Escuela de Medicina Tropical
Introducción
La cultura nativa del País dejó evidencia de haber recogido datos sobre el mundo natural y usarlos para propósitos prácticos y religiosos: restos humanos que indican el manejo adecuado de fracturas; esculturas que muestran conocimiento de la anatomía superficial de humanos y animales; plazas ceremoniales que evidencian técnicas para aplanar, drenar y delimitar el espacio con grandes piedras, y además, por su alineación astronómica, indicar el calendario agrícola-ritual. Desde el siglo XVI los buscadores de oro, los ingenieros y artilleros de las fortificaciones de San Juan, los capitanes de navío, los botánicos y cartógrafos, médicos y cirujanos aplicaron conocimientos científicos y técnicos para investigar las características físicas de la zona y sus pobladores. La historia de la investigación científica en la Isla es tan larga como toda nuestra historia.
Primeras artes: Botánica y medicina
Puerto Rico se incorporó al diálogo global de la Ilustración con la Botánica. Para 1785 el Jardín Botánico de Madrid nombró corresponsal y explorador local al jefe de la Botica Real, Juan del Castillo, natural de Aragón. A fines del siglo XVIII y durante todo el XIX la Isla recibió la visita de botánicos de diferentes países, quienes usualmente trabajaron con los residentes locales más interesados en el tema.
Ya en 1769 el gobernador Miguel de Muesas “hizo hacer anatomías” de tres soldados muertos en una epidemia, para determinar causas y tratamiento. Las muertes se debían, según los forenses, a “los excesos que cometían con frutas y bebidas”. El rey Carlos III fundó en España Colegios de Cirugía que renovaron las prácticas quirúrgicas y médicas (entonces separadas). Uno de sus graduados, el catalán Francisco Oller, aquí desde 1790 (y abuelo del pintor del mismo nombre) se distinguió por sus estudios de problemas de salud y su celo en aplicar localmente las medidas preventivas contra la viruela disponibles en Europa (inoculación en 1792, vacunación en 1803).
También a lo largo del siglo XIX se investigaron epidemias y resultados de autopsias, pero, sobre todo, se produjeron descripciones de la historia natural de las enfermedades que, según la concepción de la época, afectaban a la población debido a su raza (concepto al que entonces se atribuyeron, equivocadamente, múltiples problemas y condiciones), al clima y la tierra que ocupaba.
Educación, investigación y comunicaciones
La fundación del Seminario Conciliar (1832) como institución de enseñanza superior significó la introducción de cursos de ciencia en el currículo, pero solo por la fortuita llegada del sacerdote gallego Rufo Manuel Fernández (1790-1855), quien impartió, por su cuenta, las primeras clases de química y física en 1834. Dos de sus discípulos, José Julián Acosta (1825-1891) y Román Baldorioty de Castro (1822-1889), tan renombrados en nuestra política y nuestras letras, se licenciaron en Ciencias Físicas y Matemáticas en Madrid en 1851. Como el País no tenía universidad, la enseñanza secundaria se llevó a cabo en el Seminario Conciliar y la Sociedad Económica de Amigos del País; luego se ofrecieron cursos más avanzados en las cátedras de la Subdelegación de Farmacia, el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza (desde 1882) y el Ateneo de Puerto Rico (con su Institución de Enseñanza Superior adscrita a la Universidad de La Habana, en 1888).
Así surgieron los investigadores a lo largo del siglo XIX, educados inicialmente en Puerto Rico y luego en universidades europeas, por ejemplo, Acosta y Baldorioty, ya mencionados, y los médicos Ramón Emeterio Betances, nacido en 1830; Agustín Stahl y Martín R. Corchado Juarbe, nacidos cerca de 1840; y Francisco Del Valle, de la década de 1850.
Otra epidemia, esta vez de la caña de azúcar, en la segunda mitad del siglo XIX, provocó la formación de comisiones de expertos y repetidos estudios. Para 1880, Agustín Stahl concluyó que había un “germen” en el terreno, pero el problema no quedó definido hasta 1894, cuando Fernando López Tuero, ingeniero agrónomo en la Estación Agronómica de Río Piedras identificó la causa en el “gusano blanco” o “caculo” (Phyllophaga).
Hasta cerca de 1930 el énfasis de la investigación científica en Puerto Rico se dirigió a la agricultura y la medicina. La primera era la industria principal del País y la segunda incidía en la salud de la población, por lo tanto, eran dos campos en que la investigación local era indispensable.
Siglo XX
Los colosos de la investigación en salud pública a principios del siglo XX fueron los médicos Bailey K. Ashford (1873-1934), Isaac González Martínez (1871-1954) y Pedro Gutiérrez Igaravídez (1871-1935). Ashford y Gutiérrez, entre otros, generaron el impulso para las Comisiones de Anemia (producida por las lombrices intestinales Ankylostoma y Necator) de la primera década del siglo XX y el Instituto de Medicina Tropical en la segunda. Ashford estimuló la creación de la Escuela de Medicina Tropical, que operó, como parte de la Universidad de Puerto Rico (UPR) de 1926 a 1949 y con el auspicio de Columbia University y la Fundación Rockefeller en Nueva York. Las Comisiones de Anemia, el Instituto y la Escuela de Medicina Tropical llevaron a cabo una extraordinaria labor de investigación clínica, epidemiológica y bioquímica. González Martínez, el más destacado microbiólogo puertorriqueño (descubridor del parásito Schistosoma en la Isla, colaborador en las Comisiones de Anemia y el Instituto de Medicina Tropical) se transformó después de 1926 en un pionero del tratamiento y la prevención del cáncer.
De 1914 a 1924, varias entidades de Estados Unidos auspiciaron el “Scientific Survey of Porto Rico and the Virgin Islands”, que bajo la dirección de Nathaniel L. Britton estudió nuestra geología, botánica, zoología y ecología. Aunque en 1902 el gobierno insular estableció un laboratorio químico para investigar casos legales y la calidad del agua, y la Facultad de Farmacia de la Universidad de Puerto Rico fue fundada en 1913, la principal fuente de trabajo para los químicos puertorriqueños durante los primeros años del siglo XX fue la industria azucarera.
Para los nacidos cerca de 1900, la carrera universitaria fue más asequible que para generaciones anteriores, no sólo en la UPR (fundada en 1903) o el Colegio de Agricultura y Artes Mecánicas de Mayagüez (1911), sino también en Estados Unidos. De entre ellos podemos destacar cinco científicos como ejemplo.
Carlos Chardón (1897-1965) obtuvo el primer gran éxito científico de esta generación al identificar el agente trasmisor de una enfermedad viral de la caña de azúcar, conocida como el “mosaico” o “matizado” por las manchas amarillas que aparecen en las hojas de las plantas enfermas.
Marta Robert (1890-1986), a través de su trabajo infatigable para educar las comadronas auxiliares, logró reducir en un 80% la mortalidad por tétano neonatal, en solo cuatro años (1931-1935).
Eduardo Garrido Morales (1898-1953) fue nuestro primer epidemiólogo moderno. Sus rigurosas y originales investigaciones contribuyeron al desarrollo de nuevos métodos epidemiológicos.
Arturo Carrión Pacheco (1893-1980) se distinguió como salubrista en la lucha contra la peste bubónica en la década de 1920, como micólogo (descubridor de dos nuevas especies de hongos patógenos) y como dermatólogo.
Ramón M. Suárez (1895-1981) fue un prolífico investigador clínico cuyas principales aportaciones fueron la identificación de un tratamiento eficaz para el esprú (enfermedad gastrointestinal, a veces fatal, de causa desconocida), la aplicación de métodos complejos (como la electrocardiografía y los radioisótopos) en sus estudios y la identificación y mejor definición de problemas de salud poco reconocidos en el País (por ejemplo, la enfermedad reumática del corazón).
Como representante de las capacidades frustradas en esa generación puede figurar Pedro A. Pizá Trías (1895-1956), quien por enfermedad no terminó estudios de ingeniería en Estados Unidos. Se ganó la vida en el comercio, pero la vocación de matemático le llevó a explorar las propiedades geométricas y aritméticas de la ecuación an + bn = cn en relación con el “último teorema de Fermat” y la teoría de números.
Muchos trabajos de investigación científica sobre los problemas del País hasta principios de la década de 1930 aparecen mencionados en la “Bibliografía Puertorriqueña” de Antonio S. Pedreira (1932). Sin embargo, no se encuentran reflejados en los principales análisis sociohistóricos publicados en la misma época: “Insularismo” del mismo Pedreira (1934), el “Prontuario histórico de Puerto Rico” de Tomás Blanco (1935) y los “Problemas de la cultura puertorriqueña” de Emilio S. Belaval (1935). Al excluir de su análisis la condición de salud de la población y los esfuerzos de investigación para mejorarla, esos autores limitaron la validez de su interpretación, tanto respecto a las causas de los problemas como a su solución.
Desarrollo de los centros de investigación científica en el siglo XX
Durante la primera mitad del siglo XX existieron tres centros de investigación científica en la Isla: la UPR (en su Facultad de Artes y Ciencias y la Estación Experimental Agrícola), el Departamento de Sanidad y la Escuela de Medicina Tropical. En la segunda mitad del siglo, la investigación se convirtió en un aspecto indispensable de las actividades educativas y fabriles, por efecto de la Segunda Guerra Mundial, la industrialización del País (refinerías de petróleo, plantas farmacéuticas), la proliferación de universidades y de fondos del gobierno de Estados Unidos para incentivar la búsqueda de nuevos conocimientos.
En la década de1940 se fundó el Laboratorio Industrial de Fomento, en la del 1950 el Centro Nuclear, y en la del 1960 comenzaron los programas graduados en ciencias en los recintos de Mayagüez y Río Piedras de la UPR.
En la Escuela de Medicina Tropical, el bioquímico Conrado F. Asenjo (1908-1989) se dedicó al estudio de los trastornos nutricionales y a la búsqueda de elementos nutritivos y terapéuticos en la flora local. Encontró en la acerola (Malpighia punicifolia) la más rica fuente de vitamina C hasta entonces conocida en las frutas comestibles, cien veces más que el jugo de naranja (1946). La integración del hallazgo de laboratorio al uso comunitario se evidencia en las investigaciones colaborativas con la Estación Experimental Agrícola y las siembras de acerola en comunidades de ingreso ínfimo y nutrición deficiente.
La Escuela de Medicina de la UPR y varias agencias federales emprendieron sus programas de investigación médica en la década de 1950. En la primera, la participación abundante de pacientes puertorriqueños en un ensayo clínico de la isoniazida como profiláctico de la tuberculosis (1955-57) permitió adelantar la lucha contra esa enfermedad tanto en la isla como en el mundo.
En la década de 1960 también la UPR estableció su Recinto de Ciencias Médicas (RCM) y en la de 1970 reorientó las funciones del Centro Nuclear como Centro para Estudios Energéticos y Ambientales. En 1967, el español José del Castillo (1920-2002) organizó el Instituto de Neurobiología de la UPR, dedicado a la investigación básica de sistemas nerviosos sencillos. En la década siguiente, la inclusión de pacientes de cáncer en estudios colaborativos para ensayos clínicos aleatorios de tratamiento en jóvenes permitió el acceso temprano a terapias que han prolongado la esperanza de vida de los enfermos.
Por unos años, los descubrimientos para la prevención en la población puertorriqueña progresaron a la par con el adelanto en los tratamientos, gracias a dos centros que recibieron reconocimiento internacional por sus investigaciones epidemiológicas: el “Puerto Rico Heart Health Program” o estudio prospectivo de los factores de riesgo para enfermedad coronaria, llevado a cabo de 1965 a 1980, bajo la dirección de Mario R. García Palmieri, en la Escuela de Medicina de la UPR y el Registro y Programa de Control de Cáncer del Departamento de Salud, dirigido por el Dr. Isidro Martínez (1922-2004).
El Observatorio de Arecibo, dedicado a investigaciones en radioastronomía, física atmosférica y ciencias planetarias, abrió en 1963 bajo el manejo de Cornell University y desde 2011 está administrado por un consorcio de universidades. En 1974, Russell Hulse y Joseph Taylor, de la Universidad de Princeton, descubrieron desde Arecibo una estrella pulsar binaria, lo que abrió posibilidades para estudiar la fuerza de gravedad más allá de los postulados de Newton y Einstein, y mereció para sus autores el Premio Nobel de Física de 1993. Aunque el proyecto no estuvo dirigido por puertorriqueños, representó un éxito significativo del esfuerzo científico llevado a cabo en el País.
A mediados de la década de 1980 se establecieron en el RCM (y luego en otras universidades) los programas de apoyo a investigadores e infraestructura conocidos como “Minority Biomedical Research Support” y “Research Centers for Minority Institutions” con fondos de los National Institutes of Health. Poco más tarde llegaron fondos para investigación del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA). El patrón de la epidemia en Puerto Rico, con una alta proporción de pacientes heterosexuales usuarios de drogas intravenosas, resultó en un elevado número de infecciones en mujeres embarazadas y sus recién nacidos. Su participación en ensayos aleatorios colaborativos ayudó a identificar el primer medicamento paliativo en SIDA pediátrico, la inmunoglobulina intravenosa y más tarde, la efectividad de la zidovudina para reducir la trasmisión de madre a criatura (1994), hallazgo que ha beneficiado la infancia en todo el mundo. La infraestructura (profesional, instrumental y administrativa) creada para esos estudios ha continuado rindiendo frutos en investigaciones sobre otras enfermedades.
Según una evaluación de la producción científica en Puerto Rico de 1990 a 1998 (los estudios llevados a cabo de 1985 a 1995, aproximadamente), la producción de artículos científicos estaba concentrada en el sector académico (UPR Río Piedras, Mayagüez y Ciencias Médicas), y en los temas de medicina, química, biología y física; ésta se duplicó en el período estudiado y fue mayor que la de ningún otro país del Caribe y la sexta en América Latina. Los artículos se publicaron en revistas de mucha circulación y hubo un alto índice de cooperación entre autores e instituciones locales e internacionales.
En 2009, la comparación con otros países respecto a la efectividad del uso del conocimiento para el desarrollo económico (según la métrica establecida por el Banco Mundial) indicó una posición #41 entre 135, contrastada, por ejemplo, con Estados Unidos, #9, Singapur, #24, Barbados, #38, y Chile, #40. El índice local se encontró afectado por rezago en los campos de educación general y capacitación de los recursos humanos. El estudio atribuyó a la Isla una tasa de producción de 57 artículos científicos y técnicos por millón de habitantes por año, la posición #49 entre 140 países.
Evaluaciones de base geográfica, como la anterior, no miden la productividad de los científicos entrenados total o parcialmente aquí, pero radicados fuera. Un grupo de ellos ha establecido el portal cibernético CienciaPR (www.cienciapr.org) para facilitar la diseminación de información relativa a la investigación en Puerto Rico o por puertorriqueños.
Ante la contracción de la manufactura y otros sectores importantes de nuestra economía, el gobierno ha proclamado su respaldo a un desarrollo basado en el conocimiento, particularmente la industria de la biotecnología. Entre las medidas dirigidas a impulsar ese modelo, se encuentra el establecimiento del Fideicomiso de Ciencia, Tecnología e Información (Leyes 214 de 2004 y 208 de 2011), que provee fondos para actividades corporativas, iniciativas académicas de investigación y la comercialización del producto de las pesquisas.
La investigación científica en el siglo XX ayudó a que se atendieran eficazmente las necesidades vitales de la población, resultando en el dramático aumento de expectativa de vida que ocurrió entre 1940 y 1950, la disponibilidad de prevención y tratamiento para enfermedades surgidas posteriormente, y el desarrollo de algunas industrias. Puerto Rico cuenta actualmente con casi 50 instituciones de educación superior que ofrecen desde grados asociados en campos técnicos hasta doctorados en diferentes artes, ciencias y profesiones.
Los retos que ha enfrentado el País en lo que va del siglo XXI (políticos, económicos, epidémicos, ambientales) han sido obstáculo para que se aproveche localmente el fruto de esos entrenamientos, pero también, en algunos casos, han hecho posible que profesionales jóvenes encuentren respaldo y campo abierto para ejercer sus destrezas. La precariedad de la situación actual ofrece la posibilidad de un florecimiento de la investigación y la ciencia aplicada a resolver nuestros problemas, o el estancamiento continuado del País si faltan la originalidad, la disciplina y el tesón.
Referencia:
Rigau Pérez, José G. “Historia de la ciencia en Puerto Rico”, en González Vales, L. E., Luque, M. D., coordinadores, Historia de Puerto Rico. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Editorial Doce Calles, 2013: 635-658. Incluye amplia bibliografía.
Autor: José G. Rigau Pérez MD, MPH
Publicado: 28 de agosto de 2014.
Revisado por el autor: 10 de noviembre de 2020