Foto por Jack Delano
A finales de la década de 1940, Puerto Rico inició un proceso de coordinación del capital estadounidense bajo la Operación Manos a la Obra. Se creó la Ley de Exención Contributiva Industrial en 1948, que estableció un plan de exenciones contributivas en la declaración de impuestos al Gobierno por quince años. Además, los salarios bajos fueron en muchas ocasiones el principal atractivo para las empresas (Dietz, 228). Dentro de este marco de coordinación de los capitales estadounidenses fue que surgió una nueva etapa en la industria de la aguja. La autora Helen I. Safa aporta datos importantes en su libro “De mantenidas a proveedoras: mujeres e industrialización en el Caribe”, que ilustran las condiciones materiales que influyeron en la vida de las mujeres de la industria de la aguja.
En 1950 se establecieron fábricas de elaboración de ropa que contrataron a miles de mujeres, sobre todo en los centros urbanos. En esa primera etapa, las mujeres contratadas tenían poca o ninguna escolaridad, muchas habían comenzado a trabajar en la antigua industria de la aguja desde los 15 años (Safa, 285). En una segunda etapa, durante la década de 1960, las compañías elaboradoras de ropa contrataron mujeres mayormente casadas, con hijos, entre los 26 y los 35 años de edad, y con cierto grado de escolaridad (Safa, 91). Esta contratación afectó a las mujeres contratadas en la década de 1950. Las compañías cerraron sus instalaciones en los centros urbanos y movieron sus operaciones a zonas rurales para continuar con los beneficios de exención contributiva. (Safa,90). Esto obligó a las empleadas a largo plazo, con 50 años de edad o más y de 25 a 30 años de servicio, a gastar en transportación pública. Las mujeres enfrentaron los nuevos obstáculos junto a la misma faena con tal de alcanzar la jubilación a los 62 años, tiempo en el que recibirían de pensión $100.00 mensuales (Safa, 87). El temor de estas mujeres se agudizó en la medida en que notaban la preferencia por las empleadas jóvenes, sufrían la limitación de la falta de escolaridad y la imposibilidad de ser contratadas a su edad en un nuevo tipo de trabajo.
Las condiciones materiales enfrentadas por estas mujeres, tanto en la década de 1950 y 1960, como en la década de 1980, tuvieron gran influencia en las relaciones de género. Algunas de las mujeres solteras trabajadoras en la industria de la aguja aportaban al presupuesto de la familia extendida. La madre de la familia asumía las tareas del hogar, mientras que su hija se encargaba del trabajo en la fábrica, que le permitía aportar al ingreso familiar total (Safa, 111). Sin embargo, a pesar de su importancia como proveedoras, estas mujeres no siempre cuestionaron el poder patriarcal. Las mujeres casadas aportaban entre el 40 y el 60 por ciento del presupuesto familiar. Los esposos, en su mayoría, aceptaban el trabajo de estas, no lo consideraban una amenaza a su autoridad ya que reconocían que no se podía vivir con un solo salario (Safa, 120). En el caso de las jefas de familia, sin embargo, algunas consideraban que un varón era un obstáculo para su desarrollo. Aunque no hay pruebas contundentes que demuestren la relación entre la entrada de las mujeres al mundo del trabajo y el divorcio, sí hay una relación entre el acceso a un ingreso fijo y el deseo de aspirar a mejores oportunidades entre las mujeres trabajadoras. Muchas mujeres prefirieron asumir económicamente la crianza de sus hijos a someterse a una relación que restringiese su libertad de movimiento (Safa, 116).
En el caso de las relaciones de género en el interior de las fábricas, es importante mencionar que en esas empresas, durante la década de 1980, las posiciones gerenciales eran ocupadas casi en su totalidad por varones. Ellos determinaban el futuro de las mujeres sin que ellas pudiesen oponerse. Por ejemplo, se decidió contratar a mujeres jóvenes, afectando la seguridad laboral de las obreras mayores a largo plazo (Safa, 105). Los líderes sindicales también eran varones y las mujeres solo podían ser delegadas. Esta jerarquía abonaba a unas relaciones de paternalismo en las que había poca participación de las mujeres jóvenes, una participación más agresiva de las empleadas de largo plazo y un control de las decisiones de parte de los varones.
Desde el punto de vista de las administraciones gubernamentales frente al trabajo de las mujeres, los funcionarios consideraban que éstas hacían una aportación complementaria al salario del varón, cuando en realidad era la aportación más importante en muchos casos; tomando en cuenta lo bajos que eran los ingresos en la industria del aguja, comparados con otros sectores obreros. En el caso de la relación entre el Gobierno y la fábrica, su visión paternalista– el hombre era el principal proveedor – favoreció la reducción de horas de trabajo semanales a las obreras de largo plazo. El Gobierno aportó un subsidio a las mujeres que complementó el empleo precario, pero esto solo significó, en última instancia, el paso de estas obreras del patriarcado privado del padre o el esposo, al patriarcado público del Gobierno (Safa, 134).
Al aumentar cada vez más el número de mujeres jefas de familia y de aportación mayoritaria al presupuesto familiar, la sociedad patriarcal puertorriqueña ha aceptado que éstas tomen el control de sus ingresos, sus propiedades y las decisiones al interior de la familia. No obstante, siguen siendo responsables del trabajo doméstico, lo que las obliga a asumir una doble jornada. En las esferas laboral y política son sometidas al patriarcado, en un sistema que las hace víctimas del empleo precario y dependientes de las ayudas gubernamentales (Safa, 133). Estos factores imposibilitan a muchas de las mujeres la movilidad social, incluso aunque adquieran altos niveles de escolaridad.
Referencias:
Dietz, James. Historia económica de Puerto Rico. San Juan: Ediciones Huracán, 1997.
Safa, Helen I. “De mantenidas a proveedoras: mujeres e industrialización en el Caribe”. Traducción del inglés. Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1998.
Autor: Dr. Amílcar Cintrón Aguilú
Acualizado: 28 de abril de 2021
Revisado: Dra. Lizette Cabrera Salcedo, 29 de abril de 2021