Calle de la Luna en San Juan a fines del siglo XIX. Tomado del Álbum de Feliciano Alonso.
La fundación de ciudades y pueblos
La conquista militar, espiritual y cultural europea de las Américas tuvo su más concreta expresión en la fundación de ciudades. Conquistar de alguna manera se hizo sinónimo de erigir villas y pueblos o imponerse, transformar y renombrar las ciudades nativas, como la vasta Tenochtitlán (Ciudad de México), que asombró a conquistadores y cronistas como Bernal Díaz del Castillo, y que solo podían comparársele con ciudades como Constantinopla (actual Estambul). Sin la creación de Caparra (en la jurisdicción actual de Guaynabo) y su mudanza a la isleta de San Juan, sin la villa de San Germán, Coamo y Arecibo, fundadas entre los siglos XVI y principios del XVII, el proceso de colonización hubiese sido improbable. Cuando Cristóbal Colón cruzó el océano Atlántico en 1492, España no era una nación consolidada como la conocemos en el presente. La Península Ibérica se dividía en una suma de reinos de no más de medio millón de kilómetros cuadrados y menos de siete millones de habitantes. En cambio, el territorio de la actual América Latina comprendía cerca de 19 millones de kilómetros cuadrados, y algunas regiones como Mesoamérica eran habitadas entonces por más de 20 millones de seres humanos. La ciudad era la cabeza de playa, el corazón que impulsó la captura de tal grandeza americana o, como bien afirmaba el escritor uruguayo Ángel Rama, el signo y el lugar desde donde la civilización europea fue imponiéndose en el universo por ellos descubierto.
Caparra fue el primer intento de establecer en 1508 el espacio crucial de guerra, conquista cultural, y colonización económica española de Boriquén, nombre taíno de Puerto Rico. Fue fundada en tierras pantanosas a unos kilómetros al sur de la bahía de San Juan. Derivó en un sonado fracaso y ya hacia la década de 1530 la villa había quedado deshabitada. Visible de Caparra apenas restan la zapata y los muros gruesos de piedra de lo que se cree fue la casa fuerte de Juan Ponce de León, el “adelantado” de la ocupación española. A pesar de la reticencia de Ponce de León a una mudanza, los constantes ataques de los nativos contra el poblado y las enfermedades que se cebaron contra el puñado de habitantes de la nueva villa convencieron a los oficiales de la Corona de la conveniencia del traslado a la isleta de San Juan. Podría decirse al respecto que los deseos de los mercaderes se impusieron a los de los conquistadores, pues en la isleta gozarían de instalaciones inmediatas para el desembarco o carga de mercancías. La escasez de agua dulce, entre otros obstáculos, no fue un impedimento ya que la mayoría de los colonos deseaban ese acceso a un puerto, así como un lugar menos vulnerable a las epidemias y a los asaltos de los taínos. Era evidente además que, trazada en la parte más alta de la isleta, la capital en San Juan podría ser defendida con eficacia de insurrecciones nativas y eventualmente de piratas y corsarios.
Tres villas se sumaron a la empresa de la colonización a lo largo de este primer siglo. San Germán fue el segundo poblado de Puerto Rico, fundado casi a la par con Caparra. Atravesó por no menos dificultades y sinsabores. Una insurrección taína devastó el primer villorrio establecido en el oeste de la Isla, y sobre el cual no hay certeza de localización. Otros intentos serían frustrados por asaltos de piratas. San Germán se refundaría finalmente en las lomas de Santa Marta, distante del mar, pero en un paraje protegido, rodeado por tierras fértiles y bordeado por el río Guanajibo. El poblado de Arecibo se consolidaría cerca del 1570, aunque la zona estuvo habitada desde antes por españoles que comenzaron a labrar sus tierras una vez se agotaron las minas de oro. Por su parte, el poblado de Coamo tomaría forma en el mismo periodo y en 1579 fue reconocido como pueblo. Ambos, Arecibo y Coamo, fueron creados sobre la huella de desaparecidos cacicazgos taínos, pero con tierras fértiles y con recursos suficientes de agua dulce para el desarrollo de la agricultura y la ganadería. La Isla vería nacer un puñado de poblados el próximo siglo, pero sería a lo largo de las siguientes centurias del XVIII y XIX que la gran mayoría de ellos fueron tomando forma.
Las razones para la fundación de decenas de pueblos en los próximos siglos ya serán distintas a las de San Juan y San Germán. La conquista era un hecho consumado al despuntar el siglo XVII. Las estancias agrícolas, los hatos ganaderos y el comercio de contrabando promovieron un lento pero sostenido aumento de la población, en especial en el siglo XVIII (Morales Carrión). Con la multiplicación de familias y actividades económicas arreció el deseo de “reunirse en pueblo” en diversas zonas, en especial en el sur y el oeste. El deseo de “fundar” era además apoyado por los gobernadores y militares, quienes entendían la utilidad de esos trazados y la creación de caminos de comunicación para la organización social y el dominio militar de la Isla. Cuando la Corona impuso entre los siglos XVIII y XIX las políticas para fomentar más el comercio basado en la producción de haciendas de azúcar y café, la importación de esclavos y la inmigración de nuevos habitantes ̶ muchos provenientes de territorios que sufrían de los estragos de las guerras de independencia ̶, ya los cimientos de esta infraestructura de civilización estaban echados. Con este nuevo paisaje de pequeños pueblos y plexo de caminos, el último siglo de dominación colonial española registró un proceso inédito de transformación de tierras “baldías” u ¨ociosas¨ en haciendas y fincas de productos destinados al comercio de exportación, pero también a los mercados locales.
Si bien la mayoría de los habitantes de Puerto Rico vivían en la ruralía hasta entrado el siglo XX, en los documentos fundacionales del siglo XIX son recurrentes sus reclamos por tener su “pueblo”, y en el mismo una parroquia, un cementerio, una alcaldía o casa del rey, una cárcel, una carnicería y lugares para que se establecieran los comerciantes, a veces artesanos, labradores sin tierra y eventualmente algunos propietarios del partido. Era a esto a lo que se referían los vecinos de Naranjito al explicar al gobernador su decisión de crear un pueblo en la ribera del Guadiana: consolidar un espacio común para satisfacer las necesidades “que exige la vida social y cristiana” de cientos de habitantes desperdigados por el campo y que encontraban en el pueblo un punto de encuentro desde el cual construir un sentido de comunidad (Morales Muñoz, pp. 54-55). Los vecinos que se identificaban a si mismos como “labradores”, apostaban a la creación de un trazado urbano con su plaza, iglesia y alcaldía como remedio a sus necesidades “espirituales” y porque ansiaban satisfacer sus ansias de “riqueza y prosperidad”. Así pues, el comercio, la representación y práctica de un orden público independiente del que ejercían, con frecuencia de manera arbitraria los mas poderosos latifundistas, quedaron asociados a los cascos urbanos y a una palabra de nuevo cuño en el siglo XIX: progreso.
Las formas arquitectónicas de las ciudades coloniales
El proceso de conquista fue probablemente caótico, más de lo que hoy imaginamos, y asimismo deben de haber sido los esfuerzos de establecer las primeras villas y ciudades. Las malas decisiones y la premura frustraron más de un intento de fundación y con frecuencia los colonos tuvieron que mudar de sitio, como ocurrió con La Habana y Santiago en Cuba, Santo Domingo en La Española, o San Germán y Caparra en Puerto Rico. Temprano desde la conquista, sin embargo, la Corona emitió leyes para promover el orden en los asentamientos basadas tanto en las arraigadas costumbres peninsulares como en ideales urbanos del renacimiento europeo. El historiador José Luis Romero afirma que, a pesar de las evidentes diferencias, los pueblos y ciudades de América Latina creados entre los siglos XVI y XVIII tienen similares si no idénticos orígenes conceptuales. Sus estructuras urbanas y arquitectura responden más o menos a los mismos decretos, y por ello tienen características análogas que les imprimen una identidad espacial inconfundible (Romero, p. 44). Podría incluso afirmarse que cada casco “colonial” o “tradicional” es el paisaje urbano de las ideas de civilización que impuso el proceso de conquista, si bien cada lugar se adecuó a muy diversos contextos humanos y naturales.
Las normas para organizar la vida en ciudad en Puerto Rico y el resto de América Latina fueron reunidas en la “Recopilación de las leyes de Indias”, publicada en 1680. Subraya el planificador e historiador Aníbal Sepúlveda que esas leyes fueron tan ideales como simples en su interpretación y aplicación (Sepúlveda, 2004). Entre las más importantes destaca el decreto que exigía que todas las calles de las poblaciones se trazaran a cordel -en línea recta- siempre que fuese posible, puesto que no siempre la topografía lo permitiría. Esa regla sobre la construcción de calles obligaba, además, a que las vías que discurren en direcciones divergentes se intersectaran formando ángulos rectos. De aquí ese resultado de manzanas regulares que dibujan, vistas desde el aire, una especie de retícula o tablero de ajedrez. La dimensión de la calle, por otro lado, era establecida según el clima: anchas en los territorios fríos, para garantizar la entrada del sol; estrechas en los cálidos, para proveer sombra a alguno de los lados. Otras normas proponían que los solares en donde los nuevos pobladores construyesen sus casas fuesen uniformes y que se repartiesen desde el centro hacia la periferia, para lograr un crecimiento físico ordenado. Los conquistadores, sus descendientes y los vecinos más ricos recibirían los lotes del centro de la ciudad. Esto explica por qué las casas más amplias y vistosas de los tiempos coloniales con frecuencia están frente a las plazas principales o muy cercanas a ellas.
Todos los pueblos y ciudades de Puerto Rico, del Caribe y América Latina que nacieron durante la era colonial española tienen un elemento definitivamente común: la plaza de armas. Las Leyes de Indias obligaban a no menos de uno de estos espacios públicos para cada población. También dictaban que se delinearan en el centro de su retícula si el asentamiento quedaba en un lugar “mediterráneo” o, por el contrario, mirando hacia el mar e inmediatamente accesible desde los puertos, cuando el mismo se establecía en las costas. Para que este omnipresente espacio público fuera adecuado para celebraciones religiosas, populares o de mercado, no deberían ser cuadradas sino rectangulares. Esas formas también facilitarían la realización periódica de un “alarde de gente de a caballo y a pie”, que no era otra cosa que una reunión de los militares y vecinos aptos para la defensa del lugar. Dicho de otro modo, los “alardes” fueron un ritual de presentación de armas y los informes acerca de su celebración revelan mucho de la población urbana. De ahí también que con frecuencia las plazas como la mas grande en el viejo San Juan lleve por nombre “plaza de armas”.

Plaza de Armas. Foto Ricardo Alcaraz.
El orden urbano de la era colonial española regido por estas simples leyes es legible en los centros de los pueblos como Río Piedras, Guayama, Ponce, San Germán, Coamo y Mayagüez, entre otros. No hay prácticamente un pueblo o ciudad en el País que no cuente con al menos una plaza principal y todas muestran una huella rectangular. Las calles principales se extienden de una forma más o menos derecha y se intersecan creando ángulos rectos o que se aproximan a ello. El resultado es una ciudad de bloques cuadrados o rectangulares semejantes en su ancho y largo, excepto allí donde la topografía es demasiado accidentada. Cabe señalar que el trazado urbano de Guayama, oficialmente reconocido como pueblo a principios del siglo XVIII, es de todos el que ostenta el resultado más representativo de los ideales coloniales. Sus dos ejes centrales se organizan de norte a sur y este a oeste, formando una cruz perfecta y dejando justo en su intersección el espacio de una gran plaza. Las manzanas inmediatas a esas calles son las más grandes y tienen una forma rectangular casi invariable. Las restantes manzanas de su retícula son más pequeñas, casi cuadradas y de una uniformidad sorprendente.

Parroquia San Antonio de Padua de Guayama (original de 1736, remodelada a fines de siglo XIX).
En la gran mayoría de los centros urbanos, la iglesia católica se construyó en la plaza principal. La mayor parte de las veces la fachada se orientó hacia uno de los lados de la plaza, y su solar era suficiente para el crecimiento de sus naves y capillas sin colindar con ningún otro edificio en el espacio inmediato. Los templos en Puerto Rico erigidos antes del siglo XX son, por lo mismo, mayormente exentos, es decir, pueden observarse por sus cuatro costados. En ello se simboliza la jerarquía que tenían política y socialmente las instituciones religiosas: llevaban las actas de nacimiento, los matrimonios, las defunciones, organizaban los tiempos según las festividades, velaban por el comportamiento social y ejercían roles comunitarios. Aun cuando esa regla se rompe de vez en cuando, como ocurre en Ponce, San Juan y Coamo, sus respectivas catedrales o parroquias ocupan un lugar privilegiado dentro del trazado de las calles.

Catedral de San Felipe Apóstol, Arecibo, finalizada en 1846.
La catedral de San Juan fue iniciada en la década de 1530, se construyó en un lugar elevado y su fachada cierra el tramo este de la calle de la Caleta, que conecta directamente con la primera puerta de la ciudad. No habría que olvidar que frente a la puerta que permite atravesar los gruesos muros de defensa de la ciudad, se ubicó el primer puerto antes que se instalara el desembarcadero al litoral sur, con más espacio y mayor capacidad de calado. En ese sentido el templo era visible tan pronto se cruzaba ese umbral. En sus primeros años de existencia, explica la historiadora María de los Ángeles Castro, fue una estructura modesta, de planta en cruz latina. Solo el altar mayor, su ábside semicircular y unas capillas laterales estaban construidas y techadas en piedra. No es raro encontrar cartas de los obispos de la Isla dirigidas a los gobernadores militares quejándose del monopolio de los militares sobre las canteras entre los siglos XVI y el XVII. También denunciaban la falta de mano de obra diestra para finalizar su construcción.
La mayoría de las iglesias coloniales en América Latina, sin embargo, fueron transformadas una y otra vez a lo largo de los siglos. Es por esto que los interiores y exteriores de estos espacios poseen elementos arquitectónicos que contrastan entre sí. Las más antiguas salas de la catedral sanjuanera fueron techadas en el siglo XVI con arcos ojivales y nervaduras propias del gótico. El resto del edificio posee bóvedas de cañón y cúpulas neoclásicas, como también cornisas sinuosas que corren a lo largo de la nave central y trampantojos que recuerdan la decoración del barroco europeo. En pocas palabras, su arquitectura exhibe las fases de la construcción y el cambio en el tiempo de los ideales estéticos con los que se aspiraba a subrayar la sacralidad de un lugar.

Bóveda de arcos ojivales y nervaduras en la Catedral de San Juan. Foto Ricardo Alcaraz.
La catedral consagrada a la Virgen de la Guadalupe en la ciudad de Ponce, ocupó igualmente el centro de la explanada que ha servido históricamente como plaza mayor de la ciudad. Su aspecto primitivo es imposible de conocer pues se reconstruyó, varias veces, siendo la última y más completa luego de los graves daños que causó en su estructura el temblor de tierra que asoló el suroeste en 1918. Aún así, su ubicación, su escala, la riqueza de su estética exterior e interior la convierte en un ícono no solo de la religión, sino de la ciudad. La iglesia de San Blás de Illescas en Coamo, por su parte, no solo es más antigua, sino que muestra un aspecto mucho más cercano al original. Su construcción fue iniciada a mediados del siglo XVII y fue finalizada a fines del XVIII. Se erigió, como la de Ponce, en el centro de la plaza mayor, pero sobre una plataforma artificial que la eleva significativamente del suelo. Recuerda, en ese sentido, el modo en el cual la sociedad romana significaba la sacralidad y jerarquía de sus templos, construyéndolos sobre una tribuna llamada estereóbato al que se subía por una escalinata. La de Coamo es una parroquia creada a partir de bóveda de cañón simple y una cúpula sobre el altar mayor, con una decoración austera en su fachada. Sin embargo, debe haber sido enorme el esfuerzo invertido en crear este pedestal, igual que para construir la espadaña piramidal que hace también de campanario justo sobre su entrada, y para lograr la sinuosidad de sus cornisas y levantar los pináculos que rematan los contrafuertes que apoyan los muros de las estrechas naves laterales. En pocas palabras, este conjunto monumental en un centro urbano que a fines del siglo XVIII apenas contaba con cuatro o cinco calles, no deja lugar a dudas sobre el lugar que ocupaba la religión en un universo agrario, de duros contrastes sociales entre latifundistas, estancieros, campesinos y esclavos.

Iglesia de Coamo, construida entre el siglo XVI y XVIII
De otro lado, los cabildos o alcaldías también fueron construidos dando su fachada a las plazas. Aunque menores en su escala que las iglesias, encarnan símbolos laicos del orden en la sociedad colonial. Muchos de los primeros cabildos ocuparon estructuras modestas, con frecuencia de madera y alquilados. El primer edificio del cabildo de San Juan, por ejemplo, era una simple estructura de muros gruesos de tapia frente a la plazuela de las Monjas, en la esquina contraria a la Catedral. Los cabildos, no obstante, se fueron transformando del mismo modo que las iglesias, según aumentó la población y la riqueza de cada partido. En el siglo XVIII, el de San Juan fue trasladado a la Plaza de Armas. Su remodelación a mediados del siglo XIX añadió torres a los dos costados de su fachada, una arcada que sirve de antesala pública y un amplio balcón superior. Las alcaldías de Arecibo y Mayagüez, entre tantas otras, adquirieron similares rasgos palaciegos durante ese periodo, financiados con el aumento en rentas municipales generadas por el comercio y la producción de frutos de exportación. Aunque la arquitectura de los ayuntamientos nunca llegará a ser tan importante como la de las iglesias, sus constructores sí se ocuparon de representar por medio de su decoración y tamaño lo que allí realizaban sus alcaldes y regidores: entre otros, decidir sobre los repartimientos de las tierras baldías, las obras públicas, la imposición de impuestos o delinear ¨bandos de gobierno¨ que reglamentarían tanto las construcciones como las vidas cotidianas.
Vale destacar tres últimos elementos entre los muchos que constituyen la identidad arquitectónica de los antiguos cascos urbanos coloniales. Los mismos tienen que ver con los edictos que regulaban la construcción de las viviendas en aras de obtener un espacio representativo del orden público. En primer lugar, a los propietarios se les exigía que las fachadas de sus casas mirasen hacia el espacio público y que el resto de las habitaciones se construyeran hacia el fondo del solar. Por supuesto era un mandato observar el alineamiento del resto de las estructuras de la calle. Es de notar que, hasta el presente, en los pueblos y ciudades coloniales las estructuras más antiguas están todas en alineación con las aceras y forman un muro de fachadas continuas. Dicho de otro modo, las casas no se retiran de la calle ni crean patios frontales, tampoco sobresalen de esa línea de las aceras.
En la vista de la ciudad de San Juan que puede apreciarse a un lado del retrato que José Campeche realizó del gobernador Miguel Antonio de Ustáriz a fines de siglo XVIII, se subraya esta imagen de uniformidad. En esa ventana abierta Campeche ilustra las casas alineadas hacia la calle, la regularidad y simetría de los balcones, la común altura de los parapetos de las azoteas, la continuidad de las cornisas y hasta la repetición rítmica de las almenas decorativas de los techos. La imagen de la calle en esa pintura idealiza, sin duda, la armonía del espacio público creado por la arquitectura. Tal vez el gobernador así se lo habrá exigido al artista, de modo que se registrase para siempre la imagen supuestamente benéfica de la autoridad colonial, que se enfatiza además en la representación del empedrado de las calles y el uso de colores pasteles en las casas. Esa ventana, no obstante, es una de las más importantes imágenes que tenemos para entender las formas de una ciudad y de la vida cotidiana antes del siglo XIX.

Retrato realizado por José Campeche de Miguel Antonio de Ustáriz. Colección Instituto de Cultura Puertorriqueña.
Los zaguanes encarnan un segundo elemento presente en las ciudades antiguas. En ciudades densas, de estructuras pegadas a la calle y con paredes medianeras, el zaguán sirvió y sirve como antesala y mediador entre el exterior y el interior privado de las residencias. Solo más tarde, hacia fines del siglo XIX, fue que se popularizaron los balcones corridos y elevados de la acera en las residencias de un solo piso, definidos por sus barandales de hierro labrado y esbeltas columnas que sostienen la proyección del techo, e igualmente alineados con el espacio público.
Algunos de ellos, como en la residencia de la familia Cautiño en Guayama, el balcón luce como un escenario desde el cual los propietarios demostraban su rango social. Así pues, el espacio público en los centros urbanos coloniales terminó siendo no solo el resultado del vacío definido por el plano continuo que crean las fachadas o balcones a lo largo de cada calle o alrededor de las aceras opuestas a las plazas. También, se constituyó como símbolo de las relaciones entre clases sociales dentro del universo de la colonia.
- Casas y balcones en Calle Isabel de Ponce.
- Muro de fachadas en la Caleta de las Monjas, viejo San Juan. Foto Ricardo Alcaraz.
- Casa estrecha en la Calle Tetuán. Foto Ricardo Alcaraz.
Finalmente, cuando por el aumento de la población la demanda por espacios de vivienda se hizo mas aguda, como ocurrió en el San Juan del siglo XIX, la huella de la construcción de las casas terminó por ocupar todo el lote urbano, arrimando, como antes se explica, sus paredes laterales y traseras a las paredes de casas vecinas. En ocasiones, la densidad obligó a crear casas, incluso en los antiguos pasillos de servicio que alguna vez existieron entre las casas, creando algunas de las viviendas más estrechas que se han visto. Las casas de paredes “medianeras” necesitaron pues, del otro elemento distintivo: el patio interior. Ese espacio interior más práctico que romántico, permitía la entrada de luz y ayudaba a ventilar el espacio privado. En ciudades como San Juan, era en los patios donde se colocaba el brocal de los aljibes subterráneos que se construían con el fin de almacenar el agua de lluvia que se recogía desde las azoteas y se conducía a través de un sistema de recolección hacia el mismo. Claro está que, el patio interior, en especial de las vecindades o conventillos, era empleado para los más diversos fines, como lavar ropa, limpiar trastos y de tanto en tanto, para realizar fiestas que podían desgraciarles la noche a los demás residentes.
Casa San José 107, zaguán y patio interior.

Casa San José 107, zaguán y patio interior.
La construcción y su tecnología
Como se sugiere, el afán europeo de conquista vino acompañado de una febril campaña de construcción. Los conquistadores y colonos trazaron los “castros” o retículas urbanas, al modo de los antiguos campamentos del ejército romano. Al fin y al cabo, la colonización fue una gesta militar. En los primeros momentos los colonos habrán construido con maderas locales, troncos de palma y paja, tal y como lo realizaban los taínos. Emplearon no solo la mano de obra nativa sino su conocimiento para erigir ermitas, iglesias, cabildos, casas de fundición, cuarteles y viviendas privadas que no dejaron rastro luego por la naturaleza de los materiales o porque con frecuencia se demolían para reconstruir en piedra. Los nuevos pobladores pronto introdujeron, sin embargo, el clavo y los ladrillos cocidos, las gruesas paredes de tapias, realizadas con barro y fragmentos de ladrillo, explotaron los yacimientos de piedra caliza y perfeccionaron los sillares de la arena cementada por los siglos y que eran abundantes en las costas. Los canteros aprendieron, incluso, a cortar en bloques la maleable “coquina”, una roca creada por la sedimentación de restos de corales y conchas marinas, de la cual también obtenían buena cal para el estuco si la liberaban de la sal, la quemaban al fuego y la molían finamente.
- Detalle de un muro de bloques de coquina.
- Pared expuesta en el museo de Casa Blanca que permite apreciar la combinación del uso del ladrillo y de tapias de barro durante el siglo XVI.
- Restos del empedrado antiguo en Guayama bajo el pavimento moderno.
A lo largo de los siglos los cabildos se empeñaron en empedrar calles con guijarros de río, levantar acueductos, crear espacios públicos y fabricar puentes de piedra. Los ingenieros militares, por su parte, demostraron impresionantes destrezas construyendo fortificaciones con ladrillos, piedra caliza, barro y paja, mezcla que se conoce como mampostería. Las primeras y un tanto inútiles fortificaciones como la Fortaleza de San Juan o el Fuerte del Espigón, popularmente llamada Garita del Diablo, fueron superadas con creces primero por castillos de muros masivos como el San Felipe del Morro, y luego por un complejísimo sistema de fortificaciones. Los elementos que componían las fortificaciones como los revellines, las baterías, las murallas, los fosos, bonetes y caminos cubiertos funcionaban como un todo, una parte apoyando a la otra. El esfuerzo legó un monumental paisaje castrense en la isleta de San Juan, comparable en escala y extensión al de ciudades como Cartagena de Indias y La Habana.

Casa Blanca. Foto de Ricardo Alcaraz.
Es poca la arquitectura de los siglos siglo XVI al XVII que sobrevivió el paso del tiempo. La mayoría de las estructuras coloniales que conocemos y siguen en pie son del siglo XIX, con excepción de las fortificaciones, que comenzaron a construirse en la década de 1540 y continuaron creciendo y perfeccionándose hasta el siglo XIX. El reemplazo de materiales ligeros por mampostería y piedra en la arquitectura civil ocurrió lenta pero continuamente. Edificios como la Casa Blanca, en el viejo San Juan, muestran una combinación de tecnologías y materiales que permite hacerse de una idea de la transformación de la arquitectura en estos primeros trescientos años de dominio español. Esa casa fuerte, mandada a construir en 1521 por Juan Ponce de León, aunque nunca fue habitada por él, es un verdadero palimpsesto. De ser una simple estructura defensiva de tapias con no más de veinte por veinte pies, se fue ampliando por los militares españoles y estadounidenses. Fue primero vivienda fortificada, luego se empleó para cuarteles y talleres, en el siglo XX se convirtió en residencia de oficiales, y en el presente, luego de su restauración y la demolición de los elementos añadidos en concreto moderno, es un museo relevante a la vida durante el primer siglo de ocupación española. Es por esta razón que la Casa Blanca, tiene paredes de tapia en algunas de sus secciones, de ladrillos en otras, cuartos creados con sillares de piedra o de mampostería.
Durante siglos se emplearon maderas locales para construir lo mismo casonas de hacienda con amplios balcones a vuelta redonda, que viviendas urbanas, casas campesinas o bohíos. En las casas urbanas de fines de siglo XIX que aun están en pie puede apreciarse la combinación de maderas con materiales pesados, práctica que con frecuencia se señala en los pocos documentos que ofrecen descripciones detalladas de la arquitectura doméstica entre los siglos XVI y XVII. Es común encontrar estructuras con secciones de mampostería como el balcón o las zapatas, a veces algunos cuartos como la cocina en previsión de incendios. También fueron numerosas las casas con un primer piso en mampostería y un segundo en madera, techadas a dos o cuatro aguas, con vigas y alfajías del mismo material, si bien ya no se emplean tejas de barro o tejamaní; tejas realizada con trozos de la palma real, para rematar la cubierta del techo.

Bohío de tablas de palma, elevado en troncos, circa 1900. Colección de Tarjetas Postales de la Biblioteca Digital de la Universidad de Puerto Rico
Las hojas de metal corrugado fueron poco a poco sustituyendo las tejas de madera para la cubierta. Desde fines del siglo XIX, además, se dejaron de emplear las maderas locales. Fueron sustituidas por pino resinoso importado. Los árboles de ausubo, de capá prieto y de maga, entre otras especies nativas que ofrecían maderas de gran resistencia a las inclemencias del tiempo, ya eran escasas desde fines del siglo XIX a causa de la construcción misma y por la demanda de leña para las máquinas de vapor de los ingenios y centrales. La deforestación y el uso indiscriminado de estos árboles, casi los llevó a su extinción y con ello las estructuras se hicieron más frágiles y reemplazables. Los bohíos propios de los nativos no desaparecerían del todo, pero solo las familias más pobres emplearían la materialidad y tipología de estos hasta entrado el siglo XX. Como fueron despreciados por los oficiales coloniales por ser supuestamente vulnerables al paso de las tormentas y el tiempo, fueron haciéndose cada vez más modestos en comparación con los que existieron antes de la conquista. Serían condenados igualmente por los gobernantes modernos del siglo XX, que querían ver dondequiera construcciones de cemento a prueba de temblores y huracanes. A partir de la década de 1940 el hormigón y el acero se convertirán en los materiales hegemónicos, poniendo punto final a las prácticas centenarias de la arquitectura en mampostería, tapia, madera y paja.
Referencias:
Castro, María de los Ángeles. ‘’Arquitectura en San Juan de Puerto Rico’’. Río Piedras: Editorial Universidad de Puerto Rico, 1980.
Lejeune, Jean François. “Cruelty and Utopia: Cities and Landscapes of Latin America”. New York: Princeton Architectural Press, 2005.
Morales Carrión, Arturo. “Puerto Rico and the Non Hispanic Caribbean: A Study in the Decline of Spanish Exclusivism”. San Juan: Unversity of Puerto Rico, 1971.
Morales Muñoz, Generoso. “Fundación del pueblo de Guadiana (Naranjito)”. San Juan: Imprenta Venezuela, 1948.
Rama, Ángel. “La ciudad letrada”. Montevideo: Arca, 1998.
Romero, José Luis. “Latinoamérica, las ciudades y las ideas”, 5ta ed. México: Siglo XXI, 2001.
Sepúlveda Rivera, Aníbal. “Puerto Rico urbano: atlas histórico de la ciudad puertorriqueña”, volumen I. San Juan: Carimar, 2004.
Autor: Dr. Jorge Lizardi Pollock, 24 de febrero de 2021
Revisión: Dra. Lizette Cabrera Salcedo, 26 de febrero de 2021