, si realmente lo analizamos con objetividad académica, con ojo clínico, con noción semántica y con el corazón en la mano, existe un solo factor culinario que nos identifica como nación. Me refiero al “matrimonio perfecto” de aquellos anuncios que se remontan a 1960, aquellos de Sello Rojo, cuando el arrocito blanco se casaba con la habichuela colorá. Seamos francos. Para hablar claro, bien claro, en este país no se habla en mofongo, ni en bacalao, ni en pitorro, ni en mabí, ni en mamey… Quien sea realmente puertorriqueño tiene que hablar “en arroz y habichuelas”. ¡Buen provecho!
Autor: Magali García Ramis
Publicado: 28 de septiembre de 2010.