
Conjuración de Catilina
Ahora, como en anteriores ocasiones, quiero cumplir, en primer término, con la insoslayable obligación, de expresar mi más profundo agradecimiento a los señores todos de la Junta, por el inmerecido honor que me han conferido. Pues, con sincera modestia y de buen grado, acepto que ello responde, esencial y principalmente, a su generosa benevolencia y a su magnífica magnanimidad. Y, al propio tiempo manifestar a todos ustedes, mis distinguidos amigos, el testimonio de mi gratitud y agradecimiento por su gentil y donosa presencia.
Expuesto lo precedente, vengamos a nuestra tarea. Hablemos de Puerto Rico que, por mucho tiempo, ha sido asunto de nuestra particular preocupación.
El descubrimiento de Puerto Rico, como es bien sabido, ocurre el 19 de noviembre de 1493. El 12 de agosto de 1512 principia la colonización. Un año más adelante, queda constituido el primer núcleo de abolengo español. Poco a poco va éste envolviendo o embrazando en su seno el elemento indígena y el elemento africano. Y, ya al punto, en ese fondo ebullente, comienza a elaborarse, a formarse, y plasmarse una nueva sociedad que primero es llamada del país o insular y posteriormente se identifica y llama a sí misma puertorriqueña.
El proceso de desarrollo de la nueva sociedad plantea larga hilera de punzantes interrogaciones al discurrir histórico. No obstante el parejo y homólogo grado de importancia que las distingue, esta vez, enderezaremos nuestro modesto esfuerzo, a reseñar algunos apuntes acerca de la monta, alcance o magnitud del libro en nuestra cultura intelectual, ya que España es la misionera de su propia cultura y la de Europa, y una de las bases de toda cultura intelectual es el libro.
Las más antiguas noticias relacionadas con el movimiento bibliográfico insular, señalan como poseedores de los primeros libros a Miguel Manso, quien el 10 de octubre del año de 1512 introduce aquí las obras de Salustio, el prolífico historiador clásico romano, autor de la Conjuración de Catilina. Al bachiller Gregorio Gaitán, quien en la misma fecha importa seis libros de medicina y cirugía. Y, al obispo fray Alonso Manso, quien el 25 de diciembre siguiente, trae consigo una colección de doscientos treinta volúmenes, un libro de Virgilio, un libro de Oraciones y unos Evangelios y Epístolas, y el 18 de noviembre de 1513, importa, por mediación de su mayordomo Hernando Manso, una pequeña arca de libros.
El 25 de octubre de ese mismo año de 1513, Alonso Hernández importa un libro de los Evangelios y un breviario. El 18 de julio de 1516, Fernando de Avila introduce, varios libros de historia y de coplas. Y, el 16 de diciembre siguiente, Pedro de Arévalo importa seis libros de molde con las Leyes de Toro, La Confesión y el Flos Sanctorum.
En 1528 aparece poseyendo otra colección de libros en la que figura el Fuero Juzgo, el licenciado Antonio de la Gama. Y, para 1598 -según apunta el pastor Layfield, capellán de los ejércitos invasores de Lord Cumberland,- los reverendos frailes de la Orden de Santo Domingo, tienen en su Convento, en San Juan, otra nutrida colección de libros, muchos de los que “están encuadernados con brillantes cubiertas”.
Desde esos primeros tiempos del siglo XVI, comienza el libro a desempeñar su función de promotor de cultura, como si todos los pobladores estuvieran bien advertidos de la profunda verdad que encierran las palabras con que precisamente comienza Salustio la Conjuración de Catilina:
“Todos los hombres que ansían aventajarse a los demás animales, deben procurar, con sumo empeño, que no transcurra su vida oscuramente como la de las bestias a quienes la naturaleza creó curvadas hacia la tierra y esclavas de su estómago… Por eso, paréceme mucho mejor, buscar la gloria, más con las facultades del espíritu que con las fuerzas corporales y, pues que esta vida mortal de que gozamos es breve, dejar hasta donde esté a nuestro alcance, larga memoria de nosotros”.
Como si todos estuvieran bien advertidos de esta veraz sentencia de Cicerón: “Los libros son el mejor alimento de la juventud y el mejor recreo de la vejez”. Y de este aserto de Calderón de la Barca: “Discreto amigo es un libro”. O de aquel profundo dicho de Duclós: “El que sabe leer, sabe ya, la más difícil de las artes”.

Fray Bernardo de Balbuena (1568-1627)
En el siglo XVII disfruta extensa fama de poeta y bibliófilo fray Bernardo de Balbuena, quien al venir en 1619 a ocupar el obispado de Puerto Rico, trae de México, una nutrida y selecta biblioteca, en cuyos libros halla el obispo fray Martín Vázquez de Arce, “los consuelos que hablan al alma y la desengañan de las vanas y falsas esperanzas”. Y, de igual renombre disfruta también el presbítero Diego de Torres Vargas, cuya colección de libros, a juzgar por los que cita en la Memoria que compone en 1647, debe haber sido harto extensa.
Mientras en el siglo XVIII, el segundo de nuestros poetas conocidos, cuya identidad encubre el seudónimo de Afecto Servidor, parece haber sido dueño, o haber estado relacionado, con alguien que poseyera una nutrida colección bibliográfica. Pues, la Relación Verídica que escribe en 1747 contiene copiosos escolios extraídos de los Libros Santos, así como de las obras de Plutarco, Arístides, Ovidio, Plinio, Virgilio, Hércules Gallo y Cervantes.
Cierto es que los potenciales estímulos del caudal bibliográfico acumulado durante estas tres centurias no producen frutos extraordinarios en el campo de nuestra cultura literaria. Pero el hecho resulta perfectamente explicable, si se considera, que el medio insular, no ofrecía ventajosas condiciones de viabilidad a tales estímulos, contra cuya libre expansión conspiraban de consuno las punzantes preocupaciones que imponían al poblador los mismos empeños para establecer aspectos apremiantes de civilización en las soledades insulares. Los efectos nugatorios de los ataques indígenas y las depredaciones piráticas europeas, tras los cuales quedan con frecuencia, como único recuerdo de la esforzada labor del colono, anchos regueros de sangre y grandes montones de ruinas humeantes; la profunda postración producida por la agobiante competencia del Continente que, con el prestigio de sus riquezas verdaderas y la empenachada leyenda de los fantásticos tesoros de los quiméricos imperios de Omagua, el Gran Moxo y el Dorado hubo de colocar a la pequeña Isla en inminente trance de precipitarse a la ruina; y no menos las restricciones políticas y económicas impuestas por la organización colonial; la coacción ejercida por las primitivas leyes censorias: y el corto vuelo del sistema de instrucción popular.
Bajo el imperio de todos estos factores, el hombre de Puerto Rico, no alcanza a disfrutar entonces del tiempo ni del ocio para entregarse por entero al cultivo de las letras, ni éstas pudieron lograr el medio propicio para desarrollarse. Pues, como dice Marcelino Menéndez Pelayo: “las artes de inspiración son plantas delicadas que rara vez despliegan esplendorosa lozanía si no las mecen las auras de la paz”; y, “la cultura de un pueblo” como dice José Carlos Mariátegui – “se alienta y se apoya en su propio substratum político y económico”. Y, esa paz y ese substratum faltan en gran parte durante aquella primera época formativa.
Con todo, los estímulos sembrados por aquellos libros que aquí circulan, no resultan ciertamente infecundos ni ineficaces, ya que a su calor, se difunden ideas e iniciativas dignas de encomio; se forman intelectualmente muchos de nuestros hombres representativos de los siglos XVI, XVII y XVIII; se producen las primeras manifestaciones de la literatura insular en los diversos géneros de la epistolografia, la poesía, la historia, la biografía, la oratoria sagrada y la filosofía; y adquieren destacado lugar en uno u otro campo, Juan Ponce de León, Alonso Manso, Baltasar de Castro, Juan Troche, Antonio de Santaclara, Damián López de Haro, Diego de Torres Vargas, Francisco Ayerra Santamaría, el Afecto Servidor, Francisco García de Guadianal, Andrés Vilches, Pedro Hernández y Iñigo Abbad y Lasierra. Mientras, harto numerosos son los criollos – según se refiere el padre Torres Vargas -, que van a distintos puntos del extranjero, y allí conquistan por su talento y su conducta, honras y preces extraordinarias para Puerto Rico.

Cartel de Juan Alejo de Arizmendi y Ramón Power y Giralt
Con el advenimiento del siglo XIX – ese siglo que marca en nuestra historia una era de profunda mutación y progreso -, el panorama experimenta un cambio radical y tajante. Con el nuevo siglo se anima y acelera el ritmo de la vida insular. Tras un proceso gestativo, tres veces centenario, hace su triunfal aparición en el solemne episodio Arizmendi – Power, como entidad diferenciada de lo español, la conciencia puertorriqueña. Y, una vigorosa explosión de nuevos ímpetus se produce, tanto en el campo social, político y económico, como en el de la cultura general.
Bajo los signos del nuevo siglo, nuestra literatura avanza rápidamente, en forma más ordenada y metódica. Y, se acrecienta con nuevos géneros, hasta entonces desconocidos, como el teatro, la novela, el costumbrismo, la oratoria política, forense y académica, el periodismo, el cuento, la compilación literaria, la didáctica y la crítica. Mientras, su desarrollo se ciñe puntualmente a las tendencias vivas que animan, no sólo la literatura de España, sino las literaturas de Europa y América. A tal logro, juntamente con la intensificación del comercio bibliográfico, contribuyen de consuno diversos factores.
En primer lugar figura la imprenta, que establece aquí, el gobernador Toribio Montes, en el año de 1806, tras su compra a un francés de apellido Delarue. Y, con ella, el periódico que va a abrir nuevas vías para la divulgación del pensamiento, para la comunicación de los espíritus; para el juego de las influencias intelectuales, y para el trasiego de las ideas.
En efecto, en la fecha señalada, (1806), aparece en San Juan el primer periódico insular, La Gaceta de Puerto Rico. Y, sucesivamente El Diario Económico de Puerto Rico (1814), El Cigarrón (1814); El Diario Liberal y de Variedades de Puerto Rico (1821); La Piedra de Toque (1822); y el Boletín Instructivo y Mercantil de Puerto Rico (1839).
Hasta entonces todo el movimiento periodístico se circunscribe a la Capital. Pero, diez años más tarde, la situación cambia de manera tajante. Pues, poco a poco, comienzan a hacer su aparición en los pueblos del interior sendas publicaciones periódicas, algunas de las cuales van a rivalizar con sus colegas capitaleña. Aquí, como en otros países, el desenvolvimiento de la Prensa responde a los estímulos del grupo social, de cuyos intereses, el periódico es a la vez eco e intérprete.
Los sectores políticos, primero, y luego los partidos, dan vida a sus respectivos voceros. Entre los órganos de los liberales figuran: El Investigador, El Fomento de Puerto Rico, El Mercurio, El Progreso, La Razón, El Derecho, La Crónica, El Buscapié, El Criollo, El Autonomista, La Democracia y El Liberal. Y, entre los órganos conservadores figuran El Cigarrón, el Boletín Mercantil, El Español, Don Cándido, La Representación Nacional, La Nación Española, El Pabellón Nacional, La Unidad Nacional, La Balanza y La Integridad Nacional.
Los interesados en la agricultura, tienen por voceros El Diario Económico, El Eco del Comercio, El Compilador Industrial, El Economista, El Agente de Negocios, y la Revista de Agricultura, Industria y Comercio.
El grupo médico-farmacéutico cuenta con La Revista Médico-Farmacéutica, El Eco Médico-Farmaceútico y la Revista de Medicina Dosimétrica, Veterinaria, de Higiene y de Economía Rural.
El magisterio tiene, entre otras ventaja, La Instrucción, La Instrucción Pública, El Liceo, El Mentor, El Magisterio de Puerto Rico y La Enseñanza. Los amantes de la música se sirven de El Delirio de Puerto Rico, El Diapasón, La Familia y La Recreación del Pianista.
Los católicos cuentan con el Boletín Eclesiástico, La Verdad, El Semanario Católico y El Eco Cristiano. Los espiritistas con El Peregrino, El Universo, La Luz, El Estudio y El Neófito. Y los masones con La Adelphia, El Mallete y la Revista Masónica. Los militares cuentan con El Voluntario, La Bandera Española y El Seminario Militar. El grupo escolar o estudiantil dispone de La Revista Infantil, La Juventud, El Colegial y El Eco Juvenil. La clase obrera tiene El Artesano, El Obrero, El Eco Proletario, La Revista Obrera, El Clamor del Obrero, y El Ensayo Obrero.
Y los amantes de las letras cuentan con La Guirnalda Puertorriqueña, Las Brisas de Borinquen, La Azucena, Los Argos, Puerto Rico Ilustrado, La Revista Puertorriqueña, El Abanico, La Academia, La IlustraciónPuertorriqueña, El Palenque de la Juventud, El Fígaro y El Estudio, amén, desde luego, de las secciones literarias mantenidas por muchos de los principales periódicos del siglo.

Ocios de la juventud
Estos periódicos toman sobre sí el empeño de obviar los graves inconvenientes producidos por su propia ausencia. Y a partir de 1806, todo cambia radicalmente. Desde entonces, – como declara Manuel Corchado y Juarbe:
“…una misma verdad siente doblarse en ecos mil y mil que se difunden por la haz de la Isla; esa verdad sale poco menos que absolutamente inmaculada; y por la prodigiosa abundancia con que se repite, se pone al alcance de las fortunas más exiguas. Así que, la Prensa nos liberta de la pobreza de la difusión de los conocimientos humanos y del dominio de no pocos ni pequeños errores”.
De aquella misma imprenta establecida en 1806, salen también los dos primeros libros de literatura amena editados en Puerto Rico.
El primero, una colección de poesías varias, en diferentes metros castellanos; lleva por título Ocios de la Juventud. Se imprime en el año 1806 y se debe a Juan Rodríguez Calderón, un descendiente del marqués de Santa Cruz, oriundo de Galicia y que desempeña a la sazón el cargo de director de la imprenta del Gobierno de Puerto Rico.
El segundo libro que sale de esa imprenta lleva por título Quadernito de Varias Especies de Coplas muy Devotas. Se edita en 1812 y se debe a fray Manuel María de Sanlúcar, nacido en el pueblo de San Lúcar de Barrameda, Andalucía, en 1781, bautizado por el nombre de Tomás Ramón Diez Pimentel, y que cambia al ingresar en 1801 en el instituto capuchino.
Otro factor que contribuye positivamente al desarrollo intelectual y artístico está representado por las sociedades de carácter cultural que, se establecen en casi todos los pueblos de la Isla, tras la fundación de San Juan, de la Sociedad Económica de Amigos del País, en 1814, por iniciativa de Ramón Power Giralt y por interés de Alejandro Ramírez Blanco.
Positiva influencia ejercen en este mismo orden los numerosos escritores que, con fervoroso entusiasmo, se dedican a traducir a nuestro idioma, las producciones de autores extranjeros, ya que con su obra se amplia nuestra receptividad; y con ella la capacidad para apreciar lo que es propio o nacional y lo que es extraño.Baste citar al respecto la traducción que de Las Metamorfosis de Ovidio, realiza Julio Padilla Iguina, la de las Elegías de Petrarca que realiza Ramón Emeterio Betances; la de la tragedia Felipe II, de Alfieri que realiza Román Baldorioty de Castro; la del Hamlet de Shakespeare, que realiza Luis López Ballesteros; la de poetas franceses que realiza Manuel de Elzaburu Vizcarrondo, Vicente Palés Anés, Manuel Fernández Juncos y Pedro Carlos Timothee Morales; la de escritores y poetas estadounidenses que realiza Francisco Javier Amy; y la de poetas árabes que realiza doña Carmela Eulate Sanjurjo.
Influencia provechosa ejercen también en el desenvolvimiento intelectual de esta época, los grupos profesionales así nativos como extranjeros, formados en universidades y colegios del exterior. Pues dotados con una buena instrucción, muchos de sus componentes ponen aquí en circulación fecundas ideas, proyectos e iniciativas.
El conjunto de estos profesionales, puede dividirse en cuatro grupos principales: el grupo universitario español, el grupo francés, el grupo alemán y el grupo estadounidense.
En el primero, que es el más numeroso, figuran, entre otros, Ramón Power Giralt, Román Baldorioty de Castro, Eugenio María de Hostos, Segundo Ruiz Belvis, Manuel Corchado y Juarbe, Manuel García Salgado, Gabriel Pilar Cabrera, Francisco del Valle Atiles, Rosendo Matienzo Cintrón, Rafael López Landrón, Herminio Díaz Navarro, José de Diego, y el padre Domingo Romeu Aguayo.
En el segundo, menos numeroso, pero no menos distinguido, sobresalen Ramón Emeterio Betances, José de Jesús Domínguez, José Marcial Quiñones, Antonio Ruiz Quiñones, José de Jesús Tizol, Eugenio Grau O’Donnell, Carlos Benjamín Hohele, Miguel Larregui Viña y Pedro Gerónimo Goico Sabanetas.
En el grupo universitario de formación alemana se destacan Segundo Ruiz Belvis, José Guillerand Curbelo, Francisco Mariano Quiñones y Agustín Stahl Stamm.
Y, en el cuarto grupo o de formación estadounidense, despuntan Calixto Romero Cantero, Julio Vizcarrondo Coronado, Gabriel Giménez Sanjurjo, Nicolás Giménez Nussa, Alejandro Ciol Texidor, José Antonio Goicorúa, José Celso Barbosa, Tulio Larrinaga Torres y Francisco Javier Amy. “Ellos son -escribe Fernández Juncos- los más eficaces sembradores del campo de nuestra letras”.
Otros factores estimulantes de la cultura intelectual de esta época está representado por las tertulias de carácter literario y artístico, que se establecen en casi todos los pueblos de la Isla, ya que éstas, por medio del diálogo y la discusión, contribuyen a difundir y depurar las ideas. Tales son las que, en San Juan, tienen por sede la redacción del Boletín Instructivo y Mercantil, la librería de José Julián Acosta Calbo; la casa de Toribio Pagani; la residencia de Pólix J. Padilla, la redacción de El Progreso, el domicilio de Mariana Bibiana Benítez y Alejandrina Benítez; la farmacia de Fidel Guillermety Quintero; y los salones del Ateneo Puertorriqueño. En Mayagüez la residencia de los esposos Bonocio Tió Segarra y Lola Rodríguez; y los salones del Círculo de Amigos y el Casino de Mayagüez. En Ponce, la botica de Pedro Garriga, la residencia de Lissie Graham, los salones del Casino de Ponce, del Sport Club y del Gabinete de Lectura Ponceño; y la redacción de La Democracia.
Y, promotora de la cultura intelectual y artística, es igualmente, la conferencia pública, que nace en Inglaterra, hacia 1850; arraiga luego en Francia; se disemina posteriormente por toda Europa. Y, naturaliza aquí el Ateneo Puertorriqueño, que, en la noche del miércoles 19 de julio de 1876, celebra la primera conferencia pública, siendo el tema de la misma La Marcha Progresiva de la Humanidad en el conocimiento de la Superficie Terrestre; y, el autor José Julián Acosta Calbo.
Todos estos factores, en mayor o menor medida, perciben y prestan a la vez, impulsos vigorosos al comercio de libros, que impelido, empujado y estimulado por las nuevas condiciones que se van operando en la Isla, alcanza inusitado adelanto, actividad y progreso.

El Buscapié
Hasta principios de la centuria el tráfico bibliográfico es empresa común de los comerciantes que, aquí en la Isla, como en otros muchos países, exhiben el libro en sus establecimientos juntamente con las demás mercancías, y lo ofrecen a sus parroquianos como cualquier otro artículo de consumo.
Para entonces, aparecen en San Juan, dedicados al tráfico de libros varios comerciantes, entre los que merece particularísima mención, Nicolás Martínez, quien en 1812, inserta en La Gaceta un lacónico pero significativo anuncio ofreciendo en venta pública “tres cajas de libros”.
Posteriormente surgen nuevos competidores. Y cuatro lustros después el número es todavía mayor, figurando entre los más destacados comerciantes dedicados a la venta de libros, Bartolomé Borrás quien de una sola vez y por el puerto de San Juan importa “novecientos setentitrés libros impresos”; José Ferrer, quien importa “doscientos setentiún volúmenes y cuatro cajas más de libros”; Antonio Suliveras, quien importa “veintidós volúmenes y dos cajas más de libros”; Pedro Guarch quien importa “cuatro cajas”; Benito Carreras quien importa “catorce cajas de libros”; Juan Berenguer, Antonio Pilichi y Gerardo Soler quienes importan cada uno, “dos cajas de libros”; José Caballer quien importa “siete baúles de libros”; y las sociedades mercantiles de Vidal Hermanos, Apellaniz e Hijos y Carreras y Sobrinos que importan “cincuenta volúmenes”, “cuatro baúles” y “cinco cajas de libros” impresos, respectivamente.
Pero, hacia fines de este periodo, el libro se emancipa de la promiscuidad a que viene sometido desde principios del siglo XVI. Y adquiere, consecuentemente, el lugar especial que le corresponde por su propia naturaleza. Así ocurre a mediados del año de 1837 al verificarse en la casa número 23 de la calle de la Fortaleza, la fundación de la Librería de Francisco Márquez, la primera gran librería establecida en San Juan y muy probablemente en toda la Isla. Después de la librería de Márquez se funda, dos años más tarde, la Librería y Gabinete de Lectura de Santiago Dalmau, la que además de ejercer el comercio bibliográfico, se dedica al préstamo de libros mediante el pago de una módica suma mensual; útil y provechoso recurso por el cual este establecimiento presta eficaces servicios a la difusión cultural, poniendo la colección de sus obras al alcance del lector de escasos medios económicos.
A la de Dalmau siguió, un año después, la Librería de Juan González Chaves. Y, ya tras éstas, San Juan es cuna, en turno sucesivo, de otras numerosas librerías, entre las que bien pueden citarse con orgullo las librerías fundadas respectivamente por Florentino Gimbernat, José Solves, Francisco Ramos, José M. Sánchez Enríquez, Federico Asenjo Arteaga, Bernardino Sanjurjo Vidal y el presbítero Manuel de Jesús Ríos; y asimismo las librerías denominadas de El Boletín, propiedad de la empresa editora del periódico Boletín Mercantil; La Esperanza Puertorriqueña, propiedad de Ramón Nolla; la de El Buscapié, propiedad de Manuel Fernández Juncos; la Hispano-Francesa propiedad de José Mariano Ferrer; la Ilustración Puertorriqueña y la Propaganda Literaria propiedad de Saturnino G. de Montilla.
El resto de la Isla, por su parte, no es extraño al movimiento bibliográfico; y nuevas librerías se van estableciendo sucesivamente en otros pueblos y ciudades. Ponce contó con varias librerías entre las que vale citar las de Manuel López, Olimpo Otero Verges y la denominada La Juventud Liberal. En Mayagüezfuncionaron las de Alberto Colón, Eleuterio Balzac, Joaquín Serra y Leandro Montalvo. Guayama contó con la librería El Aguila propiedad de Rodulfo Dávila Ramírez; Yauco con otra librería nombrada La Nueva Era propiedad de Manuel Torres; y así también tuvieron las suyas propias otras localidades.

Escudo de San Juan
La recapitulación, aunque sea breve y sumaria, del material bibliográfico que figura en los anaqueles de esas librerías ofrece al investigador revelaciones tan sorprendentes como admirativas. Cuantitativamente los libros allí acumulados sobrepasan los cálculos más liberales. Y desde el punto de la calidad, honran, en general, la discreción y el tino de los libreros insulares del siglo XIX.
Consignemos, por vía de ejemplo, que los fondos de la Librería de Márquez y la Librería de Dalmau alcanzan, al tiempo de su fundación, en 1837 y 1839, más de quinientos volúmenes, respectivamente, sobre las más diversas materias y de los más diversos autores tanto antiguos como contemporáneos. La sección de literatura de la Librería de Dalmau, en particular, además de numerosas obras clásicas, incluía, entre otras muchas, obras de Sir Walter Scott, de Madame de Staë, Madame de Genlis, Jovellanos, Fenimore Cooper y Mesonero Romanos. La sección de historia incluía obras de Plutarco, Martínez de la Rosa, el conde de Toreno, el conde de Segur, Anquetil, Hurtado de Mendoza, Moncada, Melo, Virei, Norvis, Guizot y Thiers. La sección de sociología, economía y legislación incluía obras de Escriche, Ferrer, De la Croix, Macarel, Solorzano, Maquiavelo y Bentham. Mientras, la sección de ciencias estaba repleta de obras de numerosísimos autores.
Cuando en 1848 – y no en 1845 como se ha dicho erróneamente-, se funda la Librería de José Solves, esta cuenta con una colección bibliográfica de más de mil volúmenes, en la que figuran, entre otras muchas, obras de Miguel de Cervantes, Juan Bautista Arriaza, Lista, Juan Meléndez Valdés, Quintana, José de Espronceda, Mariano José de Larra, François- René Chateaubriand, Soulié de Morant, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Alphonse Lamartine, Jules Michelet y Alessandro Manzoni; al paso que las colecciones de las Librerías de González, del Boletín, de Nolla y de Furnagueras, en crecimiento constante, llegan a alcanzar durante el transcurso de su existencia, cifras verdaderamente considerables como lo prueba el examen imparcial de sus catálogos.
A la serena luz de estos hechos, es necesario, en obsequio de la verdad histórica, que repudiemos las exageradas declaraciones de Manuel Fernández Juncos en el sentido de que “todavía en el año 1840” es decir cuando estaban funcionando las Librerías de Márquez y de Dalmau “no existía en este país comercio de libros”, y la de que las:
“personas aficionadas a la literatura satisfacían trabajosamente su anhelo de aprender en copias imperfectas y en algún otro libro que les solían prestar los jóvenes que regresaban de las universidades extranjeras”.
Es necesario que reconsideremos las inexactas afirmaciones de don Sotero Figueroa de que “hacia el 1850”, -es decir cuando ya estaban establecidas además las Librerías de González, de Gimbernat y de Solves- “conseguir un buen libro en Puerto Rico era un señalado triunfo”; y la de que “el movimiento bibliográfico, no ya de Europa, sino de España, era totalmente desconocido en esta colonia”. Y, asimismo, es necesario que, en obsequio a la verdad histórica, revaloremos la infiel declaración de que, “los libros españoles eran en esta Isla poco menos que artículos de contrabando”, formulada por Carlos Peñaranda en el año 1885, cuando precisamente están en su apogeo las mejores de nuestras librerías. Pues, es evidente que, dichas declaraciones, intencionadamente abultadas y exageradas, tienen por propósito, más que pintar la realidad, mover a las autoridades a adoptar disposiciones más concesivas y liberales en favor del comercio de libros.
Al amparo de las ventajosas condiciones que ofrece el siglo XIX, los libros que forman el acervo de nuestras librerías, van a cumplir su estimuladora función cultural con mejor y más feliz éxito que durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Y, han de contribuir más eficazmente a señalar a la cultura literaria de la época, los rumbos que animan las letras de Europa y América.

La charca
Dentro del ámbito de nuestra literatura, la tradición clásica se fragua al calor de los antiguos escritores latinos y españoles, cuyas obras tienen representación en los estantes de casi todas las librerías insulares. En 1837, la Librería de Márquez anuncia la venta, entre otras, las obras de Horacio, Ovidio, Virgilio y Quintiliano, juntamente con las de Cervantes, Lope, Garcilaso y Herrera. En 1848, la Librería de González, ofrece las obras de Seneca y Timón, Santa Teresa de Jesús y fray Luis de León. Y, para el año 1872, la Librería deAcosta, publica un aviso anunciando en venta las obras de Quevedo, Tirso, Góngora, Vélez de Guevara, Alarcón, Rojas, Téllez y Moreto, así como las de Cicerón, Tácito, Suetonio, Lucano, Tito Livio, Plinio, Marcial, Tíbulo y Juvenal. Es sin duda, en los libros de estos autores “que fijaron para siempre“, – como advierte don Victoriano Sardou – “las reglas del buen gusto, de la templanza y de la sobria elocuencia”, que hacen su aprendizaje y forjan su afición, nuestros clasicistas más representativos como José Gualberto Padilla, José María Monge y Julio Padilla Iguina.
La predilección por el romanticismo, triunfante en España para 1835, con el Don Alvaro del Duque de Rivas, y los artículos sobre Literatura de Larra, se debe en gran parte, al abundante caudal de las obras de esta escuela que ponen aquí en circulación las librerías de la época. El 17 de agosto de 1839, el Boletín Instructivo y Mercantil de Puerto Rico, inserta un artículo en el que, después de dar cuenta de su conversión romántica, el autor consigna haber sustituido en su biblioteca, los libros de Feijó, Saavedra y el padre Scio, con los de Soulié de Morant, Dumas, Víctor Hugo y García Gutiérrez. Por estos mismos días la Librería de Dalmau anuncia en venta las obras de Scott, Madame de Staë, Silvio Pellico y Mesonero Romanos.
Poco más adelante, la Librería de Gimbernat anuncia las obras de Mora, Mauri y el Duque de Rivas, la Librería del Boletín anuncia las obras de Zorrilla, Gil y Zárate y Campoamor.La Librería de Solves, anuncia las obras de Chateaubriand, Martínez de la Rosa, Ochoa, Dumas, Manzoni y Larra. La Librería de Márquez anuncia las obras de Quintana, Lamartine y Young. La Librería de Ramos anuncia las obras de Rousseau, Constant, Musset y Byron. La Librería de Furnagueras anuncia las obras de Bécquer, Baralt, Lozano, Selgas y Núñez de Arce, al propio tiempo que la Prensa se ocupa de divulgar obras de Goethe, Hoffmann y Edgar Allan Poe. El estudio de estos autores contribuye a crear la atmósfera propicia al romanticismo. Y dentro de ella perfilan su ademán nuestros románticos más señeros como Martín Travieso Rivera, Alejandro Tapia Rivera, Manuel Alonso Pacheco, José Gautier Benítez, Salvador Brau Asencio, Luis Muñoz Rivera, Francisco Gonzalo Marín y Vicente Palés Anés.
El movimiento realista se estructura bajo la influencia de Balzac, de Cecilia Böhl (Fernán Caballero), quien aquí reside en su juventud, de Benito Pérez Galdós, a quien tuvimos por Diputado de las Cortes Nacionales Españolas; de José María Pereda y de Emilia Pardo Bazán. Las obras de estos autores, divulgadas ampliamente por nuestras librerías y periódicos, marcan las pautas de la escuela, y a ellas se plegan nuestros escritores realistas de más fuste, como Federico Degetau González, Francisco del Valle Atiles, Ana Roque y Carmela Eulate Sanjurjo.
La tendencia naturalista se forma bajo el patronazgo de Zolá, cuyas obras L’Assommoir, Teresa Raquin, Nana y obras varias, circuladas por nuestras librerías, sirven de modelo a nuestros escritores naturalistas más destacados, como Juan Braschi, Matías González García y Manuel Zeno Gandía, quien adopta por tema de su novela La Charca un pensamiento de Emile Zolá.

Portada de la publicación La Ilustración puertorriqueña (1892)
Por otra parte, la corriente modernista, comienza a hacer camino en el campo de la literatura puertorriqueña. desde los años iniciales de la última década del siglo XIX.
Para entonces, hallan destacado lugar en varios de nuestros periódicos las producciones de Rubén Darío, quien de paso para Estados Unidos, arriba a San Juan, en 1892; dispensa una visita a la redacción de El Buscapié, y luego recorre distintos lugares de la ciudad en compañía de Manuel Fernández Juncos, director del prestigioso y popular semanario, en cuyas columnas, desde tiempo atrás, vienen apareciendo composiciones en verso y prosa del gran poeta de Nicaragua.
En efecto, en 1890, se insertan en El Buscapié varias composiciones de Rubén Darío entre las cuales figuran: Claro de Luna, La Ninfa, Un Marco Humilde para un Lienzo de Oro, El Palacio del Sol, Leticia, Arranques, A una Estrella y El Sátiro Sordo. En 1894, Sor Filomena. Y, en 1895, La Isla de la Muerte.
En El Clamor del País, dirigido por Salvador Brau Asencio, ven a la luz de 1892, entre otras composiciones: Abrojos, En un Album, Rima, Lieder, Sonetitos, Sinfonía en Gris Mayor, Pobre Almirante, Otra y Rosas Andinas. En la Revista Puertorriqueña, dirigida por el propio Fernández Juncos, aparecen en 1892 La Risa; y, en 1893, Primaveral.
La Democracia, dirigida por Muñoz Rivera, publica en 1893, Abrojos, Rimas, Canciones de España, El Centenario, Blasón y Semblanza de Campoamor. En 1893, El Velo de la Reina Mab, en 1894, El Paso del Sol (elogio de la pianista puertorriqueña Ana Otero), y La Sobremesa. En 1895, Fragmento. En 1897, La Muerte de Salomé, Febea, y El Arbol del Rey David. Y en 1898, Las Lágrimas del Cantauro y Rima. Y, El Liberal, dirigido por Rosendo Rivera Colón y José de Diego, publica en 1898, Autumnal. Desde los primeros días el nombre de Rubén Darío queda grabado en la memoria de nuestros hombres de letras, y el de la Isla en la del gran nicaragüense.
“No pasa sin nota ante la consideración de los literatos de Puerto Rico el nombre de Rubén Darío. Porque su fama de prosador y poeta ilustre quien lo conoce en América y Europa. Quien no ha leído por mi tierra alguno bueno y tierno de lo que producen para regocijo de las letras jóvenes de la patria de los Andes, su pluma y su lira celestiales”.
Nuestro gran poeta Ferdinand R. Cestero publica en la revista, La Ilustración Puertorriqueña, en 1893, un soneto en elogio de Rubén Darío circulada por un periódico de Costa Rica, el director de El Buscapié, escribía en febrero de 1895: “Esperemos que no seconfirme tan triste nueva”. Y, al quedar comprobada la falsedad de la misma, el director de La Democracia da a la estampa el siguiente suelto: “Ha sido desmentida la noticia de habermuerto en Buenos Aires el original poeta Rubén Darío. Las letras castellanas, pues, están de enhorabuena“. Mientras, al comenzar a publicar en Buenos Aires la Revista Americana en 1894, Rubén Darío inserta un artículo, en el que, tras una evocación de Puerto Rico, rinde un honroso homenaje a Manuel Fernández Juncos a propósito de la tercera edición de su libro Tipos y Caracteres Puertorriqueños.
Abundantes son también las reproducciones que verifican varios periódicos de la Isla, de las poesías de otras figuras cimeras de la escuela modernista, como Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, Salvador Díaz Mirón y José Santos Chocano. Y, copiosas son asimismo, las versiones que realiza el grupo de nuestros traductores, de composiciones en prosa y verso de destacados representantes del avant-garde de las letras francesas.
En este sentido nuestra cultura literaria es la resultante de relaciones y elementos de coordinación no sólo con España sino con otras naciones de Europa y América. Y, como tal, ella, lo mismo que nuestra cultura general, forma parte de la unidad intelectual del mundo de Occidente, sin que esto obste para que bajo las variadas formas de esas influencias pueda percibirse el aliento de nuestra conciencia regional cuyo primer vagido como antes queda consignado, se manifiesta en los mismos portales del siglo XIX.
Y, tras lo dicho, ya concluyo.
No cabe duda que entremos ahora a considerar el valor intrínseco de nuestra cultura general ni de nuestra cultura literaria en particular. A estas alturas ni el espacio ni el tiempo lo justifican. Pero, al intentar la empresa en el futuro, tengamos bien presente, como afirma Gréard en el magnífico prólogo a la Historia de las Literaturas Comparadas del profesor Loliée que:
“la civilización no es obra exclusiva de ningún pueblo, y que si algunos han contribuido a ella con mayor poder y brillo no hay ninguno, ni siquiera entre los menos renombrados, que no haya llevado a ella su parte de labor útil y provechosa”. Y, advierten bien los que por puro esnobismo o mala fe pregonan que la Isla de Puerto Rico vivió demasiado tiempo sepultada intelectualmente en las tinieblas, estas admonitorias palabras de Salvador Brau Asencio: “Los que en nuestra tierra tienen gala de renegar en absoluto del pasado no deben haber consumido mucho tiempo en estudiarlo.”
Y, así resulta cabal y ciertamente. Para ser un buen puertorriqueño, es menester conocer a Puerto Rico, amar a Puerto Rico, y servir a Puerto Rico. Pues, no cabe amar sin conocer; y no cabe servir con devoción lo que no se conoce ni ama.
Autor: Lidio Cruz Monclova
Publicado: 11 de septiembre de 2009.