El laberinto de la identidad

¿Qué une a los puertorriqueños?

Los sitios, como los hombres, tienen un modo específico de ser, una personalidad… A eso se añade el cúmulo de recuerdos y experiencias que los lugares suscitan en el visitante del futuro, que se coagulan en la historia del lugar y se nos ofrecen como un nombre para descifrar.

Esteban Tollinchi

Ante el lugar privilegiado que ocupa la identidad en el mundo actual, atravesado por la mundialización cultural, la globalización económica, la transformación de paradigmas políticos y la creciente escala de migraciones masivas, la tarea de aproximarse al tema de la identidad en forma sistemática es una misión difícil de realizar. Tales dificultades están cebadas no sólo por la enormidad y ubicuidad del asunto, tal como lo testimonia una voluminosa literatura mundial multidisciplinaria y multi genérica, sino porque el mundo de hoy está sujeto a una nueva lógica planetaria, lo que Zygmunt Bauman ha denominado la economía política de la incertidumbre.

El efecto de esta nueva tendencia hacia la degradación institucional, en tanto se desvanecen las protecciones sociales tradicionalmente asociadas al Estado, representa una condición anímica permanente de incertidumbre, que sustituye los vínculos de identidad ciudadana moderna como garantes de legitimidad, reemplazándolos con un nuevo poder hegemónico de mercado extra-territorial; es decir, supra-nacional y global. No obstante, la identidad es tema obligado de reflexión en todo esfuerzo por conocer e interpretar el mundo en que vivimos, y para poder imaginar futuros de autorrealización. Con esos fines, este texto ensaya una aproximación al tema de la identidad, discurriendo sobre algunos aspectos que puedan contribuir a penetrar sus laberintos, tan “arquitectónicos” como polémicos.

1- La problematización de la identidad es producto de la modernidad. Surge del resquebrajamiento de la noción orgánica tradicional de pertenencia ante el empuje de un universo desencantado, laico, movedizo e individualizado. El mundo humanista moderno inventa la noción de que el ser humano no tiene que estar atado a las circunstancias que lo vieron nacer; su capacidad creativa natural le provee recursos intelectuales y espirituales para generar cambios en su entorno, que trascienden los límites de la tradición. Se descubre la posibilidad de mejorar las condiciones de vida, es decir, se encumbra la idea del progreso. Bajo este nuevo ethos humanista, el ser humano ya no se refleja en el espejo de una identidad universal validada por las instituciones y la autoridad de la tradición, sino en una imagen de futuro, de un porvenir proyectado en el tiempo como diferente. Y es de esta noción progresista de futuro, de porvenir, que surge la problematización de la identidad. Como dice Bauman, “la gente no se plantearía ‘tener una identidad’ si la ‘pertenencia’ siguiera siendo su destino y una condición sin alternativa. Comenzarán a considerar una idea semejante sólo como tarea que llevar a cabo sin cesar, en lugar de una sola vez.”

El colapso del ancient regime, un sistema de Estados e Imperios extraterritoriales regidos por monarquías absolutas (o limitadas), con el apoyo estructural de poderes eclesiásticos y garantes de un orden mercantilista de relaciones económicas, hizo necesario en el mundo occidental crear una nueva normativa social y política incorporada en otra institucionalidad de Estado. La irrupción de este nuevo orden, que conocemos como modernidad o modernidad ilustrada, se debió a un proceso histórico revolucionario violento que, como tal, fue tan destructivo como innovador. La Revolución Francesa y las guerras de independencia de Estados Unidos (y poco más tarde de Hispanoamérica) son eventos que han venido a emblematizar el advenimiento de un nuevo orden político: la nueva era republicana. Es el advenimiento de la república, como forma política dominante de la modernidad y organizada en torno a Estados Nacionales, lo que convierte la noción de identidad ciudadana en el tema supremo de la vida pública.

2- Nacionalidad es un término que por sí mismo afirma identidades. La nación, como proyecto histórico moderno, está sustentada por la idea de nacionalidad; es decir, de una identidad nacional que habrá de ocupar el espacio desalojado por las viejas identidades, y cumplir así con el imperativo transformacional de incorporar nuevas lealtades en otro lugar político. A partir del siglo XIX, las personas ya no eran súbditos de reyes y señores -dejaban de ser residentes de comarcas- sino ciudadanos libres, iguales y hermanados por un Estado Nacional erigido bajo un ethos moderno, republicano y capitalista. A fines del siglo XVIII y principios del XIX, las ideas de la Ilustración sirvieron de base para legitimar la revolución política y la independencia en Estados Unidos e Hispanoamérica. Es decir, por todo el continente americano proliferó la idea de estados nacionales libres y republicanos, llamados a reemplazar las viejas instituciones monárquicas e imperiales. El reclamo no era arbitrario; se basaba en el derecho natural del ciudadano a organizarse políticamente de acuerdo con su particular identidad cultural y geográfica.

La institución que con más certeza logró representar esta transformación, convirtiéndose en el mito más emblemático de la modernidad ilustrada, fue precisamente el Estado Nacional, en su forma republicana. Pero no era suficiente crear una nueva institucionalidad de Estado. La cohesión necesaria para sostener este nuevo orden de ciudadanos, para sustentar los nuevos estados nacionales y los principios que les daban forma, habría de depender en gran medida del fortalecimiento de la noción de identidad nacional como vehículo y requisito de progreso, como símbolo de prosperidad individual y colectiva. Por eso, el siglo XIX presenció en todas partes una catarata constante de políticas públicas y expresiones proselitistas, cuya finalidad explícita fue crear y promover los mitos nacionales que habrían de legitimar como idea, y fortalecer como emoción patriótica, las nuevas instituciones estatales.

Estados Unidos ofrece un buen ejemplo. La nueva nación federada, creada a partir de la independencia, inició inmediatamente un proceso multifacético de nation building. Mientras se consolidaban las estructuras de un gobierno centralizado (federal) y se organizaba una expansión territorial hacia el Pacífico a expensas de otros Estados (Inglaterra, Francia, España, México y Rusia), se desataba una campaña interna permanente para crear y expandir los principios y símbolos nacionales de la joven república. La creación de héroes (founding fathers), la celebración de fiestas patrias, la santificación de la Constitución como documento fundacional, la memoria histórica oficial como base de la educación, la exaltación de instituciones políticas centralizadas y la noción unitaria (un país, un ejército, una moneda, una nación, un Estado…) se constituían como símbolos de una identidad particular, de ser American. De trece colonias dispares se había creado un Estado, una nación compuesta de American citizens que en su identidad más profunda se diferenciaban del resto del mundo, sobre todo de una Europa vieja, monárquica imperial y anacrónica. Siguiendo el patrón de justificar políticas de estado con criterios de identidad nacional, el nuevo país montó su empuje expansionista hacia el oeste basado en llamado: Manifest Destiny. Bajo este mito se racionalizó la idea de que la expansión territorial no era una aventura imperial sino un imperativo de la nación; es decir, un proyecto nacional que emana de fuerzas superiores e ineludibles.

Al cabo de medio siglo de nation building, se dio la primera y quizás única crisis constitucional que ha vivido ese país. Varios estados de la región sur que veían reducir su poder político en el Congreso, debido a la inclusión de nuevos estados del centro y el oeste del territorio, pensaron que como su participación en la república federal (la Unión) era voluntaria, y había sido producto de un acto de soberanía, también sería una acción soberana legítima romper el acuerdo político original y crear, entre los desafectos, una nueva confederación. Después de todo, según argumentaron, los estados sureños estaban dotados de una identidad particular, diferente del resto de las regiones de la Unión, que los habilitaba para ejercer el derecho natural y soberano, como true southeners, para permanecer fieles a sí mismos y crear su propio Estado Nacional: The Confederate States of America. La Unión se conceptualizó como un solo país, con una sola unidad política y una sola identidad nacional, aunque estuviera matizada por variaciones regionales y de otra índole. El resultado, como se sabe, fue una cruenta guerra civil. El gobierno central salió victorioso y, para evitar para siempre un conato de secesión, se dio entonces a la tarea de fortalecer el concepto de una sola nación, validada por la indivisibilidad jurídica y política del Estado. Con el tiempo, el principio de e pluribus unum, que delataba la noción original de diversidad, cedió el paso a la noción unitaria de one nation, indivisible, under God.

Pero la unidad política y burocrática, consumada por el éxito del Estado Benefactor bajo las políticas del Nuevo Trato del presidente Franklin Roosevelt, no absorbió del todo la diversidad de identidades sociales y culturales que seguía latiendo en las entrañas del país. A partir de los movimientos de derechos civiles y la revolución cultural de los años ‘60, los reclamos de identidades particularizadas compiten con la media nacional.

3- Más allá de ser uno de los grandes temas de la modernidad, la identidad se ha constituido en una de las obsesiones colectivas e individuales más presentes y polémicas de la actualidad, en Puerto Rico y en el mundo. Preocupa a antropólogos, sociólogos, psicólogos, políticos, vendedores, comunicadores, publicistas, artistas y críticos culturales, entre otros, pero también está en la calle, en la mente de los llamados “ciudadanos de a pie”. Por eso, todos los sectores políticos organizados del mundo posmoderno privilegian en sus agendas discursivas cuestiones de identidad, tanto de amigos como de enemigos.

Además, debido a que vivimos en un universo cada vez más intercomunicado, descrito en ocasiones como fluido, líquido o híbrido, las literaturas de las diversas disciplinas de estudio -en todas partes- están repletas de múltiples reflexiones e investigaciones sobre la identidad, según ésta se problematiza en diferentes momentos históricos y contextos político-culturales. La identidad, según vemos a diario, se utiliza para adelantar agendas políticas, sociales, comerciales, mediáticas, críticas y hasta personales. La obsesión identitaria llega a veces a tal nivel de emotividad, de angst, que en ciertos casos incorpora lamentables rasgos patológicos, expresados en polémicas públicas, conflictos sectoriales (incluyendo disputas entre intelectuales) y hostilidades hacia los otros, hacia los fuereños. En casos extremos, aunque no infrecuentes, esa hostilidad ha desembocado en prácticas discriminatorias y brotes espontáneos de violencia social. Peor aún, ha servido en ocasiones de caldo de cultivo para generar la violencia de Estado, incluyendo la adopción de políticas oficiales de discriminación y exterminio (genocidio). Abundan los casos relativamente recientes: como por ejemplo: el exterminio sistemático de judíos por parte del régimen alemán nazi y las guerras de ethnic cleansing en Europa, Africa y Asia. Los rasgos patológicos más agudos de la obsesión identitaria se nutren usualmente de una mentalidad fundamentalista que suscita el odio hacia el otro, hacia el que no comparte su identidad de grupo (sea nacional, cultural, racial o religiosa), y le asigna la categoría de enemigo o, peor aún, de sub-humano.

4- Aparte de los múltiples casos de extremismo y violencia, una mirada somera al lenguaje cotidiano de los partidos políticos y la farándula ofrece claves sobre la ubicuidad de la obsesión identitaria y su multiplicidad de expresiones. En este imbricado universo discursivo de políticos y “artistas” populistas, la adhesión a los símbolos de la identidad (usualmente nacionales) es mandatoria; las únicas variables de este alineamiento universal son los grados de emotividad y extremismo demagógico. No es de extrañar, por ejemplo, que donde más proliferan los símbolos patrios principales, como la bandera e himno nacionales, es en los espectáculos populares, los eventos oficiales y las campañas electorales. En Estados Unidos y en Puerto Rico, por ejemplo, es costumbre tocar el himno nacional al comienzo de eventos deportivos. Más recientemente, los equipos profesionales y colegiales de todos los deportes han colocado la bandera nacional en algún lugar de su uniforme. Y en el béisbol de Grandes Ligas se ha añadido al himno la interpretación de God Bless America (con la participación del público) durante los partidos. En política, cada vez que se organiza un evento mediático -como un mensaje televisivo del gobernante o un debate de candidatos electorales- siempre hay una o más banderas nacionales de fondo.

5- Mientras se enarbolan en primer plano las banderas simplistas de adhesión al grupo, se ha generalizado, por parte de las instituciones del mercado, el supuesto de que el grupo social que a veces consideramos homogéneo muestra en sus estructuras reales una enorme variedad de identidades, que influyen, y a veces determinan, actitudes y estilos de vida. Es importante reconocer que esas variables de identidades, tanto reales como pretendidas, se han incorporado sistemáticamente en las dinámicas operacionales del mercado. La racionalización de técnicas de mercadeo, en otras palabras, integra cotidianamente la consideración de variables de identidad sectorial y cultural en la formulación de estrategias de publicidad. Es algo irónico que en un mundo cada vez más globalizado las técnicas de mercadeo maticen el proceso natural de nivelar y uniformizar mercados, al momento de organizar los mensajes publicitarios y promocionales, mediante la incorporación sistemática de criterios diferenciados de identidad, los llamados demographics.

Paralelamente, los medios de comunicación organizan su producción y programación a base de identidades sectoriales. Categorías como niños, amas de casa, yuppies, deportistas, adultos y cristianos, entre otros consumidores, son ejemplos de la aplicación de criterios de identidad subsidiarios al momento de crear y vender productos o servicios. Los horarios de las emisoras y la publicación de revistas y periódicos también se orientan en torno a las variables de identidad que provee la estratificación formal del mercado. De ese modo, los grandes medios se constituyen en un componente estratégico muy importante en el mercado, delatando una complicidad estructural esencial para llevar a cabo la tarea diaria de formular y fortalecer identidades. Muchos científicos sociales, incluyendo al antropólogo mexicano Ernesto García Canclini, concluyen que la vasta presencia de los medios de comunicación en los hogares de todos los sectores sociales, afecta en forma muy íntima a los procesos de socialización y, por lo tanto, a la formación de identidades.

Esto nos lleva a reconocer que, a pesar de que tradicionalmente se piensa en la identidad como algo real, como un conjunto de características que conforman una manera particular de ser, paralelamente corre -en todo contexto social moderno- otro tipo de identidad que el mercado designa como una aspiración. En tanto el valor primario de una cultura populista es la movilidad social, la noción de lo que se percibe como “símbolos de la buena vida”, aunque contrasten con la realidad inmediata, llega a ocupar un lugar predominante en el imaginario de la identidad. Por demás, la enorme influencia de los medios de comunicación mantiene ese espejismo cada vez más vivo, matizando la incertidumbre que se vive a diario, con fantasías de acceso a la prosperidad del consumo y el privilegio. Cuando el mercado utiliza la identidad como criterio estratégico para el montaje publicitario, no está privilegiando la realidad social, sino su dimensión a lo que le gustaría aspirar. Por eso, los escenarios que recrean los anuncios de productos o servicios no referencian los ambientes populares reales, sino aquellos a los cuales se supone que aspiramos. La institución del celebrity funciona de manera semejante. Su popularidad en los deportes, la farándula o la política, cabalga sobre la fantasía de riquezas y privilegios.

6- Por otro lado, la aceleración de la actividad migratoria en el mundo durante las últimas décadas -de sur a norte y de este a oeste- , ha hecho de la identidad un asunto que con frecuencia se plantea como cuestión urgente de supervivencia y reafirmación colectiva, natural e histórica, frente a la amenaza del otro. En Europa, Estados Unidos y América Latina, el asunto migratorio ha causado considerables conflictos sociales y políticos. Durante la última elección general en Francia, uno de los temas de campaña principales del candidato derechista Nicolás Sarkozy (hoy presidente galo), fue la inmigración. La presencia de numerosos inmigrantes musulmanes en el país, su persistente reclamo por mantener su identidad religiosa y cultural en el seno de la nación receptora, el resentimiento de sectores autóctonos que se sienten desplazados por los nuevos vecinos, y las tensiones que resultan en eventos espontáneos de violencia social, han polarizado a Francia, según se desprende de la intensidad retórica de las pasadas elecciones.

En Estados Unidos, un conocido académico de la Universidad de Harvard, Samuel Huntington, ha hecho un llamado para disminuir el flujo migratorio de Hispanoamérica, especialmente de México, por ser éste el más numeroso y visible. Su propósito, según argumenta, es preservar la identidad cultural del país. Según Huntington, la cultura dominante tradicional en Estados Unidos es anglosajona y protestante, y su idioma sólo es uno, el inglés. Por lo que la enorme escalada de la inmigración hispana la diluye y debilita, poniendo en peligro su integridad y permanencia. Huntington -para quien los puertorriqueños no son técnicamente inmigrantes, aunque para efectos de su argumento sí lo son- aboga por un control migratorio estricto y por una política de asimilación de los inmigrantes. Su argumento no es racista, en el sentido tradicional de sentirse superior al que llega pero sí es exclusivista, en tanto reclama el derecho del grupo social (nacional) a proteger la integridad de su ambiente cultural. Para estos fines no es necesario calificar al otro de inferior; basta con reglamentar y limitar la escala de su presencia.

7- En Puerto Rico, a pesar de nuestra secular familiaridad con eventos migratorios, no hemos podido evadir la problematización posmoderna del fenómeno inmigratorio. Es cierto que estamos acostumbrados a que los controles migratorios no estén en nuestras manos (primero bajo España y luego bajo Estados Unidos), pero ese hábito no ha impedido que el aumento reciente de la inmigración dominicana haya generado confusión en el ambiente social, al grado de afectar las normas culturales, exacerbando en ocasiones lo que nos hace diferentes, mediante la exclusión y la mofa a expensas del tradicional sentimiento de solidaridad. La problematización de la inmigración dominicana en el país coincide en el tiempo con la introducción de tres de las tendencias más definitorias de la economía globalizada: el incremento mundial de la desigualdad económica; el desplazamiento masivo de núcleos poblacionales, desde zonas más carenciadas hacia ambientes percibidos como más prósperos; y la creciente inestabilidad e inseguridad de los mercados laborales.

8- La relación migración-identidad se manifiesta en forma más problemática en la diáspora puertorriqueña. Es harto conocido el empeño que generalmente ponen los individuos y familias puertorriqueñas que emigran a Estados Unidos, por mantener símbolos de identidad que los aten emocionalmente con su cultura de origen. Además de privilegiar la proximidad física de lugares de convivencia y diversión, se valora obsesivamente el idioma, las costumbres familiares, el arte popular (en especial la música) y la gastronomía, elementos que se convierten durante esta especie de exilio en cotidianas ataduras de identidad. “Soñando con Puerto Rico” opera en este contexto como el himno identitario de un éxodo donde persiste el sueño del regreso.

La diáspora boricua ha generado una polémica sobre la identidad que no parece tener fin. Unos afirman que el desplazamiento migratorio no afecta la identidad esencial, aún en segundas y terceras generaciones. Pero otros insisten en que, al emigrar, los individuos trasladados y las comunidades puertorriqueñas que se asientan en EE.UU. pasan a formar parte de la dinámica étnica de este nuevo país, su nuevo país, como lo hicieran los descendientes de las anteriores migraciones irlandesas e italianas. El término Hispanic-Americanrefleja esta noción diferenciada que desparticulariza al inmigrante latinoamericano, mientras le asigna una nueva identidad étnica separada del mainstream blanco y anglosajón. Y el discurso político en Puerto Rico refleja esta dicotomía. Los defensores de la primera teoría, por ejemplo, insisten en que los emigrados deben retener (por derecho natural de ser puertorriqueños) el derecho de participar en nuestros procesos plebiscitarios. El concepto de nación dividida expresa adecuadamente esa postura teórica. Otros, sin embargo, insisten en la territorialidad y unidad lingüística de la identidad nacional, particularmente cuando se trata de segundas y terceras generaciones. Un puertorriqueño que reside temporalmente en Nueva York comentó, mientras observaba la parada anual puertorriqueña, que para el estadounidense mainstream la bandera de Puerto Rico es más un emblema del gueto que un símbolo nacional.

9- Hay que tener presente, ante esta polémica, que la diáspora puertorriqueña presenta una enorme diversidad de experiencias personales y familiares, donde juegan su papel elementos generacionales, profesionales, personales, raciales y -sobre todo- de clase social. En esta escala de variables, y según han experimentado ya varias generaciones, se diversifican las causas y procedencias sociales de los emigrantes, y aumentan los patrones de dispersión geográfica, haciendo imposible generalizar la cuestión de identidad. La polémica sobre la identidad de la diáspora se inserta en una crisis general, aquella que surge del reconocimiento de la pluralidad de sujetos dentro de los límites nacionales. El reconocimiento de la coexistencia de múltiples identidades, que compiten entre sí, ha puesto en duda que exista tal cosa como “identidades nacionales”; éstas, en realidad, han sido inventadas por proyectos históricos, políticos y culturales, para legitimar la institucionalidad de los Estados Nacionales y el orden social, aunque no tienen nada que ver con la realidad social e histórica.

En Alemania, cuando se desplomó la Unión Soviética, se desató una extensa discusión pública en torno a la unificación de la República Federada (Alemania Occidental) y la República Democrática (Alemania Oriental). El argumento a favor de la unificación se basaba en otros dos, uno histórico y otro cultural. El primero reconocía que antes de la guerra ambos territorios habían sido parte de un solo país; el segundo insistía en que la expresión geográfica de la cultura alemana debía constituirse en un Estado Nacional alemán. El escritor Günther Grass, sin embargo, optó por una postura diferente y minoritaria. Desde el punto de vista histórico, el Estado Nacional anterior, tanto bajo el Imperio Wilhelmino (denominado así por Guillermo II, último káiser o emperador) como sometido al dominio del Tercer Reich, había sido factor de tensión en el continente, desatando un insólito nivel de violencia y destrucción. Por otro lado, la polarización política que había caracterizado al territorio alemán por siglos, había creado una cultura de alto nivel. Por tanto, la noción de que una cultura debía encontrar una expresión política en un Estado nacional único, podría resultar, decía Grass, en un aumento de tensión política en el continente. Es cierto que existe una cultura alemana, pero esa cultura estaba entonces repartida en varios Estados (las dos Alemanias, Suiza, Austria, Luxemburgo y Polonia), y así debía continuar. En otras palabras, para Günter Grass, una cosa es identidad cultural, y otra identidad política nacional. Es anacrónico, por lo tanto, insistir en que una debe responder a la otra.

10- La nacionalidad, y su referente directo, la identidad nacional, puede definirse de muchas formas. En Puerto Rico, por ejemplo, se han propuesto dos hipótesis. Una reclama que sin soberanía política no hay nación. La soberanía, de acuerdo con esta teoría, es un requisito ineludible de la identidad nacional. Esta es la postura que esbozó el gobernador Pedro Rosselló, cuando hizo la expresión pública de que Puerto Rico no es una nación porque no está constituido en una nación política, es decir, soberana. Otros insisten, en cambio, en que la unidad cultural es suficiente para sustentar una identidad nacional, independientemente de si ostenta o no la soberanía jurídica. La soberanía, en este caso, no es un requisito de nacionalidad, sino una aspiración legítima y autorizada -por derecho natural- de toda nacionalidad real e histórica.

La relación entre nacionalidad y estado nacional ha sido motivo de grandes polémicas por más de dos siglos. Desde la primera mitad del siglo XIX, a partir de las guerras de independencia y durante el régimen despótico español, se desató en el país una energía creativa dirigida a descubrir los rasgos de una identidad diferenciada del resto de los territorios controlados por el imperio. Es precisamente en la década de 1840 cuando brotan las obras literarias que habrán de iniciar el proyecto de identidad del país: Aguinaldo puertorriqueño (1843), Album puertorriqueño (1844), Cancionero de Borinquén (1846) y, de Manuel Alonso, El Gíbaro (1849). Más tarde irrumpe en el escenario cultural la pintura de Francisco Oller, formado en España y Francia, que demuestra en su última fase una dedicación al proyecto de identidad. Oller, en su obra, busca los signos de una cultura agraria madura que incorpora ya una nacionalidad propia. La mirada panorámica e incluyente de Oller retrata en sus paisajes la fisonomía de un pueblo y su ambiente. Su interés por la tipología delata una postura política contenciosa ante un régimen que no reconoce la identidad del país, y mucho menos su derecho a la libertad política. Oller dignifica lo autóctono con una estética cotidiana, tan simple como un bodegón con pajuiles, reclamando así un espacio en el orbe. En sus palabras: “Tenemos necesidad de cuadros que representen nuestras costumbres, que corrijan nuestros defectos y exalten nuestras buenas acciones”.

11- Los ejemplos históricos de reclamos nacionales durante los siglos XIX y XX son constantes, creando un hilo impresionante de continuidad que no cesa hasta nuestros días. Domina en ellos una obsesión por descubrir la realidad de lo que somos, como requisito para pensar proyectos de futuro. Hostos, Baldorioty, Betances, Zeno Gandía, Brau, Lloréns, de Diego, Pedreira, Albizu, Corretjer, Tomás Blanco, Palés Matos, René Marqués, y José Luis González, entre otros, produjeron un largo catálogo de textos, empeñados en descubrir y validar nuestra particular identidad. En las artes plásticas, cuando se realiza la modernización del país bajo la égida del Partido Popular, surge la llamada generación del ‘50, la más prolífica de nuestra historia. Aquí nacen tres proyectos de identidad diferentes y complementarios. Uno está representado por Rafael Tufiño, quien busca las claves de la identidad en los rostros y eventos de la cotidianidad popular. El segundo está encabezado por Carlos Raquel Rivera, quien privilegia en cambio una visión contestataria de la realidad social, previendo en sus imágenes la transformación hacia un mundo mejor. Y la tercera visión -que habrá de predominar en las generaciones subsiguientes- está encarnada por Julio Rosado del Valle, cuyo enfoque formalista subordina el sujeto a la representación de colores, texturas y otros elementos estéticos que extrae de su particular experiencia puertorriqueña. La identidad aquí no es una búsqueda consciente centrada en imágenes de nuestro particular ambiente, sino el resultado ineludible del proceso creativo mismo, en tanto éste expresa, en su ilimitada diversidad, las claves de sus raíces culturales.

12- En Puerto Rico, el asunto de la identidad ha generado una crítica voraz en torno al auge de una sensibilidad neo-nacionalista. Algunos observadores apuntan que la obsesión por descubrir y promover los rasgos de la esencia nacional (percibida tradicionalmente como algo dado y, por lo tanto, estático) se agota ante el reconocimiento general de la pluralidad social y ante el proceso inexorable de transformación histórica. Insistir en que existe una identidad nacional esencial, que amerita nuestra lealtad y devoción porque constituye la primera línea de defensa ante la imposición de una cultura foránea, ha creado un falso sentimiento neo-nacionalista, que trivializa el diálogo político y la producción cultural, entorpeciendo de paso la agenda real de imaginar futuros más razonables y dignos.

La acusación de que las identidades son inventos discursivos que no representan la realidad, porque la desvirtúan, ha hecho que la mirada crítica se dirija hacia aquellos escritores y artistas que han asumido la función de articular identidades, y se los describe como cómplices de un proyecto histórico de las clases dominantes. Son muchos los estudios en Occidente que acentúan la estrecha relación histórica entre el surgimiento de las burguesías, el nacionalismo y los Estados nacionales. Esa ascendente burguesía encontró un amplio apoyo estructural en la normativa humanista, republicana y liberal, con sus nuevos paradigmas políticos, científicos, literarios y artísticos. Mientras tanto, las clases agrarias de las haciendas en América Latina confirmaban su supervivencia, integrando a su universo ideológico las nuevas normas de la modernidad, particularmente en lo que atañe a nacionalismo, alta cultura y Estado nacional.

No obstante, el neo-nacionalismo que observamos en Puerto Rico es más de corte populista que burgués. Es cierto que las clases hacendadas -representadas, por ejemplo, por José de Diego- abrazaron la identidad hispánica como estandarte de liderazgo y resistencia ante la hegemonía de Estados Unidos. También lo es que el movimiento nacionalista de la primera parte del siglo XX, en su oposición al régimen estadounidense, adoptó una visión esencialista de nuestra identidad, asociándola con la herencia española y el catolicismo tradicional. Ambos casos delatan cierta rebeldía política, pero en realidad son actitudes conservadoras en cuanto a cultura y visión social.

Con el advenimiento de la modernidad, a partir de la pos-guerra y el proyecto del Partido Popular, se aceleró en Puerto Rico el desarrollo de la cultura populista. Una de las características principales del populismo del siglo XX es que antepone el paternalismo de Estado sobre el conflicto de clases. Las promesas de prosperidad que ofrece el progreso tecnológico desarticulan viejas lealtades y ubican los valores de la modernidad, promovidos por las instituciones del Estado, al tope del tótem de la sensibilidad política. La cultura dominante populista, en otras palabras, es fundamentalmente nacionalista, en tanto privilegia a la identidad nacional -sobre todo lo demás- como sujeto del paternalismo benefactor estatal. Pueblo y nación pasan a ser sinónimos, y es en el contexto del Estado nacional donde se ubican las fronteras territoriales de la identidad.

Hay que recordar que el valor social supremo del populismo es la movilidad social, según la cita anterior de Bauman. El populismo encumbra el tema de la identidad porque antepone la promesa de “cambio” al valor de la permanencia. No es de extrañar, por lo tanto, que la idea de “progreso mediante el cambio” esté tan presente en todos los eventos electorales. No obstante, si el futuro ha de ser algo diferente, es decir, mejor, el sujeto sigue siendo el “pueblo” tal y como se concibe hoy, definido, dignificado y encumbrado por los símbolos nacionales.

En los países independientes de América, en los años ‘50, los términos pueblo y nación eran sinónimos. En Puerto Rico, debido a su subordinación política a un estado mayor surge el término Pueblo de Puerto Rico, que significa lo mismo en cuanto a identidad se refiere. En la década del ‘50, durante la creación del Estado Libre Asociado, se crea un proyecto político llamado Operación Serenidad – que incluye la creación del Instituto de Cultura Puertorriqueña- que incorporó a su programa la misión de fortalecer y promover la identidad esencial del Pueblo de Puerto Rico.

Fue entonces cuestión de poco tiempo para que los valores de identidad del pueblo arroparan al diálogo político. Y vale señalar que, antes de que el Partido Popular adoptara el uso de términos como patria y nación, el movimiento anexionista integró a su imaginario político los símbolos populistas nacionales. La fundación del Partido Nuevo Progresista, en sustitución del viejo Partido Estadista Republicano, representa un reconocimiento de la hegemonía populista sobre la cultura política del país. En este contexto debemos concluir que el neo-nacionalismo no es un proyecto sectorial en Puerto Rico, sino un fenómeno de país afincado en la mentalidad populista que define la modernidad puertorriqueña.

13- En Hispanoamérica, el proceso histórico fue similar en cuanto al desmantelamiento del viejo imperio español y la adopción de valores republicanos. Pero, contrario a Estados Unidos, la creación de entidades políticas resultó ser más un patrón de dispersión que de unidad. La unión panamericana no se logró, a pesar de los esfuerzos de muchos, incluyendo a Simón Bolívar, y en su lugar se establecieron, desde América Central hasta la Patagonia, más de veinte repúblicas soberanas, todas bajo el mito republicano nacional y los valores morales de la modernidad ilustrada.

La necesidad de crear un espíritu de cohesión interna en las nuevas repúblicas, incorporó al proceso institucional de nation building la necesidad de definir las nuevas identidades nacionales, en tanto diferentes de las otras repúblicas hermanas. Había que adoptar la noción de que la territorialidad de los nuevos Estados no era arbitraria, que no era producto de accidentes o coyunturas. Aquí el proceso se tornó más difícil que en Estados Unidos, por el interés de resaltar diferencias culturales no sólo ante el viejo imperio y las demás naciones europeas, sino ante repúblicas vecinas que por siglos habían compartido una experiencia histórica. La unidad política, social, económica, religiosa y lingüística del imperio español quedaba ahora fragmentada en la constitución de Estados soberanos separados.

Durante los siglos XIX y XX, por lo tanto, abunda en Latinoamérica una literatura histórica, teórica, artística y crítica, empeñada en descubrir las características particulares de cada nacionalidad. Los siglos XIX y XX son feroces en cuanto a la producción de literatura identitaria. Los ejemplos son muchos: Civilización y barbarie, Ariel, Doña Bárbara, La raza cósmica, El laberinto de la soledad,Radiografía de la Pampa, Calibán, Contrapunto del tabaco y de la caña, Nuestra América, Siete ensayos para una interpretación de la realidad peruana, son apenas una muestra de esta manía identitaria.

14- Una mirada al nacionalismo de la modernidad descubre casos de insólita violencia y destrucción. Hay sobrados ejemplos donde se han cometido crímenes contra la humanidad cuya escala reta a la imaginación. La Alemania nazi y el Nacional-catolicismo del Franquismo, en España fascista, son dos ejemplos que bastan para ilustrar la barbarie que resulta cuando la identidad nacional no se detiene en el reconocimiento de rasgos compartidos como justificación de unidad (cultural y política), sino que va más allá y percibe al otro como un enemigo que hay que desplazar, destruir y conquistar. Pero esa desviación patológica no acompaña necesariamente al nacionalismo. También es posible utilizar la cohesión que provee el concepto de identidad nacional para propósitos de liberación y nation building, no en oposición a los otros, sino en solidaridad con ellos. La desintegración de los viejos imperios al terminar la Segunda Guerra Mundial fue posible por el desarrollo de movimientos de liberación nacional montados sobre nociones de identidad. La liberación de países como los del este de Europa, Singapur, India, Filipinas, muchas islas del Caribe anglófono, y más tarde Vietnam, no hubiese sido posible sin un germen nacionalista. En Irlanda, la cuestión de la identidad cultural fue central en la confección de proyectos políticos y estrategias de lucha, que desembocaron en su independencia de Inglaterra y en la creación de la República Irlandesa.

15- Vale añadir un comentario sobre una posible confusión. Hemos dicho que la problematización de la identidad es una invención de la modernidad, pero esta aseveración no invalida lo que algunos historiadores de las ideas, como el chileno Eduardo Devés, han observado. Nos referimos al hecho de que, más allá de un binomio, también se ha detectado una especie de antinomia identidad-modernidad, que ha inducido críticamente al pensamiento latinoamericano desde mediados del siglo XIX. Según Devés, diversos grupos de pensadores latinoamericanos en cada período histórico (sea por modas, generaciones, escuelas…) han acentuado lo modernizador o lo identitario. Lo modernizador ha cambiado en cada época, moldeado de acuerdo con cuestiones específicas y usualmente extranjeras, percibidas como ajenas, que provienen de aquellos países que parecen ir a la vanguardia del progreso y tienen como símbolo alguna tecnología. Por el contrario, lo identitario, aunque también se modifica en cada época, insiste en apegarse a lo autóctono, que no se concibe como una limitación, sino como el reconocimiento de una realidad particular que permite pensar en futuros más reales y consecuentes. La alternativa, la adopción de esquemas que provienen de otros ambientes, del centro del mundo moderno, propende en cambio a la alienación y la inutilidad. El pensamiento latinoamericano, concluye Devés, sigue hoy en esta disyuntiva, y en la búsqueda de una conciliación.

Epílogo
El proyecto dominante de la globalización, de esa economía política de la incertidumbre, se centra en el desmantelamiento de la capacidad de los Estados nacionales para limitar el comportamiento del gran capital. Esa condición sans frontières, promovida por empresas mediáticas, también globales en sus estructuras o visión, ha tenido efectos dramáticos sobre la realidad social mundial. Entre otros, mencionemos la producción de insólitas riquezas, el aumento de la desigualdad en la distribución de recursos, el empobrecimiento de las masas excluidas y las clases medias, el brutal aumento de flujos migratorios, la inestabilidad de los mercados laborales, el incremento en corrupción gubernamental (apodado recientemente cleptocracia), la inseguridad política y las tensiones sectoriales, la apropiación de los recursos ambientales por parte del mercado, la proliferación de instituciones penitenciarias, la disminución del gasto público en educación, la hegemonía del cánon neo-liberal que interpreta la globalización como inevitable y, no menos importante, un sinfín de profundos cambios culturales que afectan los niveles generales de confianza y esperanza.

Ante este estado de crisis mundial, se han enarbolado banderas críticas. Se condena el estado de depredación económica y de resurgente autoritarismo que restringe las libertades tradicionales. Y se lamenta que hombres y mujeres muestren preferencia por el corto plazo, carezcan de planes de vida y se abandonen a la banalidad y el egoísmo de deseos hedonistas, sobre todo del consumo, sin sopesar las consecuencias personales y colectivas. La búsqueda de opciones al clima de escepticismo y deterioro institucional se escucha hoy por todas partes, mientras se deplora la proliferación de actitudes nihilistas y cínicas. Críticos de esta expansiva decadencia cultural perciben que esta condición anímica es una respuesta razonable, ante las circunstancias reales de un mundo donde el futuro se percibe más como una amenaza que como una tierra prometida.

Muchas de estas críticas, sin embargo, rehúsan encontrar remedios en las estructuras de los Estados nacionales, a pesar de sus logros históricos y probada capacidad reglamentaria y benefactora. Parece haber pocas esperanzas en la protección que puedan ofrecer las desprestigiadas burocracias de los mega-estados, lo que aquí solemos llamar “gobiernos”. Y también hay un reclamo por forjar nuevas identidades que reemplacen a las tradicionales nociones nacionalistas, que no han servido de resistencia efectiva ante el nuevo orden depredador del gran capital.

No obstante, el mundo que nos ha tocado vivir (como todos los demás, en definitiva) es un estado temporal de la humanidad. Y, como producto de la historia, está destinado a ser transformado. El orden institucional actual, lejos de responder a leyes naturales, se nutre de intereses y nociones ideológicas que son, por naturaleza, transitorios. Pierre Bourdieu escribió, poco antes de morir, que el Estado Nacional, a pesar de que no merece mucho entusiasmo y lealtad, sigue siendo la única herramienta jurídica y política para controlar la expansión de los intereses de la economía global. Parece ser, en otras palabras, que la agenda mundial habrá de estar centrada no en el desmantelamiento de los Estados nacionales, sino en su transformación.

La imperiosa tarea de erigir nuevos proyectos políticos apenas comienza. Pero no olvidemos que pensar en opciones válidas, y organizar acciones transformadoras correctivas, sea o no a través del Estado, requiere inevitablemente cultivar un sentido de identidad que nos afinque en la realidad y en el porvenir. La habilitación de proyectos políticos transformadores no exige encumbrar la identidad colectiva, histórica, pero sí reconocer que no podemos eludir sus reclamos. La necesidad imperiosa de rescatar la ilusión, de permitirnos cobijar -como ha dicho Barack Obama- la osadía de la esperanza, nos obliga a problematizar lo que somos y dónde estamos, sin dejar de pensar en lo inalcanzable.


Autor: Roberto Gándara Sánchez
Publicado: 28 de septiembre de 2010.