El género del teatro exige y provee un contacto directo entre los espectadores y la obra que se presenta. La escritura dramática tiene, por tanto, una repercusión inmediata, aunque por el carácter mismo de este género, más perecedera. De ahí, que el contexto en el cual se inscribe el receptor resulte inevitable para el escritor dramático. Ese contexto puede confluir de manera decisiva en la estructuración de la obra, adquiriendo un papel preponderante.
Decía el líder nacionalista puertorriqueño Pedro Albizu Campos: «Me dediqué a la política porque nací en un país esclavizado. De haber nacido en un país libre, hubiera dedicado mi vida a las artes, a las ciencias…» Es decir que uno adquiere unas responsabilidades y unos compromisos a partir del lugar y el tiempo en que uno nace. Claro que dichas responsabilidades y compromisos se honran en la medida que uno desarrolla una conciencia de identificación con el destino final de su país. Si eso es cierto para los que se involucran en la vida política del país, resulta apabullante para los que escribimos y mucho más demoledor si nuestra escritura es dramática.
Esta situación parece anacrónica en estos tiempos de la deconstrucción y el posmodernismo. Ya muchos doblan campanas por la muerte de los nacionalismos y proclaman, con aires de neoliberalismo trasnochado, que vivimos en la famosa aldea global en la que la historia ha llegado a su fin, convirtiendo a las identidades nacionales en fósiles de épocas pretéritas. Claro que en el caso de Puerto Rico, la propia situación política del país es anacrónica. ¿Quién podría imaginarse que en el comienzo de un nuevo milenio todavía existiese una colonia como la nuestra y lo que es aún más sorprendente, que existan seres como un conocido legislador que proclama que es ciudadano estadounidense residente en Puerto Rico y que si residiera en Tejas, sería tejano y si residiese en Salt Lake City, sería un hijo de la gran Utah? La particularidad del estatus político y el controvertible estado anímico y emocional de los puertorriqueños es la razón para que todavía la identidad sea un problema ineludible para los escritores puertorriqueños.
Desde la invasión de Estados Unidos en 1898, y de manera particular desde la imposición de la ciudadanía estadounidense en 1917, se inició en nuestro país un proceso político, económico y social que ha alterado nuestro concepto de nación y por ende, nuestro concepto de identidad nacional. La esquizofrenia entre nacionalidad y ciudadanía (nacionales puertorriqueños, ciudadanos estadounidenses) nos ha llevado a situaciones que bordean lo ridículo, como ejemplifica la propaganda que sectores del país desarrollaron para demostrar que San Juan es la ciudad más antigua de los Estados Unidos. O peor aún que un centro de salud de la ciudad capital se denomine como San Juan Health Centre y a la policía del pueblo de Guaynabo se le llame “Guaynabo City Police”.
Frente a esta situación, nuestra escritura dramática se ve impelida a tomar partido, a comprometerse con la afirmación de una nacionalidad y una identidad perseguidas. Las diversas posturas ante el problema del futuro de la nación y de nuestra identidad se nos filtran en las situaciones familiares que planteamos, en la sicología de nuestros personajes y hasta en la concepción dramática misma. Cada vez que me propongo escribir una obra, por la provocación de un recuerdo, de una imagen o de una melodía, trato de evitar caer en el tema de la identidad nacional porque después de todo, uno solo es lo que es y nadie puede discutirlo, pero el contrapeso de la realidad política del país me devuelve al suelo, igual que hace el contrapeso con el telón de boca en el teatro.
En una ocasión se me pidió que escribiera una obra sobre un pirata del siglo XIX y gustoso accedí porque el aura de leyenda que rodeaba a Roberto Cofresí y Ramírez de Arellano me hacía apetecible zambullirme en la literatura romántica y crear un nuevo exponente de la Canción del Pirata de José de Espronceda y del eterno rebelde preconizado por los escritores del crepúsculo, como se llamaron a sí mismos los románticos. Sin embargo, tan pronto me puse a investigar la vida de Cofresí noté que la trampa estaba tendida: Roberto había sido capturado por la acción conjunta de los ejércitos de España y Estados Unidos. Un signo de interrogación se me colgó de los párpados y ya no pude resistirme al inexorable conflicto ideológico.
Sin llegar a los extremos del dramaturgo puertorriqueño René Marqués, quien declaró que en los escritos puertorriqueños no debería aparecer ningún personaje extranjero, excepto aquellos que afectasen nuestra situación política, mis obras han gravitado hacia el problema nacional y nuestra identidad, aun a pesar de esfuerzos conscientes por buscar nuevas posibilidades dramáticas. Si una noticia sobre un jefe mafioso del condado del Bronx en la ciudad de Nueva York me llamaba la atención por su evidente personalidad contradictoria, y me impulsaba a investigar la mentalidad del delincuente, pronto me descubría en el mismo callejón sin salida: el individuo era puertorriqueño y su comportamiento estaba íntimamente ligado a su ser y a su identidad esquizofrénica. Si una melodía de Chico Buarque me subyugaba por la rica parábola que significaba la llegada de una nave espacial a un pueblo, la disposición del pueblo de entregarle todo al recién llegado no era otra cosa que nuestra sumisión ante el poder imperial. Y si me perdía por los acordes de un pianista extraviado que terminó tocando en un bar vetusto a pesar de haber soñado con ser concertista, un dichoso soldado que entra al bar me devuelve de lleno a la inevitable realidad de mi Puerto Rico, país que ha aportado la mayor cantidad porcentual de soldados para las guerras de Estados Unidos. ¿Qué hacer ante tal contrapeso que me impedía tomar vuelo?
La obra ¡Puertorriqueños?
Decidí tomar el toro por los cuernos. Tenía que hacerme un exorcismo. Así que cuando en 1998 la actriz puertorriqueña Idalia Pérez Garay me propuso que escribiera una obra que ella había soñado y cuyo título sería “Puertorriqueños” no lo dudé ni un instante. Tenía que salir de la encerrona, así que me metí hasta los codos en el problema de la identidad, de los vaivenes de nuestro pueblo en esos 100 años de colonialismo estadounidense, de las contradicciones que arrastramos, y escribí la obra, aunque le varié el título para pasar de la afirmación rotunda de Puertorriqueños a la encrucijada que plantea la admiración interrogante: “¡Puertorriqueños?” Para vencer al contrapeso nada mejor que añadir más peso. Claro que al sumergirme en las aguas profundas de la identidad nacional traté de evitar las corrientes traicioneras que proponen una identidad nacional monolítica y estática. Por el contrario, exploré con fruición los diversos estratos del ser puertorriqueño, el discurso dominante construido en virtud de una identidad tradicional basada en los criterios de raza, lengua y religión, la ineludible realidad de tener casi la mitad de la población que se ha formado en otro idioma y a partir de nuevos esquemas culturales en Estados Unidos, los retos que supone la estratificación social para dicha identidad y las enormes contradicciones que exhibe el comportamiento de los puertorriqueños a través del tiempo. Por eso le añadí al título un signo de admiración al inicio y uno de interrogación al final, “¡Puertorriqueños?”, como representación iconográfica de la inquietante propuesta de la obra, plural, múltiple, plurivalente y evidentemente paradójica.
Tanto fue así, que al terminar una de las representaciones, se me acercaron varios compañeros universitarios, partidarios incondicionales de un nacionalismo acrítico, para señalarme que el final era insatisfactorio en la medida en que no planteaba las formas de llegar a la batalla final por nuestra nacionalidad y se contentaba con plasmar imágenes, hermosas por cierto, que emanaban de la incertidumbre y la indecisión. Otra vez la realidad hundía a la imaginación con sus exigencias y sometía al escenario a los dictámenes de la lucha política.
No sé que pasará en el futuro, pero espero que el estreno de “¡Puertorriqueños?” y su publicación en el 2001 me haya servido de despojo, y evocando a las fuerzas telúricas de mi tierra, afro-indo-hispanoamericanas, pueda seguir buscando nuevas posibilidades dramáticas, sin que el contrapeso de la identidad me mantenga atado a la realidad cotidiana de mi país. O quizás tenga que esperar a que la situación política del país se resuelva definitivamente para que a mi escritura dramática no se le exija (ni me lo exija yo mismo) que refleje las luchas por decantar al ser nacional de la turbulencia imperial. O tal vez no haya salida y quede condenado al vaivén de la historia, ya resucitada un once de septiembre, al igual que el telón sube y baja en un movimiento de eterno retorno gracias a o por culpa del dichoso contrapeso.
Autor: Dr. José Luis Ramos Escobar
Publicado: 29 de septiembre de 2008
Revisión: Dra. Lizette Cabrera Salcedo
5 de noviembre de 2021