¿Quién mató al Comendador?
Fuenteovejuna, señor.
–Lope de Vega
El sistema democrático de gobierno es una creación occidental de la época moderna que surge en oposición y como alternativa a los regímenes autocráticos monárquicos, los cuales basaban su legitimidad en la autoridad natural de un rey. Esta autoridad emanaba de Dios y era validada por la tradición, las clases privilegiadas (jerarquías) y la Iglesia. En los sistemas monárquicos anteriores a las democracias, el rey no solo ostentaba la totalidad del poder político, es decir, la soberanía, (todos los funcionarios de gobierno ejercían su poder en nombre del rey), sino que encarnaba simbólicamente en su persona al pueblo que gobernaba. Como jefe de Estado en un gobierno personalizado, el poder del rey (o del príncipe para usar el término genérico) se apreciaba como una autoridad absoluta que este ejercía con el apoyo directo, y para beneficio, de los poderes fácticos. Complementando al poder monárquico, las Iglesias (católica o protestantes) jugaban un papel determinante en la ordenación de los valores morales y jerárquicos, mientras influían marcadamente sobre las instituciones culturales y las convenciones sociales.
Sobre los dos pilares sociales del rey y la Iglesia, uno laico y otro espiritual, se montaba el andamiaje político del sistema monárquico; pero para los siglos XVII y XVIII, la Iglesia había perdido terreno como poder autónomo y universal debido a los movimientos sociales y políticos asociados primero con la Reforma protestante y luego con el desarrollo de la cultura letrada laica. No obstante, la Iglesia mantenía un poder social real basado en la continuidad de su función espiritual y su legitimidad moral; aunque ahora se subordinaba a la autoridad monárquica en la medida en que el poder de las monarquías absolutas crecía vertiginosamente. Este proceso histórico se hizo aún más evidente cuando el derecho internacional reconoció (en el tratado de la Paz de Wesfalia de 1648) que la religión de los súbditos estaría determinada por la fe que adoptara su príncipe. Si el príncipe se declaraba protestante, sus súbditos también lo serían y si decidía ser católico, todos en su reino también tendrían que serlo. En el caso de que un príncipe conquistara (o le era cedido) un territorio donde predominaba una religión diferente a la suya, los súbditos debían convertirse a la religión de su nuevo regente. De esa forma, las iglesias retuvieron su influencia en los reinos europeos durante la época de la consolidación de las monarquías absolutas. No es de extrañar, por lo tanto, que los asesores principales de los grandes reyes de Francia en esos tiempos, Mazarino y Richelieu, eran también cardenales de la Iglesia católica. Pero cuando el rey Sol, Luis XIV, hizo su famoso dictamen de que L’état, c’est moi (el Estado soy yo) refiriéndose a que no existía en el Estado poder político alguno más allá del monarca (el soberano) —ni la Iglesia, ni la nobleza, ni el pueblo, ni la ley— se confirmó la subordinación definitiva de la Iglesia al Estado.
Para ese tiempo, en Francia, donde residía la vanguardia institucional de la cultura occidental ilustrada, todavía no existía tal cosa como ciudadanos. La población se componía de súbditos del rey y cuando este conquistaba un nuevo territorio o lo adquiría por algún tratado o vínculo dinástico (matrimonio) sus habitantes se convertían automáticamente en sus súbditos, asumiendo (además de su religión) las obligaciones correspondientes de lealtad y obediencia personal, tal y como lo hacían los habitantes del territorio ancestral. No había naciones, sino reinos y sus fronteras eran fijadas por el territorio sobre el cual el príncipe ejercía su autoridad dinástica, independientemente de cuán diversa podía ser la configuración geográfica, cultural, lingüística o étnica de la población. El concepto de una nación homogénea conformada en una unidad política y un Estado nacional soberano, todavía no existía.
No obstante, tanto en el campo teórico como en la práctica política (bajo normas seculares y religiosas) prevalecía la idea de que el príncipe ejercía su autoridad para beneficio de sus súbditos. Esto quiere decir que los súbditos podían deponer a su monarca (o su representante local) en circunstancias especiales: cuando este violaba su obligación de proteger la seguridad e intereses del reino (y por lo tanto de los súbditos); cuando abusaba del poder; y cuando despreciaba con sus actos a las instituciones, leyes y tradiciones de la comunidad. En algunos casos se llegó al grado extremo de justificar, sobre bases morales, la acción extrema del magnicidio. Ahora bien, aunque en el plano teórico se estipula que en derecho el monarca ejerce el poder político para beneficio de sus súbditos, el autoritarismo presupone que la población no debe estar activa en la arena política, sino que debe limitarse en todo momento a acatar pasivamente las políticas que conforma y ejecuta un Estado paternal personalizado en la figura del rey. En las monarquías tradicionales, por lo tanto, no existían instituciones de representación popular —a pesar de que en algunos territorios se autorizaba el activismo comunitario para asuntos locales— basado en tradiciones autonómicas ancestrales (como era el caso de los fueros del País Vasco en España). No obstante, el poder de los príncipes, los poderes fácticos de la Iglesia y la aristocracia erigieron instituciones hegemónicas de poder político mediante las cuales se protegía, a cambio de lealtad al príncipe, la permanencia de sus privilegios estamentales.
Aunque el magnicidio es un mecanismo radical que se usó solo en casos excepcionales durante la época monárquica, el hecho de que se percibiera en teoría política como un derecho del gobernado constituye una tradición filosófica-moral que más tarde, entrado el mundo moderno con su mentalidad ilustrada, se utilizó para impulsar movimientos revolucionarios dirigidos a reducir el poder de los príncipes y crear, en su lugar, espacios de representación política ciudadana. Es de particular valor simbólico que la Revolución francesa haya prevalecido con un acto de magnicidio, al guillotinar al rey de turno, Luis XVI. Por medio de nuevos sistemas republicanos y parlamentarios se buscó garantizar los derechos naturales de los ciudadanos (y privilegiar a las nuevas clases económicas, la gran burguesía) incorporando prácticas de representación y participación directa, incluyendo la interpelación de funcionarios políticos. El dictamen autoritario de L’état c’est moi había cedido su lugar para siempre al nuevo concepto democrático republicano de Estado nacional constitucional bajo el cual la ley constitutiva del Estado está por encima del poder político de los gobernantes de turno, sea quien sea.
Autor: Grupo Editorial EPRL
Publicado: 11 de septiembre de 2014