La religión es un fenómeno sociocultural inherente a todos los pueblos de la humanidad. El carácter institucional lo acompaña, por lo que suele haber relaciones directas o tangenciales entre la religión y el quehacer político, este entendido como el ejercicio participativo de los ciudadanos en la búsqueda del bien común y el poder en determinada sociedad. La vivencia religiosa de lo político carece de homogeneidad. No obstante, existen ejemplos de hegemonía del poder político por parte de manifestaciones religiosas y viceversa. Al respecto, el Puerto Rico del siglo XX presenta perfiles de relaciones tensas, unas veces, y colaborativas, en otras.
El concepto religión resulta ser de difícil definición, puesto que hay diversas concepciones culturales de esa experiencia subjetiva. Igualmente ocurre cuando se emiten juicios sobre el rol de las denominaciones o instituciones religiosas en los aspectos políticos. Esto debido a las interpretaciones del principio jurídico y constitucional de separación entre Iglesia y Estado.
Ahora bien, la moral en las religiones conlleva una ética de las relaciones sociales. El creyente es también un ciudadano con derechos y deberes, con ideología e identidad social. Su comportamiento se guía por la normatividad implantada por el Estado y la propia del colectivo religioso de su pertenencia. Una dualidad a veces conciliable, pero otras no tanto. He ahí el meollo de la conflictividad. Toda institucionalidad tiende a conservar su poder y subordinar a sus seguidores, incluso su función social o carisma particular. De ahí que las relaciones entre la religión y la política sean objeto de suspicacia y tensión en no pocas ocasiones. La institución religiosa, especialmente la autoridad jerárquica, es cautelosa de su derecho a la libertad de culto y sus consecuentes prácticas individuales y sociales. En ocasiones, hay aproximaciones colaborativas con las instancias políticas en aspectos de consenso, pero en otras, la hegemonía institucional, de un lado o del otro, juzga, condena o dirige la acción de sus adeptos como modo de afirmación y defensa de sus espacios de poder.
La historia contemporánea de Puerto Rico, particularmente la del siglo XX, contiene testimonios abundantes de esas relaciones. A partir de la invasión estadounidense y el establecimiento de gobiernos a la usanza ideológica y jurídica de ese país, inició una relación inédita entre la Iglesia católica y el Estado. Si bien la tradición cultural católica heredada de España hacía hincapié en la idiosincrasia hispanoamericana y en una relación estrecha con el Estado, a partir del orden establecido por los Estados Unidos en la isla las relaciones políticas supusieron el cambio de referente de acuerdo con la visión política de las autoridades que controlaban la política colonial. En 1903, la estructura eclesial católica fue separada de la provincia de Santiago de Cuba para ser administrada directamente por la Santa Sede en Roma.
La influencia religiosa española no cesó, puesto que, aunque la mayoría del clero se embarcó hacia España junto a las tropas españolas que abandonaron el suelo puertorriqueño después de la derrota militar, hubo sacerdotes, religiosas y religiosos de diversas congregaciones y órdenes que continuaron sus misiones en Puerto Rico. Sin embargo, la jerarquía cambió a una estadounidense con el nombramiento de obispos de ese país, y también se establecieron congregaciones como los redentoristas de Baltimore, Maryland, y otras.
En el sector protestante aumentó la presencia social y política durante el siglo XX. La primera Iglesia no católica fue establecida en Puerto Rico en la década de 1860. Desde 1872 ha habido continuidad en su obra cristiana en, prácticamente, la totalidad del país; probablemente, logrando penetrar los ámbitos sociales, políticos y económicos tanto en la zona rural como en los centros de poder urbano. En el proceso de americanización de Puerto Rico, desde 1898, las iglesias protestantes fueron instrumentales, porque su proceso evangelizador incluía un peso cultural estadounidense.
Durante las primeras décadas del siglo, surgieron manifestaciones políticas al calor de las prácticas religiosas. Por una parte, el protestantismo avanzaba en su participación ideológica dentro del nuevo orden político en construcción; mientras que el catolicismo se desarrollaba entre la legitimación institucional dirigida por los obispos norteamericanos y las resistencias venidas de sectores del clero y de una especie de catolicismo popular. Por ejemplo, una organización cuyos miembros eran laicos campesinos, Los Hermanos Cheos, se dedicó a la prédica sencilla en el campo de la zona sur y central con el propósito de proteger a la población de la evangelización protestante.
Cabe mencionar, asimismo, la militancia política de movimientos religiosos independentistas y nacionalistas de la década de 1930 al 1960, como la Asociación Católica, dirigida por el sacerdote católico Severo Ramos; al igual que la Cruzada Patriótica Cristiana, cuyo mentor lo era el padre Victoriano Margarito Santiago Arce (1917-2012), conocido como Padre Margarito. La doctrina social de la Iglesia católica permeaba sus discursos amalgamados con el ideal de la independencia como opción política para Puerto Rico. En ambos casos, no contaban con el apoyo institucional y entraron en conflicto con las autoridades gubernamentales de la época.
Posteriormente, las diversas reivindicaciones sociales surgidas en América Latina encontraron terreno fértil en el pensamiento cristiano de católicos y protestantes. La mayoría de las veces se trató de voces disidentes dentro de sus respectivas Iglesias, que representaban tendencias crecientes en el mundo constituidas en teologías. De Europa emergió la teología de lo político, que en Latinoamérica adquirió las características propias de un continente económicamente subdesarrollado y plagado de injusticias sociales. Nació la teología de la liberación en la década álgida de 1960, tiempo marcado por el impulso de la Revolución cubana.
En el ámbito católico comenzaron a soplar vientos de renovación. El Concilio Ecuménico Vaticano II constituyó una de las asambleas jerárquicas de mayor importancia para la historia del cristianismo del siglo XX. Convocado por el papa Juan XXIII en el año 1962, quien falleció un año después (3 de junio de 1963), fue seguido por el papa Pablo VI hasta su clausura en el 1965. El Concilio promovió la apertura de la Iglesia católica al mundo moderno y el compromiso de los cristianos con causas sociales y culturales como modo de testimoniar su fe.
El llamado no se hizo esperar en Puerto Rico. Mientras que los obispos estadunidenses ejercían su poder e influenciaban en la vida social y política, como lo fue la fundación del Partido de Acción Cristiana (PAC) en 1960, surgían voces contra la condición política isleña de subordinación a los Estados Unidos. Un obispo puertorriqueño, el jesuita Antulio Parrilla Bonilla (1919-1994), promotor del cooperativismo, del repudio de la Guerra de Vietnam mediante la objeción por conciencia, y de la independencia para Puerto Rico, estuvo en medio de la vorágine de la tensión entre la religión y la política.
Asimismo, protestantes y católicos encontraron objetivos comunes desde la coincidencia política en Cristianos por el Socialismo. La organización protagonizó momentos neurálgicos cuando en los años sesenta y setenta las jerarquías eclesiales rechazaron tales posicionamientos ideológicos por considerarlos ajenos a la ortodoxia. Pero en otros momentos, el rol social de las Iglesias contó con la participación, muchas veces oficial, determinante de cristianos en luchas significativas como lo fue el final de las prácticas militares en la isla municipio de Vieques. Situación que tuvo su precedente en la década de 1970 en la otra isla del archipiélago de Puerto Rico: Culebra.
En materia de una moral conservadora ha habido juntes activos en contra del aborto, en defensa de la familia y temas similares. El avivamiento pentecostal y de otras denominaciones neoconservadoras han sido muy elocuentes en estos temas. Tanto así, que a finales del siglo XX el poder ejecutivo del Gobierno de Puerto Rico estableció una oficina de relaciones con las comunidades de fe en La Fortaleza, la sede delPoder Ejecutivo. La alianza táctica entre religiosos y políticos generó controversias.
Otros espacios de encuentro tienden a quebrar la dicotomía entre religión y política: comunidades de base, movimientos obreros, ecologistas y cívicos, en general, han propiciado el ecumenismo cristiano en el compromiso social y político.
Finalmente, en el plano político partidista el ejemplo clásico fue la creación del PAC, mencionado anteriormente, resultado del vínculo entre dos tendencias políticas del siglo XX: anexionistas e independentistas. Con el objetivo de influir directamente en la toma de decisiones de política pública —con el aval de la jerarquía católica y la participación laical— se fundó este partido político de corte demócrata cristiano que rivalizó con el entonces gobernante Partido Popular Democrático.
Afirmar que entre política y religión no debe haber contradicción cuando se unen los deberes cívicos y los religiosos de modo integral parece ser la síntesis histórica reciente. La historia es una sola: el quehacer del ser humano en el espacio y el tiempo. Las divisiones de las instancias de acción, como lo son la política y la religión, refieren a imaginarios sociales del poder. Como en toda construcción cultural, ambas manifestaciones se encuentran, inevitablemente, lo que resulta en una historia inconclusa.
Autor: Martín Cruz Santos
Publicado: 6 de noviembre de 2015.