La política cultural del protestantismo en Puerto Rico, luego de la invasión norteamericana en 1898, estuvo determinada en gran medida por los siguientes acontecimientos. Por un lado, por la cultura expansionista del capitalismo liberal de la época y, por otro lado, por la efervescencia del movimiento misionero tardío en su relación con el conjunto de acontecimientos concretos respecto a la guerra en Cuba y las estrategias para la adquisición de territorios en el periodo del “reparto mundial”.
Dos grandes concepciones teológicas e ideológicas animaban el movimiento misionero protestante del 1898:
1. La predicación del Evangelio de Jesucristo a toda criatura para adelantar la culminación de la historia y el establecimiento del Reino de Dios (en la tierra, según los misioneros de formación teológica más académica, y en el cielo, según los misioneros de formación fundamentalista y menos académica).
2. El deber de civilizar al mundo no protestante por medio de las instituciones protestantes norteamericanas, fruto, según estos, del pacto de la nación puritana con Dios. El protestantismo del oeste de los Estados Unidos, en su desenfrenado desarrollo, había heredado esta idea del puritanismo de Nueva Inglaterra y la había transformado con la idea del Destino Manifiesto y con el apremio milenarista del siglo XIX.
Esta pasión “civilizadora” de los misioneros de la época incluía, a su vez, dos dimensiones:
1. La primera, constituía en llevar al mundo las reivindicaciones del liberalismo, sus instituciones, principios y prácticas políticas tales como la libertad de culto, la separación de Iglesia y Estado, la secularización de la educación, la libertad de imprenta y de asociación, etc., que habían surgido como formas políticas de la modernidad con el desarrollo del capitalismo y al calor de las luchas inglesas. Estados Unidos había ido consagrando dichas reivindicaciones en sus territorios más urbanos a través de su Constitución y de sus prácticas legales.
2. La segunda dimensión de esta pasión civilizadora era la dimensión imperialista del dominio militar, económico y político de territorios estratégicos, calificados como necesarios para el desarrollo de los Estados Unidos, cuya población era denominaba como pueblos primitivos, inferiores o “no aptos para gobierno propio”.
En el libro Protestantismo y política en Puerto Rico: 1898- 1930, publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico en 1997, se documenta el desarrollo de esa teología imperialista y su expresión en las revistas protestantes de la época, que con tanta determinación insistieron en la intervención de los Estados Unidos en la guerra de Cuba para ampliar el radio de acción misionera. Ejemplo de la dimensión imperialista de ese proyecto civilizador contenido en esa concepción teológica misionera lo fue el libro Our Country, del reverendo Dr. Josiah Strong, secretario de la Iglesia congregacional de los Estados Unidos, donde analiza las condiciones de la nación para dirigir el mundo a la culminación de la historia, cuando dice:
Los anglosajones tienen unas relaciones peculiares con el futuro del mundo y tienen la encomienda divina de ser en forma muy peculiar, el guarda de su hermano… Me parece que Dios, con infinita sabiduría y habilidad, está aquí preparando la raza anglosajona para la hora que seguro vendrá en el futuro del mundo… ¿No es razonable creer que esta raza está destinada a expulsar a muchos débiles, asimilar a otros y moldear el resto, basta que un sentido verdadero e importante, haya anglosajonizado a la humanidad?
Esta raza, por su misión divina especial, caería sobre todo en el Caribe y América Latina:
Entonces, esta raza de energías inigualables, con toda la majestad de los números y el poder de la riqueza representante según esperamos, de la más amplia libertad, el cristianismo más puro y la mas alta civilización —habiendo desarrollado la agresividad necesaria para imponer sus instituciones sobre la humanidad— se desparramará sobre la tierra… esta poderosa raza se moverá sobre México, sobre Centro y Sur América, sobre las islas del mar, aun hasta áfrica y mas allá. ¿Y puede alguien dudar de que el resultado de la competencia de las razas será “la sobrevivencia de los más aptos”?
En el otro polo del análisis se encuentra el primer elemento de esa concepción misionera: la pasión misionera, de la cual nos da ejemplo el diario del reverendo Detweiler, misionero bautista, quien escribe:
Estuve fuera de casa desde el martes hasta la tarde del domingo y durante todo ese tiempo no pude mudarme de ropa, dormí en hamacas, petates, bancos de madera y en sillas, según se ofrecía la ocasión de día o de noche; subí montañas a caballo y a pie; crucé ríos; prediqué seis veces; visité tanta gente en sus casas como pude; me mantuve con plátanos, café prieto, guarapo de caña, arroz, habichuelas y pavo. Fui donde ningún americano ha llegado y regresé pensando que el Señor tiene muchos santos en esas montañas y que está haciendo cosas maravillosas entre ellos.
Debe quedar claro metodológicamente que al analizar la ideología de la teología misionera, se deben mantener claramente identificados el contexto ideológico o visión del mundo del misionero, por un lado, y la tarea concreta y principalísima de la evangelización, por el otro, ya que es importante que no se confunda su ideología con su pasión evangélica ni negar su ideología, sino más bien, investigar la manera cómo se articulaban la una con la otra en las situaciones concretas del proceso de evangelización.
Como expresión de esta concepción teológica e ideológica, y con gran sentido de devoción, entrega y sacrificio, los misioneros se desparramaron por pueblos y campos predicando el Evangelio; establecieron escuelas donde no llegaba la instrucción pública; «puntas de predicación» que habrían de convertirse en capillas y congregaciones; escuelas bíblicas; escuelitas de verano; sociedades de damas, caballeros y jóvenes; centros de servicios sociales comunales, guarderías, orfanatos, hospitales; institutos bíblicos para la formación de predicadores puertorriqueños y luego seminarios. Además, se publicaron revistas para combatir el catolicismo y las ideologías de las instituciones políticas hispánicas y para defender los principios, instituciones y practicas liberales de la sociedad norteamericana, tales como la libertad de culto, la libertad de asociación y de imprenta, la separación de Iglesia y Estado, la secularización de la educación pública, etc. Dicho forcejeo político y religioso constituyó un monumental choque cultural en los campos y pueblos de Puerto Rico.
Diarios, informes, actas, correspondencia y sermones sirven para reconstruir esa historia. Muy pronto, los puntos de predicación fueron transformándose en congregaciones organizadas y los institutos bíblicos en seminarios, en los que se formaron los puertorriqueños que habrían de sustituir a los misioneros. Cada denominación llegó a constituir una comunidad de fuerte identidad al interior de Puerto Rico. Las congregaciones se constituyeron en «familias» y las denominaciones en «pueblos» que apoyaban y confirmaban a los creyentes en sus desafiantes convicciones frente a sus antiguas familias naturales y sus comunidades católicas, contra las costumbres y las prácticas del mundo católico hispánico, que por siglos fue lo «natural» en esos pueblos de la isla. Las asambleas anuales de las denominaciones reunían a estas comunidades, trascendiendo las tradicionales barreras geográficas, que por siglos habían impedido la movilidad de los sectores pobres de una región de la isla a otra. Nuevos papeles y actores sociales emergieron en el interior de estos pueblos denominacionales. La participación de la mujer en comités y en juntas de las parroquias, de las asambleas o la denominación, se convirtió en una práctica común. Asociaciones de jóvenes posibilitaban el desarrollo de hablar en público, planificar y organizar actividades, y se desarrollaba una pedagogía bíblica para los niños que posibilitaba que participaran destacada y públicamente en la congregación. La promoción del «sostenimiento propio» para cada congregación, que obligaba a estas a hacerse cargo eventualmente del presupuesto del mantenimiento del pastor y de su funcionamiento, constituyó una experiencia de apropiación de la producción religiosa, opuesta a la experiencia con la Iglesia del Estado. Todas esas experiencias formaron parte de una nueva mentalidad y de una nueva cultura que nacía en el interior del pueblo puertorriqueño, en especial en los sectores populares. Estos sectores jamás habían tenido la oportunidad, por su condición de clase, de abrirse a la modernidad, en contradicción con la mentalidad hispánica, católica y colonial en la que lo medieval jugó un papel determinante por siglos.
Para 1905, cuando se organizó la Federación de Iglesias Evangélicas de Puerto Rico, ya había 52 misioneros norteamericanos, 26 maestros, 86 predicadores nativos, 299 puntos de predicación, 91 iglesias organizadas, 131 escuelas dominicales, 7,893 miembros que tomaban la comunión y 14,000 oyentes no bautizados todavía, además de 30,000 Biblias en circulación.
Las cifras del crecimiento del «Reino de Dios» en Puerto Rico reflejan los números de los fieles expuestos a la teología y a la ideología de los misioneros. Desde lo no político se legitimaba lo político. Ahí, en lo no político, residía «la confianza» del creyente. La urgencia, el tesón y la rapidez con que la isla fue ocupada por los misioneros fue consecuencia de una «pasión por la salvación de las almas», pero a la vez, esto ayuda a entender la rápida aceptación de las ideologías, principios políticos, prácticas e instituciones del nuevo régimen de dominio en forma acrítica en este sector de la población, lo cual vino a constituir una nueva cultura a fin con el protestantismo.
La cultura protestante que se formaba entre los creyentes tenía un núcleo bíblico teológico, un núcleo ideológico liberal y una práctica política anexionista. De aquí el carácter complejo y contradictorio del proceso protestante de evangelización. Todos los protestantes compartían una o varias de las ideas que constituían el anclaje de su compromiso con la americanización: primero, el interés de establecer bases legales e institucionales sólidas que garantizaran la separación de Iglesia y Estado, el control del poder de la Iglesia católica y la preservación del espacio legal necesario para el desarrollo del protestantismo. Este interés continuó vivo en forma de sospecha y alerta entre los protestantes, hasta en las luchas contra la educación religiosa en las escuelas públicas del cincuenta y en la lucha contra el partido político católico, el Partido de Acción Cristiana, en 1960. Segundo, la convicción teológica de que los Estados Unidos estaban en Puerto Rico por razón de la Providencia, para que el Evangelio fuera predicado y se salvaran las almas. Esto, más que nada, idealizaba la nación estadounidense como una nación fundada sobre el Evangelio, lo cual servía de motivo para la defensa de la asimilación total por razones exclusivamente religiosas. Tercero, el hecho de que Estados Unidos representaba las instituciones liberales que hacían posible la democracia y las reivindicaciones por las cuales Puerto Rico había estado luchando contra España durante más de medio siglo. Esta era la garantía de la posibilidad de conseguir el autogobierno, una vez se «incorporara» la isla como «territorio» de la federación de los Estados Unidos. Cuarto, Estados Unidos representaba la escuela pública, la difusión de la educación, la presencia de la tecnología moderna y los procesos administrativos que hacían posible el progreso y la incorporación de Puerto Rico a la modernidad. Esta era precisamente la razón por la cual pensadores separatistas como Hostos aconsejaban que el pueblo se «americanizara» en asuntos de cultura cívica antes de que los norteamericanos se fueran.
En este sentido, los protestantes puertorriqueños compartían las razones ideológicas y filosóficas del proyecto de los liberales puertorriqueños del siglo XIX, previo a la llegada de los misioneros. Razones que, por la afinidad de la ideología y la teología del periodo, fueron reforzadas con las razones teológicas e ideológicas de los misioneros posteriormente a 1898. Esto dejó a los primeros protestantes mirando en dos direcciones: críticamente hacia el pasado español, y acríticamente hacia el presente norteamericano. Esa generación se ubicó originalmente en el movimiento de la historia de finales de siglo XIX y principios del XX de la lucha contra los vestigios del autoritarismo medieval y en la defensa de las reivindicaciones democrático liberales, pero al interior del periodo de expansión imperialista. Por esto, su lucha y su cultura tuvieron un carácter modernizante frente a la viejas estructuras de la sociedad de principios del siglo XX, pero tuvieron, a su vez, el carácter subordinado del colonizado.
Las consecuencias de la fuerte presencia de estas razones y su refuerzo mutuo, llevó a la formación de una cultura protestante puertorriqueña asimilista y anexionista en la que se debilitó la autonomía del mensaje evangélico. La cultura protestante puertorriqueña de esos primeros treinta años dificultó entre los protestantes la percepción del carácter colonial del régimen idealizado durante esos primeros años, imposibilitó la militancia de los creyentes en los partidos autonomistas e independentistas y la crítica al régimen, además de la comprensión de la vinculación entre el carácter explotador de las plantaciones azucareras y el Estado norteamericano en Puerto Rico. Esa cultura formaría la personalidad política de la mayoría de los pastores protestantes puertorriqueños de los primeros treinta años. Por esta razón, cuando debieron entonces emprender su crítica a la nueva sociedad que habían ayudado a forjar entre 1898 y 1930, les fue muy difícil, no pudieron hacerlo como grupo generacional, eran parte de esa sociedad, habían interiorizado sus supuestos ideológicos como absolutos, no lo pudieron relativizar: los habían sacralizado.
Este artículo fue adaptado por el Grupo Editorial
Autor: Samuel Silva Gotay
Publicado: 11 de noviembre de 2015.