Si bien a través del siglo XIX y comienzos del XX algunas mujeres habían venido incorporándose al quehacer literario puertorriqueño, no es hasta fines de la década de 1920 y a través de la de 1930 que aparece un grupo significativo de escritoras, entre las que figuran las ensayistas: Margot Arce, Concha Meléndez, Ana María O’Neill, Nilita Vientós Gastón y María Teresa Babín;, y las poetas: Soledad Llorens Torres, Martha Lomar, Carmen Alicia Cadilla, Clara Lair, Julia de Burgos, Carmelina Vizcarrondo, Amelia Ceide, Carmen Marrero y Carmen Colón Pellot.
La incorporación de las mujeres a la escritura también se dio en el contexto de los espacios públicos que se les asignaban. Al igual que en el resto de Hispanoamérica, la poesía lírica y el magisterio eran los modos de figuración pública permitidos. Las poetas accedían a un espacio marcado por los signos de emotividad y subjetivismo con que también se delimitaba el campo de la mujer. En realidad, su acceso era más precisamente al de las emociones tiernas o exacerbadas, de la poesía de amor, o al de su contrapartida maternal, de las “nanas”. Por otro lado, la poesía, género cultivado mayormente por mujeres, en la década de 1930 se desvalorizó frente a los géneros “totalizantes” -la novela y el ensayo de interpretación histórica. Las mujeres accedían a un espacio igualmente poco valorizado y, sobre todo, carente de poder.
Julia de Burgos, por su parte, buscó desde el principio situarse al margen tanto de los discursos autorizados como de los que se consideraban propios de la mujer, gesto que la llevó a explorar e incorporar en sus textos ámbitos y experiencias antes ignoradas y a configurar unas identidades precarias, conflictivas. Ya en “A Julia de Burgos” se observa esta recuperación de la escritura de las precursoras, desde el enfrentamiento crítico con la moral que controla la vida de la mujer, hasta la textualización de una dualidad que, como en varios textos de Alfonsina Storni, se construye mediante el desdoblamiento de la persona poética. La hablante lírica, identificada por el pronombre yo, se dirige a un receptor textual, representado por el tú y el nombre Julia de Burgos: “Ya las gentes murmuran que yo soy tu enemiga / porque dicen que en verso doy al mundo tu yo. // Mienten, Julia de Burgos. Mienten, Julia de Burgos.”.
La oposición gramatical se reitera con la distribución de las unidades métricas: a cada persona puede corresponder un hemistiquio (“Tú, flor de aristocracia; y yo la flor del pueblo”); un verso (“Tú eres sólo la grave señora señorona; / yo no; yo soy la vida, la fuerza, la mujer”); dos versos (en la novena estrofa) o una estrofa entera, como ocurre con la décima y undécima del poema. Sobre estos ejes del tú y el yo, el poema despliega los campos semánticos que se identifican con cada persona gramatical (artificial y natural, falso y verdadero, inmóvil y móvil, esclavo y libre, aristocracia y pueblo) hasta culminar en la contradicción final, representada por un levantamiento revolucionario.
La dualidad dramatiza un intento de autodefinición: como señaló José Emilio González, el texto se centra en la exploración de la conciencia y el enfrentamiento consigo misma. Esta búsqueda de la identidad se vincula a la identificación del sujeto poético con la escritura, motivo que persistirá a través de la obra de Julia de Burgos: “La que se alza en mis versos no es tu voz; es mi voz”; “que en todos mis poemas desnudo el corazón”. Esa urgencia de inscribirse en el texto, común, como señalara Sylvia Molloy, a otras escritoras hispanoamericanas, se dará, como en ellas, aliada a un movimiento contrario de auto negación (que ya aquí se sugiere al localizar en el signo “Julia de Burgos” todo aquello que la hablante rechaza) con el que, a la vez que se escenifican las tensiones del nuevo sujeto femenino, su problema tiza la noción de un yo coherente y fijo.
El segundo libro de Burgos, “Canción de la verdad sencilla” (1939), marca nuevamente una distancia frente a la poesía criollista: armonía, cosmos, encuentro de espíritus, infinito, espacio, aire, estrellas, pájaros, mariposas son los signos que recorren el conjunto; el verso octosílabo y la décima son ausencias reiteradas. El libro se centra, extrañamente, en el amor, representado en múltiples poemas como un mundo de armonía; quizá era este el gesto que el público reclamaba, o una apuesta al futuro y la sobrevivencia en un momento histórico marcado por la represión, la inequidad y el hambre extremas. Sin embargo, abundan los resquicios por los que se afirma un nuevo tejido simbólico. Así, por ejemplo, la mirada se desplaza respecto a la del discurso masculino: una y otra vez la hablante se contempla a sí misma, representa una corporeidad en fuga hacia el cosmos por el que transita, y se define en su dinamismo y su viaje: “Hoy me acerco a tu alma / con las manos amarillas de pájaros / la mirada corriendo por el cielo / y una leve llovizna entre mis labios” (“Viaje alado”). Persiste así mismo la identificación con la poesía: “Busca lo ilimitado mi amor, y mis canciones / de espaldas a lo estático, irrumpen en tu alma.” (“Te seguiré callada”, 56).
“Amanecida”, uno de los poemas más difundidos de la autora, se desarrolla a partir de un verso inicial, “Soy una amanecida del amor”. Cada una de las estrofas que siguen contrapone, en forma de un diálogo consigo misma, la expresión de extrañeza ante expectativas que no se cumplen, con su posible explicación:
Raro que no me sigan centenares de pájaros
picoteando canciones sobre mi sombra blanca.
(Será que van cercando, en vigilia de nubes,
la claridad inmensa donde avanza mi alma).
En este diálogo del yo desdoblado, el texto instaura una brecha en el mundo armónico que configura el poemario. La anunciada plenitud del amor, ese reino prometido a las mujeres, no se materializa. En las explicaciones que aparecen entre paréntesis, el sujeto sigue afirmando su fe, que finalmente se tambalea al llegar a la contradicción de la última estrofa, en la que, como ha observado María Solá, se presagian, frente a la exaltación, signos contrarios: “Raro que no me entienda el hombre, conturbado / por la mano sencilla que recogió mi alma. / Será que en él la noche se deshoja más lenta, / o tal vez no comprenda la emoción depurada… “.
En el póstumo “El mar y tú” (1961), y como anuncia el título de la segunda sección, “Poemas para un naufragio”, proliferan esos “signos contrarios”. El amor ya no es armonía, sino destrucción; el sujeto se enfrenta a sí mismo en medio de un mundo marcado por la angustia y la muerte. Los signos de la plenitud del libro anterior se transforman en sombras que duermen sobre la soledad, constelaciones ebrias, bandadas muertas de pájaros cansados, tronchadas margaritas: “Entretanto, la ola… / Todo el musgo del tiempo corrompido en un éxtasis/ de tormenta y dolor.” (“Entretanto, la ola”). La disolución del yo es la imagen reiterada. En “Poema de la última tonada”, el sujeto desdoblado se va obliterando en un desvestirse de elementos emblemáticos del conjunto de su obra anterior (“quitarme caminos”, “perder estrellas y rocíos /… / y palabras”) hasta deshacerse en olas. En “Voces para una nota sin paz”, la hablante poética, nuevamente desdoblada (“Para Julia de Burgos. Por Julia de Burgos”, señala la dedicatoria) dramatiza su nostalgia de integración con un yo anterior, ajeno al derrumbe y al exilio: “Déjame que te cante como cuando eras mía / y era paz el silencio de mi profunda ola / y era paz la distancia / de tu nombre y mi nombre”.
Como en varios poemas de Storni, el desdoblamiento y la muerte van configurando una contestación a la anterior retórica del amor, espacio en el que el sujeto no puede ya ubicarse; al fin, sólo le queda la escritura.
Texto original en:
López Jiménez, Ivette. Julia de Burgos la canción y el silencio, San Juan, Fundación Puertorriqueña de las Humanidades, Colección Dr. Arturo Morales Carrión, 2002 (pp 59-76).
Autor: Ivette López Jiménez
Publicado: 18 de mayo de 2015.