Crisis en la civilización contemporánea

Jaime Benítez

Aprecio grandemente el honor que me concede esta Junta al nombrarme Humanista Conferenciante del Año 1986. Además de agradecer tan inesperada designación me satisface que se extienda el concepto humanista más allá de quienes cultivan y enriquecen las letras. Incluye también a quienes centran su interés en entender y servir el potencial del semejante y de su sociedad.

Sócrates enseñó que el buen maestro es el que logra sacar fuera lo mejor que el alumno lleva dentro de sí. La educación aspira, según Ortega, a preparar al estudiante para ser quien es y para serlo en el mejor mundo que él puede ayudar a hacer posible. Ahora bien, ser uno mismo constituye la más difícil meta del ser humano. Significa descubrir y hacer prevalecer lo más valioso que hay en cada uno. Es una tarea conjunta en la que participan con mayor o menor eficacia el educador, el educando, la circunstancia, la época.

En un extenso diálogo con el intelectual japonés Daisaku lkeda, Arnold Toynbee sostuvo en 1976 que: “La educación debería ayudar a comprender la significación y el fin de la vida y debería ayudar a descubrir la manera correcta de vivir. Creo que el correcto camino espiritual es fundamentalmente idéntico para todos los seres humanos. Y el correcto camino práctico fue también el mismo para toda la humanidad en la era anterior a la división del trabajo, que se hizo necesaria al cambiar la organización social y la técnica de la humanidad, las cuales pasaron de su original simplicidad a una creciente complejidad.

En la era de la civilización técnica, la educación tiende a satisfacer necesidades mediante el adiestramiento profesional en ramas especiales del saber y en tipos especiales de conocimientos. Pero antes de comenzar a ejercer, cualquiera que haya recibido formación profesional debería prestar el juramento hipocrático que se exige a los que han de ejercer la profesión médica. Cada nuevo profesional debería comprometerse a emplear sus conocimientos especiales y su pericia en el servicio de sus semejantes y no en su explotación. Debería dar prioridad a esta obligación de prestar servicios antes que a su necesidad de ganarse el sustento para si mismo y para su familia. El ideal al que debiera consagrarse es el de prestar máximos servicios y no el de obtener máximos beneficios”.

Nuestra Ley Universitaria de 1942 estableció esa prioridad con 34 años de antelación al dictamen de Toynbee. Cito de su Declaración de Propósitos: “La Universidad en su obligación de servicio al pueblo de Puerto Rico debe… preparar servidores públicos. Debe entenderse por servidor público todo el que, habiéndose valido de las oportunidades que proporciona el pueblo de Puerto Rico a través de su Universidad, se gradúa en la misma. En este sentido, no es servidor público solamente el que labore en instrumentalidades del Gobierno, sino toda persona equipada con la educación universitaria en cualquier posición, profesión, actividad, pública o privada, o género de vida productiva que emprenda en uso del equipo intelectual suministrado por la Universidad.

“De eso se desprende la obligación universitaria de estimular e ir desarrollando un profundo sentido de unidad en el pueblo puertorriqueño, siendo parte imprescindible de ese sentido de unidad una clara, serena y honda disposición hacia la responsabilidad social por parte de los graduados de la Universidad”.

“Todos los demás objetivos de la Universidad de Puerto Rico evidentemente han de ser armónicos con éstos”.

Este texto merecía continuidad histórica. No me explico por qué fue eliminado en 1966 de la presente Ley Universitaria. Retener los textos iniciales es importante para subrayar la continuidad de sus principios. Aquella declaración de propósitos debió conservarse como testimonio del compromiso moral que contraen los beneficiarios de la Universidad con la comunidad que la hace posible.

En otra ocasión examinaré la responsabilidad de los profesionales en Puerto Rico. Hoy quiero referirme a quienes dieron comienzo a nuestra instrucción pública, los maestros de escuela primaria y secundaria. Ellos, por encima de todos los demás profesionales puertorriqueños, han ejemplarizado como nadie más en nuestra tierra ese ideal ético de servicio. Basta hacer un poco de memoria.

En 1885, hace poco más de un siglo, advertía Rafael María de Labra en las Cortes españolas:

“Todo el presupuesto de instrucción pública en Puerto Rico se eleva a 20,000 pesos, es decir a una cantidad absolutamente igual al sueldo personal del Gobernador. Se han necesitado cerca de 20 años para establecer el actual Instituto de Segunda Enseñanza ya decretado hacia 1866 y todavía no se ve la probabilidad de una Escuela Normal para maestros”.

Quince años más tarde, en 1900 comenzaron los programas de preparación para maestros en Fajardo. El 12 de marzo de 1903 se establece por ley, en Río Piedras, la Universidad de Puerto Rico a la que se traslada la Escuela Normal. Cuando cursé el primer grado en Juncos en 1913, a menos de tres décadas del requerimiento de Labra, ya la escuela pública constituía una realidad decisiva a través de todo Puerto Rico. El maestro puertorriqueño con su dedicación perseverante a la enseñanza fue la clave para erigir en corto plazo un sistema de instrucción pública. Recuerdo que Mon Rivera, el plenero mayor de Mayagüez, antes de empezar a trabajar en el Colegio me explicó su curricuium vitae y entornando los ojos con estremecedora nostalgia me dijo: “Llegué hasta el segundo grado… de la escuela de antes”.

Existieron desde el comienzo y siguen existiendo hasta el presente fallas en el sistema, ineficiencias, dificultades de índole distinta en diversas etapas. Pero hay un hecho innegable. El maestro puertorriqueño ha sido brújula de su sociedad. En su compromiso de cumplir su responsabilidad social y humana ha subvencionado, más que el erario público, con su sacrificio y esfuerzo personal el sistema de instrucción pública. Eso le debemos las demás profesiones a nuestros maestros en la escuela pública.

Raras veces nos detenemos a pensar el papel tan significativo que ha desempeñado en nuestras vidas aquel maestro o aquella maestra de los grados primarios que nos enseñó a leer, a interesarnos en los cuentos, en las adivinanzas, en la lectura, en la poesía, en la historia, en la geografía.

Con frecuencia escuchamos quejas, a veces justificadas, de lo que no hace la escuela. Recordemos que una de las cosas que no hace y que nunca ha hecho la escuela ha sido llevar el mensaje de la violencia o del consumerismo a la casa del alumno. La sociedad puertorriqueña en general y específicamente la nueva y amplia clase media hace ya varias décadas que le ha dado la espalda a la escuela pública. Personas que se educaron en ella no envían ahí sus hijos. No miran ya en esa dirección. Buscan soluciones particulares al asunto de la educación. Se han desentendido del sistema, de sus problemas, de sus programas, de su suerte. El costo social y humano de ese abandono, de esa indiferencia nos resulta cada vez más alto. Uno de sus efectos más adversos radica en la segregación social con que se anula uno de los mayores logros de la escuela primaria de antes, la integración educativa de nuestra población escolar.

La más urgente reforma educativa que necesita el sistema de instrucción es un cambio radical en la actitud de la ciudadanía con referencia a la escuela pública. No podemos dar por perdida la institución a la que concurren en busca de enseñanza 4/5 partes de nuestros niños y adolescentes. Tenemos que proveerle libros a las bibliotecas escolares y a cada estudiante, microscopios a los laboratorios, instrumentos musicales, equipos de deportes y sobre todo, horas de tutoría al que las necesite. Tenemos que volver a sentir la escuela pública como centro de esperanzas y de lealtades cívicas.

La situación es crítica y desesperada. Hay que poner en marcha la imaginación y la voluntad individual para ayudar a la escuela pública a resolver su crisis. La deserción escolar no es sólo de los niños que abandonan la escuela. La deserción escolar es de la ciudadanía que no acude junto al maestro y al trabajador social a ayudar a prestar su concurso y su ayuda.

Robert Oppenheimer nos ofrece una orientación muy válida cuando dice: “Yo no sé lo que puede hacerse para restaurar el equilibrio entre lo que conocemos algunos y lo que forma parte de la cultura común. Pero no debe ser por culpa nuestra por lo que se dejan las cosas como están ni por falta de vigor en desarrollar los múltiples, difíciles y parciales remedios. Todo estriba en nuestro cumplimiento como mejor podamos y en uno de los muchos y diferentes sentidos de la palabra en nuestro papel de maestros”.

Habla quien no tiene quejas de la sociedad puertorriqueña en el prolongado término de su gestión educativa ni como maestro ni como dirigente institucional. Al contrario. Porque sé cuán valioso es el respaldo de la ciudadanía, el interés de la ciudadanía en la labor educativa es que me siento en disposición de hacer este urgente señalamiento sobre la escuela pública.

El profesor universitario disfruta de un fuero más congruente con su tarea, de condiciones de trabajo más holgadas, de más amplios horizontes culturales. Forma parte de una antigua tradición que se inicia en Atenas con la Academia de Platón para el estudio de las ciencias naturales y las ciencias humanas allá para el año 387 antes de Cristo. Pertenece a una congregación de escolares, a una sede rodeada de bibliotecas, laboratorios y estímulos culturales. Así era ya la Universidad de Puerto Rico en 1931 cuando vine a formar parte de su claustro por un año, luego de seis de estudios en la Universidad de Georgetown. Me quedé por cuarenta, once como instructor y el resto como dirigente institucional.

¿Qué descubrí en la Universidad de entonces que opté por abandonar la profesión de abogado antes de ejercerla y me dediqué a la enseñanza y al estudio?

Además de un interesante grupo de compañeros de claustro y de una indispensable biblioteca, fueron los estudiantes quienes me indujeron a determinar el cambio de vocación.

Confirmaba a diario en aquellos viejos salones de Baldorioty o de Pedreira el lejano eco del dictum de Aristóteles “todos los hombres desean aprender”. Las mentes ávidas de los alumnos, su curiosidad intelectual, su continuado interrogar más allá del salón de clase me llevaron a ir estudiando y aprendiendo junto a ellos en el proceso de escrutar las grandes cuestiones de la civilización contemporánea.

Se dice de los buenos maestros que pueden enseñar lo que aprendieron la noche anterior con el aplomo de quien toda la vida ha sabido lo que enseña. No comparto ese criterio. Nunca les oculté a los alumnos que caminábamos a la par en la búsqueda del conocimiento y que la respuesta a su pregunta de hoy la había aprendido anoche.

En recuerdo de mis alumnos de entonces el tema de hoy gira en torno al curso en que hice mis primeras armas académicas: “La Civilización Contemporánea”. Aquel inolvidable curso de seis créditos fue mi mayor acicate intelectual. Entre sus muchas lecturas nos advirtió Terencio que “hombre soy y nada humano me es extraño”. Mi entusiasmo académico me llevó a compartir primero con mis alumnos, y luego desde la rectoría con todos los universitarios, las obras de Homero, de Sófocles, de Platón, de Dante, de Descartes, de incorporar mediante el Programa de Estudios Generales lo que en La misión de la Universidad Ortega y Gasset llamó la primera fase de la vida académica. Junto a lo anterior el afán por incorporar al claustro profesores extranjeros, por enviar nuestros jóvenes claustrales a las mejores casas de estudio del exterior, por propiciar viajes de estudio a Europa, dio margen a que en momentos controversiales se me acusara de intentar ser más occidental que puertorriqueño.

En la esfera personal son tan hondas mis raíces en este suelo histórico, me siento tan vinculado a todos los puertorriqueños vivos así como a los muertos que considero un privilegio y una responsabilidad ser de aquí y servir aquí. Nunca he creído menester hacer alarde de esa actitud ni de ese compromiso irrevocable.

Como buen puertorriqueño y deseoso que los demás también lo sean –cada cual a su modo– estimo válida la exhortación de Goethe en La educación de Wilhem Meister: “La manera más rápida que tiene el hombre para conocerse a sí mismo es dándole la vuelta al mundo”. La excursión a otros ambientes, por barco o aeroplano y si se prefiere mediante la imaginación desde una biblioteca, resulta ser la mejor preparación para recalar luego en nuestro propio suelo. Entonces podremos entrever a Puerto Rico desde una perspectiva más amplia y realista a la vez que contribuir a su futuro con mayor eficacia. Dos de los grandes poetas de nuestra lengua, Rubén Darío y Luis Palés Matos, volaron por el mundo con su imaginación y sus lecturas antes de salir el primero de Nicaragua y el segundo de Guayama. Y sin embargo… viajó uno por París, el otro por Timbuctú con mayor creatividad que cuantos hemos transitado por tierra, mar y cielo.

Los grandes maestros de todos los tiempos nos ayudaron a explorar los rumbos de la Civilización Contemporánea.

La poderosa fuente de igualdad humana que fue la imprenta; el cambio en la visión del mundo que acompañó el descubrimiento de América; el estremecimiento religioso y político adscrito a la Reforma Protestante; las grandes figuras del Racionalismo y de la Ilustración; el desarrollo de la ciencia experimental; de la técnica, de la teoría del progreso, de la educación; el efecto de las tres grandes revoluciones: la norteamericana, la francesa y la rusa; de la industrialización, de las ideologías, fueron aspectos ilustrativos del tránsito del hombre por la historia. Somos ese ser social contradictorio que ama y que odia, que ignora y que aprende, que crea y que destruye.

A medida que transcurre el siglo aquella civilización contemporánea sobre la que empecé a reflexionar con mis alumnos hace 50 años ha acentuado marcadamente su desarrollo científico y tecnológico. Esas rutas la lanzan de una parte al precipicio y de otra a creaciones significativas y a múltiples contradicciones.

¿En qué consiste la amenaza del precipicio y de la contradicción? ¿A qué conjunto de realidades y de enfoques debemos aludir como centrales al plantear tan amplia cuestión? ¿Por qué rutas podemos entrever alguna esperanza?

Vivimos en lo que Barbara Ward llamó “the global village”. Esta superaldea terrestre donde nadie es una isla tiene una población de 4,500 millones de habitantes. Ya en la planificación económica de los países más desarrollado oímos hablar de ‘global banking’ y de ‘global marketing’.

La prueba evidente del precipicio lanzó su trágico resplandor el 6 de agosto de 1945 al caer sobre Hiroshima la primera bomba atómica. Tres días más tarde cayó la segunda en Nagasaki. Terminó la Segunda Guerra Mundial con la derrota de las tres potencias agresivas: Alemania, Italia y Japón. Finalizó además esta guerra con un saldo de 100 millones de muertes, una humanidad adolorida y un planeta amenazado con las posibilidades de destrucción.

Empezaron los planes y programas de rehabilitación de los países arrasados, y se desarrollaron nuevas tecnologías y recursos. Se creó la organización de las Naciones Unidas. Se puso término al imperialismo tradicional. Surge el tercer mundo y emergen nuevas comunidades. Se alteran mapas y fronteras.

A la vez comienza la lucha de poder entre los países occidentales y el bloque comunista. Esta lucha que se suscita en áreas distintas se denominó la Guerra Fría. En este período surge una iniciativa de paz entre las grandes potencias que no tuvo ninguna consecuencia histórica ni captó la atención de nadie, pero que refleja algunas de las inesperadas dificultades inherentes a todo esfuerzo de entendimiento. Estas dificultades han ido agravándose en los años subsiguientes.

El Papa Juan XXIII a principio de la década del ླྀ intentó servir de intermediario entre el presidente Kennedy y el premier Khrushchev en busca de la paz mundial. Consideraba el pontífice, que la intervención de hombres de voluntad, capaces de neutralidad política, podía lograr un acercamiento entre los líderes de las dos potencias mundiales en esa búsqueda tan necesaria. El estaba dispuesto a involucrarse en ese empeño. Según relata el escritor Roland Flameni en su libro El Papa, el premier y el presidente. La Reunión cumbre de la Guerra Fría que se malogró –el Papa prescindió de la organización de la burocracia del Vaticano para explorar este nuevo camino.

El Premier Khrushchev parecía inclinado a la apertura y dio señales en esa dirección al Vaticano entre ellas la felicitación al Papa en su cumpleaños.

En la Casa Blanca prevaleció la cautela. Había llegado por primera vez en la historia de Estados Unidos un católico a la presidencia. El compromiso de Kennedy ante el pueblo estadounidense y los vigilantes grupos religiosos de cumplir escrupulosamente el mandato constitucional de separación de la iglesia y el estado fue decisivo para lograr su elección.

Los asesores del Presidente y él mismo no se sintieron autorizados ni capaces de aceptar la intervención del Papa en tan fundamental asunto de política exterior. No pudo seguir adelante la audaz iniciativa. Poco tiempo después, en octubre de 1962, se produjo el confrontamiento entre Kennedy y Khrushchev en aguas del Caribe. Muy pronto después de esa fecha en junio del ཻ muere Juan XXIII. En noviembre de ese mismo año asesinan a Kennedy, y en octubre de 1964 es depuesto Khrushchev como jefe del gobierno ruso. En corto plazo cambia el posible escenario histórico creado por aquellos líderes, pero continúa la crisis. La carrera armamentista entre las dos superpotencias se recrudece. Cada una actúa bajo el supuesto de que mientras disponga de más armas, mayor será la seguridad mundial. En consecuencia Estados Unidos invierte una tercera parte de su presupuesto en gastos militares. La Unión Soviética consume en fines bélicos un porcentaje aún mayor del suyo.

La guerra de Vietnam, los conflictos en el mundo árabe, los fanatismos religiosos han causado desolación y dolor en gran parte del mundo. En estos lugares la gente padece miseria, injusticia, incertidumbre. Pero la crisis actual no se circunscribe a esas regiones. Allí se manifiesta en unas formas y en las sociedades modernas, industrializadas, con mayores recursos culturales y tecnológicos se hace evidente en otras, pero hay problemas universales no sólo el del extermino sino el del terrorismo, de la violencia, la crueldad y la indiferencia hacia el semejante.

Si partimos de la convicción que el hombre encuentra su dignidad en ser humano y no inhumano, podemos calcular cuán por debajo de ese nivel ético estamos hoy. El desarrollo ético de la persona humana se ha quedado rezagado ante la complacencia del desarrollo tecnológico. El gran problema es que estamos dejando de ser personas que viven desde unos principios éticos para convertirnos en autómatas sujetos a unas técnicas que rigen sus reflejos condicionados.

Hace 31 años que Vance Packard en su seminal libro The hidden persuaders señaló que ya para el 1950 la libre empresa en Estados Unidos, cuyo objetivo final es el consumo de sus productos depende de los anuncios para dos terceras partes de sus ventas. Estas a su vez las dirigen especialistas que aprovechan estudios de profundidad sobre cómo manejar mejor la psicología del subconsciente. Los relacionistas públicos han extendido las técnicas de la manipulación psicológica a los reclamos electorales prevalecientes en la democracia. Hemos visto ya como en Estados Unidos y en Puerto Rico una de las preguntas decisivas en las candidaturas es ¿conseguiré los millones necesarios para mi campaña?

La posible reducción del ser humano a un autómata cuyas decisiones responden a manipulaciones de su subconsciente no se limita a los anuncios para vender objetos o imágenes de candidatos. Va mucho más lejos.

Biólogos distinguidos exploran al presente la deseabilidad de mejorar la naturaleza humana mediante alteraciones del caudal genético.

Así por ejemplo el profesor de Ciencias y director del Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard, Edward O. Wilson en su libro On human nature, luego de sostener que el materialismo científico constituye la única fuente de conocimiento de la que puede depender el hombre moderno, reclama para los experimentos genéticos la principal esperanza de superación futura.

En la página 6 de su libro nos advierte: “La única manera de adelantar consiste en estudiar la naturaleza humana como parte de las ciencias naturales. Resulta deseable integrar a las ciencias naturales los estudios sociales y las humanidades”. Ya al final de su tesis reclama (p 208): “Al igual que otras ramas de la ciencia el estudio de la genética humana continúa su ampliación rápida. Con el tiempo habrá de acumularse un amplio conocimiento sobre la base genética de la conducta social. Dispondremos de técnicas para alterar los complejos genéticos mediante una ingeniería molecular y lograr una selección rápida mediante transplantes (cloning). Aún limitándonos al mínimo, cambios evolucionarios más lentos serán posibles mediante la eugenesia convencional”. Y continúa el profesor Wilson:

“La especie humana puede cambiar su naturaleza. ¿Escogerá hacerlo? ¿Permanecerá como hasta ahora con esa estructura inferior y frágil hecha parcialmente de obsoletas adaptaciones que vienen de la Edad de Hielo? ¿O empujará el mismo hacia etapas de más alta inteligencia y creatividad, acompañada de unas mayores o menores respuestas emocionales?

“Podemos implantar nuevos patrones de sociabilidad por partes alterando la genética?”

Convencido que “la rápida disolución de los valores trascendentes” sólo es superable mediante “el materialismo científico”, el profesor Wilson lleva sus convicciones a sus últimas consecuencias. Sostiene que el porvenir mejor del ser humano requiere rehacerlo en su base genética e introducir en su organismo la inteligencia artificial que le falta.

He citado extensamente a este distinguido científico porque su radicalismo doctrinario facilita percibir mejor la consecuencia última de convertir el cuerpo humano en objeto experimental de la eugenesia. El hecho real es que el triunfo de la técnica científica ha imprimido una validez general a cuanto pueda lograrse por intermedio suyo. Bajo esta perspectiva el medio de la experimentación con el hombre justifica cualquier proyecto, hasta que fracasa.

En este momento de su mayor auge resulta menester evaluar y rechazar este proyectado totalitarismo del científico. Existen razones éticas profundas para retener la esencial condición del ser humano. No podemos entregarle al laboratorio la tarea que Adolfo Hitler reclamó y quiso implantar para la raza aria. Es posible que la eugenesia pudiera lograr hacer una criatura distinta del ser humano, libre de incertidumbres, de conflictos, de imperfecciones, de poesía, un robot perfecto. Pero, ¿es deseable convertirnos en otra cosa?

El gran escritor estadounidense William Faulkner al recibir el Premio Nobel de 1950 sostuvo: “Me niego a aceptar que el fin del hombre está próximo… Creo que el hombre no sólo podrá resistir sino que prevalecerá. Es inmortal no porque sólo él entre las criaturas tiene una voz inextinguible, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de templanza.”

Según Faulkner la obligación del poeta, del escritor es revelar esta realidad. Es su privilegio ayudar al hombre a resistir enalteciendo su corazón, recordándole el coraje, el honor, la esperanza, el orgullo, la piedad, el sacrificio que le ha permitido un pasado glorioso. La voz del poeta no tiene que ser necesariamente el recuento de las hazañas del hombre, debe y tiene que ser sustento y sostén de su impulso de salvación.

En 1962 John Steinbeck desde esa misma tribuna recordaba el discurso de Faulkner pronunciado en 1950. Y añadía: “Hemos usurpado mucho de los poderes que antes considerábamos estaban sólo en manos de Dios. Temerosos y desprevenidos hemos adquirido poder de vida y muerte sobre el planeta, sobre todo lo viviente… habiendo tomado posesión de poderes divinos tenemos que buscar dentro de nosotros mismos la responsabilidad y la sabiduría que antes rogábamos hallar en la divinidad. El hombre se ha convertido en nuestra mayor amenaza y en nuestra única esperanza”.

Ya nos advirtió poéticamente Pedro Salinas contemplando el mar de Puerto Rico, antes que Faulkner y que Steinbeck hicieron sus respectivas advertencias desde Estocolmo: “La nada tiene prisa”. Tenemos la obligación de contrarrestar esa prisa de la nada, levantando en nuestro propio espíritu y en nuestro alrededor al afán por encontrar y proseguir esa ruta de esfuerzo, de energía creadora, de generosidad con el semejante y de exigencia con uno mismo que a través de la historia ha distinguido la búsqueda del potencial mejor que llevamos dentro.

Creo en la importancia decisiva de la ciencia y de su indispensable vinculación con el futuro del mundo en general y, desde luego, de Puerto Rico. Pero ni la ciencia ni la técnica ni ambas juntas constituyen la principal razón de ser del ser humano. No se hizo el hombre para la ciencia, sino la ciencia para el hombre.

Cito ahora al humanista francés René Grousset: “La ciencia y la economía política no deben volverse inhumanas. Las creaciones del hombre no deben escapar de sus manos y evadir nuestro control. El corazón humano no debe abdicar de sus derechos sobre lo que inventa el cerebro humano. En esta materia se ha declarado la guerra entre el hombre del humanismo y el hombre-robot. Y en su solución se halla pendiente todo el porvenir de la humanidad.”

El dramatismo del destino humano radica en su incertidumbre, en nuestra capacidad y en nuestro deber de configurarlo. No tenemos por qué convertirnos en criaturas de una sola pieza, ni personas reducibles a una fórmula.

Somos un potencial. La gran hazaña del humanismo ha consistido en descubrir, honrar, reconocer y estimular ese potencial. La tarea primaria de la educación es abrir el paso a lo mejor que lleva dentro de sí cada estudiante. La mayor calidad educativa, extendida a todos, es esencial a la esperanza de un mundo donde la ética de la convivencia, del derecho del semejante y del deber propio inspire nuestra conducta.


Autor: Jaime Benítez
Publicado: 23 de septiembre de 2010.