
Portada Puerto Rico en el mundo
La noche que Zuleyka Rivera se coronó quinta Miss Universe, se encontró el cuerpo quemado de una mujer en el baúl de un automóvil abandonado en un barrio de Carolina. En un principio, los detectives pensaron que se trataba de una mujer reportada secuestrada en tempranas horas de la mañana. “Te vienes conmigo o mato a ese carbón que está a tu lado” sentenció el hombre al descubrir a su “compañera sentimental” hablando con un amigo. Más tarde la policía informaría que el cuerpo quemado no era el de la secuestrada, sana y salva en “su hogar”.
En el noticiero de la noche, el implacable y voraz lente captó el esplendor del tecno-cuerpo de la belleza universal. También se regodeó por el otro cuerpo reducido a cenizas, todavía sin identificar, y nos convirtió en testigos de la resurrección del cuerpo secuestrado, una mujer obesa a sus veinte y tantos años. Inspirados por el triunfo de Zuleyka, muy pocos puertorriqueños ponderarían la vida —o no vida— de las otras dos mujeres, residuos molestosos de una sociedad que valora “lo bello” y vive obsesionada con la seguridad personal. ¿Qué suerte sino el olvido, le podría deparar la vida a quienes no pueden convertirse en personas exitosas?
En el mundo contemporáneo, el individuo debe asumir la liquidez de las instituciones que antes aseguraban su bienestar personal y su pertenencia en una colectividad. Contrario a la sociedad moderna e industrial, centrada en el trabajo y la vida en comunidad, la sobremodernidad se erige sobre el inmenso poder que tienen las tecnologías digitales y la biotecnología en la producción de cuerpos y subjetividades light. La persona debe hacerse responsable de su propia suerte en un medio que lo reclama en su función de consumidor. Un consumidor que fácilmente pasa a ser producto en venta. Según Paula Sibilia, en la sociedad contemporánea “se observa cierto desplazamiento de las referencias: los sujetos se definen menos en función del Estado nacional como territorio geopolítico en el cual nacieron o residen, y más en virtud de sus relaciones con las corporaciones del mercado global, tanto aquellas cuyos productos y servicios cada uno consume, como aquellas a las cuales uno vende sus propios servicios”. (2005:35)

El rey y la reina: confesiones de una fan
Los otros, los que no pueden educarse en las artes del consumo —y de la deuda— o transformarse en productos mercadeables —la mujer noticia, el predicador telemático a lo Rodolfo Font, el participante de Objetivo Fama— no son necesarios. Están quedaos o simplemente son redundantes. El consumo, ya sea en Plaza Las Américas o en Disney World, en el concierto de la mega estrella en el Choliseo o en la Internet, es señal de pertenencia, por muy virtual y temporal que ésta sea. Como sugiere Zygmunt Bauman en su libro Vidas desperdiciadas, los consumidores defectuosos o fallidos generan sospecha y se corren el riesgo de ser declarados criminales, como pasa con los “inmigrantes ilegales” y las poblaciones desplazadas por las guerras (Barman 2005). En un país donde legisladores se pasean con presuntos narcotraficantes y el robo de armas en el Cuartel General de la Policía es un inside job, otra lógica perversa se apodera de almas y cuerpos: ser criminal para garantizar el éxito.
De cara a ese destino posible, la reina del concurso de belleza es fiel al ejemplo de una singularidad exitosa. Tómese como ejemplo los comentarios de missiólogos y entrenadores sobre la trayectoria de Zuleyka Rivera (El Nuevo Día, 23 de julio de 2006, pp. 86-88). A los diez años sus padres la inscribieron en una escuela de modelaje y dos años después comenzó a competir en concursos de belleza, quedando primera finalista de Miss Puerto Rico Teen a los trece años. Antes de su quinceañero había logrado su primera portada como modelo en una revista local mercadeada en Estados Unidos y América Latina. Luego de ganar el cetro de Miss Puerto Rico, pospuso sus estudios universitarios en la Escuela de Comunicación Pública de La Universidad de Puerto Rico –interesante por demás la carrera escogida- para dedicarse a construir un cuerpo y un rostro “digno” de una belleza universal.
En este tipo de competencia se puede o no poseer talento; lo que no es negociable es la flexibilidad necesaria para un régimen –psicológico y corporal- como condición del éxito. Si no se gana el concurso, siempre hay la posibilidad de reinventarse como personaje de un programa de comedia, como animadora de Anda Pal Cará o como protagonista de una telenovela “hecha aquí”. Los modelos a emular pasan por el filtro de lo étnico, no ya como producto de un ethos compartido, sino como código informático o software que posibilita combinaciones infinitas. La identidad ya no tiene el resguardo de una morada o de un solo cuerpo, ni se expresa en única lengua. Es máscara intercambiable en función de motivaciones individuales. “Tengo muchas cosas a mi favor, mi frescura, mi juventud, mi cuerpo tonificado, un cabello con el que estoy fascinada, mis facciones y esa mezcla que tengo que me hace resaltar” (p. 86). Una hibrides que, gracias al bisturí y a las tecnologías crioesculturas, muy bien ha sabido capitalizar la Eva Longoria de la serie televisiva, Desperate Wives, la modelo argentina-alemana Giselle Bundchen y la tenista rusa Anna Kournikova, entre otras. Así pues la estudiante de comunicación pública y la concursante de belleza encuentra “su lugar” en Live with Larry King.
En el análisis del espíritu de nuestros tiempos, es imposible ignorar la manera como las personas luchan por sacar ventaja de la relación espectacularizada entre “lo local” y “lo global.” Son los cuerpos serpentantes de cantantes metrosexuales como Ricky Martin y Chayanne, y las curvas sinuosas de Jennifer López, esa puertorican made in USA, los que han colocado la isla en el circuito del consumo global y de la sensorialidad virtual. La modelo de pasarela, el boxeador estrella, el deportista trasnacional, la animadora del reality show, la meteoróloga chic, la arquitecta celebrity y el cantante crossover, comparten esa visión de una vida exitosa. No quieren ser perdedores en una sociedad en la que el empleo es cada vez más incierto, y donde el Estado más bien parece actuar contra el ciudadano. Y como están convencidos que toda espera, toda dilación en la satisfacción de un deseo, puede interpretarse como fracaso, se lanzan a la búsqueda del triunfo instantáneo. Eso no quiere decir que quien aspira a ser figura mediática carezca de voluntad o que logre sus metas con el menor esfuerzo.

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Precisamente, lo que destacan los reportajes de “vidas únicas” es el origen humilde de muchos jugadores de Grandes Ligas y el tesón de los principiantes en Hollywood. Por ejemplo, el retirado ex-campeón mundial de boxeo, Tito Trinidad, generó unos $80 millones en ingresos durante su carrera, que se extendió por 15 años. Eso sin contar sus inversiones en bienes raíces y el pago por endosos comerciales a Advil, McDonalds y Kentucky Fried Chicken. Aunque es millonario, Tito afirma que no olvida sus orígenes pobres en Cupey. Visita con frecuencia las escuelas públicas y ofrece charlas en contra del uso de drogas. “Les digo que se logran muchas cosas estudiando y con el deporte y que hay que buscar del Señor”. (El Nuevo Día, 23 de julio, 2005, pp.6-8). Nótese la frecuencia con que los exitosos invocan a “papa Dios.” Sin embargo, para Tito la educación no fue una opción. Como tampoco lo ha sido para los jóvenes varones puertorriqueños que abandonan la escuela antes de obtener un diploma de cuarto año, o que lo obtienen porque han cumplido muy bien con la tarea de amedrentar a sus maestros y maestras. Para ellos otro camino es posible: el mundo de la música y su vínculo glamoroso con la ilegalidad.
Un ejemplo lo ofrece el Rey del reggaetón, Raymond Ayala, mejor conocido como Daddy Yankee. Su álbum Barrio Fino vendió más de 1.6 millones de copias solamente en Estados Unidos y fue merecedor de un Latin Grammy. El tema La gasolina se convirtió en el himno de la juventud, no sólo en los clubes destinados a ese género musical en Puerto Rico, sino también en Buenos Aires, Madrid y París. El éxito del pegajoso ritmo sólo se equipara con el de Ricky Martin, Livin La Vida Loca, en 1999. A sus 29 años, Daddy Yankee se enorgullece de sus logros: ser uno de los mejores vestidos según las revistas People y Vanity Fair, haber completado una gira por varias ciudades de Estados Unidos, América Latina y Europa, y un jugoso contrato como representante de la línea de zapatos deportivos Reebok. Y hasta en Japón se oye el reggaetón.
El triunfo de El Cangri, otro de los apodos de Raymond Ayala, se debe al arribo del reggaetón, esa mezcla de hip-hop en español con otros ritmos caribeños como el reggae de Jamaica y la bachata dominicana, a los hoteles de San Juan. Y posiblemente a Tego Calderón, responsable de que el perreo -ese baffle pegajoso, acompañante indispensable del reggaetón- hiciera su debut en las fiestas familiares. A pesar de los intentos de legisladores por criminalizar el rap a mediados de la década de los noventa, y las redadas policíacas a los estudios de grabación, a principios de esta década, para la campaña electoral del año 2004 el reggaetón era parte de los jingles de algunos candidatos. Y ni hablar de los políticos que exhibirían su dominio del perreo en plena tarima. La trayectoria del género musical, de underground a mainstream, se hizo palpable cuando René Pérez, mejor conocido como Residente Calle 13, forma parte de la campaña Ni una bala más auspiciada por la Oficina del Gobernador las Navidades de 2005.
En una entrevista reciente con el New York Times, Daddy Yankee confirma su presencia en el mundo underground del rap mucho antes de ser catapultado a la fama (nytimes.com, 5 de febrero, 2006); una trayectoria similar a la de muchos exponentes del hip-hop afroamericano en Estados Unidos. A la edad de 16 años, y siendo residente de Villa Kennedy, una bala lo alcanzó en el muslo izquierdo, incapacitándolo por seis meses. El incidente lo persuadió de poner todas sus energías en su compañía Cartel Records y en el complicado mundo del espectáculo. Eso incluye su reclamo de ser el número uno y los intercambios de insultos con Don Omar y con Héctor, The Father. Contrario a Julio Voltio y a El Mejicano, El Cangri no tiene casos pendientes en corte.

El rey y la reina: confesiones de una fan
El fenómeno, tiene mucho que ver con el interés de las compañías multinacionales en potenciar el consumo de “la población hispana.” También con su capacidad de mercadear productos culturales en su versión domesticada en destinos tan distantes como Japón. Mucho se ha argumentado sobre la sociedad del espectáculo y su capacidad de expropiar un bien común, vaciando creencias y tradiciones, cuando más familiar o de pura cepa sean sus productos (Torrecilla 2004). Pero ese análisis ignora la posibilidad de que “la singularidad espectacular” reclame la vida, no de forma consciente ni como acción que restituye la esfera de lo social, sino como afirmación propia de la condición humana.
En ese sentido son útiles los planteamientos de Giorgio Agamben en torno al gesto en su libro Medios sin fin(2001). Su análisis ofrece pistas para la comprensión del perreo y su posibilidad positiva. Para Agamben, el gesto es ejemplo de una acción que se distingue tanto del actuar como del hacer. El autor ofrece como ejemplo el baile: “Si la danza es gesto es, precisamente, porque no consiste en otra cosa que en soportar y exhibir el carácter de medios de los movimientos corporales. El gesto es la exhibición de una medialidad, el hacer visible un medio como tal”. (p.54, énfasis en el original). Me pregunto si será posible pensar la gestualidad del perreo como esa medianidad que se abre a lo humano en su dimensión ética, Como una política de puros medios sin fin. ¿Será el perreo esa manera de mostrar algo que se le escapa al lenguaje? ¿Acaso un trazo de una otra vida, una memoria en el cuerpo, de esa violencia originaria, fuerza de la vida y de la muerte, de la que tanto habló Freud en El malestar en la cultura?
En el perreo, se pone en juego un fragmento de la vida. En otras palabras, nos la jugamos. Esos cuerpos delirantes, cuerpos que se contorsionan violentamente, “pierden la cabeza”. El mutismo del perreo, su defecto de palabra, lo coloca en la esfera de lo político. Vituperado por su asociación con un resto de animalidad, reivindicación pélvica de machos en celo y cadencia sudorosa de niñas-Lolita, el perreo pone en marcha otro registro de la vida. Volvamos a Agamben, esta vez en su libro Profanaciones: “ética no es la vida que sencillamente se somete a las leyes morales, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos, irrevocablemente y sin reservas. Incluso a riesgo de que, de este modo, su felicidad y su desventura sean decididas de una vez y para siempre” (2005: 89).
Entonces ¿de qué manera la violencia que mueve al perreo conecta con aquella que reduce a cenizas el cuerpo de la otra mujer? En ambos casos su destinatario es la mujer o, más bien, la víctima como cuerpo. Un exceso de significación corporal parece deformar y acallar sus vidas. Cuerpo emperrado, la perra, the bitch that does not deserve better. Ese tener lugar de la pasión en el gesto, ¿se empecina más con unos cuerpos que con otros? ¿Acaso “ellas” se ponen en juego, arriesgándose a la felicidad y a la desventura?
Al igual que la mujer asesinada, la bailarina que perrea muy pronto será relegada al olvido, tanto más si acumula unas libras como si pierde su juventud. Ella, el trasfondo, él, la figura, rey del reggaetón y de la casa también. Quizá la única exitosa en nuestro mundo espectacular es the real bitch, Martha Stewart o la empresaria arrogante y de gustos exquisitos que encarna Meryl Streep en la película The Devil Wears Prada.
“Pero no hay por que desesperar,” exclama la fan de concursos de belleza. El pasado mes de julio, el reggaetonero René Pérez, Residente Calle 13, y la Miss Universe 2001, Denisse Quiñones, anunciaron a una fanaticada delirante que eran novios.
María Isabel Quiñones
Antropóloga. Facultad de Estudios Generales
Universidad de Puerto Rico- Río Piedras
Autor: Proyectos FPH
Publicado: 24 de septiembre de 2010.