Arquitectura en Puerto Rico: hacer y quehacer de nuestras identidades
Introducción
La Arquitectura en Puerto Rico ha evolucionado desde las más sencillas estructuras construidas de palos y tejidos hasta los monumentales edificios en acero y cristal. En ningún momento se ha podido prescindir de ésta: ha sido, es y será la escenografía de nuestras vidas cotidianas.
Aunque las formas arquitectónicas y las tecnologías constructivas han variado, la arquitectura siempre ha buscado satisfacer las necesidades de la sociedad que cobija. Han sido numerosos los arquitectos y diseñadores que han influido en la construcción puertorriqueña. Su desempeño ha transformado y conservado nuestras ciudades y pueblos, ha establecido patrones urbanos y ha realizado nuestros sueños de una mejor vida.
Cuando los europeos arribaron a las costas de nuestra isla encontraron asentamientos construidos de materiales perecederos, que a sus ojos, indicaban una falta de conocimiento y atraso de parte de los indígenas. Para aquéllos, estos habitantes representaban al ser humano en el Jardín del Edén. Las crónicas de la época documentaron con grabados las imágenes de estas estructuras. Presentadas de formas regulares – circulares o rectangulares– los grabados europeizaron estas estructuras sencillas, otorgándoles cierto aire de la arquitectura clásica griega (que para esa época de la historia europea volvía a mirarse como los orígenes de la arquitectura) y una connotación de “choza primigenia”.
La reconstrucción arqueológica de algunos de estos asentamientos y la interpretación comparativa de los hallazgos con otras comunidades caribeñas, han facilitado la representación de cómo vivían los taínos en Puerto Rico. Hemos reconfigurado en forma circular los asentamientos, yukayekes, en el centro el batey y en la circunferencia los bohíos y caneyes. Las áreas empedradas se reconstruyeron como centros ceremoniales.
Los primeros asentamientos europeos en Boriquén hubiesen maravillado a los “nativos”. En Caparra, las estructuras principales se construyeron de piedra, con un sistema muy diferente a lo usual en la Isla. Si bien la piedra fue material utilizado en los parques ceremoniales como objetos cosmogónicos, la construcción de sillería les era desconocida. Enclavar sólidamente la edificación en el suelo, utilizar materiales de difícil adquisición y alto grado de elaboración eran situaciones completamente nuevas. De igual manera, dividir los interiores en habitaciones especializadas por sus funciones era ajeno a la manera de vivir en la Isla. No hay indicios de que los nativos hayan imitado los sistemas de construcción ni la división de los espacios de los recién llegados, sin embargo, parece ser que la sabiduría de aquellos primeros habitantes sí impactó a la cultura colonizadora. Fray Iñigo Abbad y Lasierra, en su Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, comenta cómo los europeos imitaron la manera de construir de los indígenas: levantaron las estructuras sobre zócalos y vigas hechos de palos, paredes y techos de materiales perecederos y de fácil adquisición. Este modo de construir perduró hasta entrado el siglo XX como una “arquitectura de los márgenes”.
Al entronizarse el poder colonial, la arquitectura asumió un rostro europeo. Vivir en la Isla, con sus condicionantes climáticos y circunstancias militares, matizó la forma de construir. La organización de los asentamientos españoles se hizo de acuerdo con la probada fórmula del damero. Se incluyeron espacios públicos, edificios gubernamentales, religiosos, militares, comerciales y residenciales. La ciudad sede de la corona, Puerto Rico, se protegió con densas murallas.
El aumento en la población dentro de las murallas defensoras apiñó las estructuras, lo que obligó a utilizar el patio interior como medio de ventilación e iluminación de las habitaciones. Esta organización también resultaba adecuada para la defensa y protección de las calles y de las estructuras. En los primeros pisos, por lo general, se localizaron comercios o dependencias más públicas, mientras que en los pisos superiores se ubicaron las viviendas, protegidas por el zaguán, las escaleras y el propio patio interior. La residencia del capitán general se construyó cerca de la boca de la bahía, protegida por unas murallas con torres circulares. Desde el mar, era una fortaleza, desde la ciudad, se convertía en palacio. Las iglesias también servían para proteger la ciudad. Sus campanarios fungían de atalayas, avistando primero cualquier peligro que llegase por mar o tierra.
Estas defensas eran necesarias y la condición de plaza fuerte de la ciudad ameritaba la inversión de capital en las mejoras continuas de las fortificaciones, ya que la ciudad de San Juan fue concebida –desde sus comienzos– como plaza fuerte: “llave y vanguardia de las Indias Occidentales”. (Adolfo de Hostos, Historia de San Juan, ciudad murada, 199).
En ella se privilegiaron las obras de defensa que culminaron en el siglo XVIII con la construcción de las cortinas defensivas y los majestuosos castillos imaginados y construidos por Thomas O’Daly. Casi inmediatamente después de terminadas, las fortificaciones probaron su efectividad al repeler las fuerzas inglesas capitaneadas por Abercromby en 1797. Resultaron ser tan inexpugnables que no fue hasta 101 años más tarde cuando hubo que defender la plaza fuerte de un ataque extranjero durante la Guerra Hispano-cubana-americana. La monumentalidad e imagen protectiva de las murallas surtió el efecto deseado.
Un siglo de paz siguió al XVIII

Palacio de la Real Intendencia: Actualmente es el Departamento de Estado. (Fundación Puertorriqueña de las Humanidades)
Un siglo de paz –y una excesiva confianza en las defensas pétreas– ensimismó a San Juan, y permitió el desarrollo de la plaza fuerte como ciudad capital. San Juan dejó de ser sólo el asiento del poder militar y religioso para convertirse en la sede del poder gubernamental, comercial y de la élite social puertorriqueña. Durante este siglo de paz, siglo XIX Puerto Rico se mantuvo como la más española de las colonias, mientras que España veía a su imperio desplomarse en las Guerras de Independencia. La colonia le mostró a España, por encima de toda batalla con fuerzas extranjeras o levantamientos locales, su fidelidad incondicionada. (La Correspondencia, 23 de abril de 1898).
Fue un período de grandes inversiones privadas y de la Corona; esto afectó tanto la trama urbana como los edificios públicos, que fueron dotados de un módico aspecto palaciego. El cinturón de piedras marcaba los márgenes de la ciudad y, dentro de él, la morfología urbana se consolidaba con calles empedradas y plazas redefinidas mediante el mobiliario y la ornamentación. Se creó, además, una reglamentación para mejorar las nuevas construcciones dentro del recinto amurallado. Nuevas puertas se abrieron para facilitar el flujo de los habitantes dentro y fuera del recinto, mientras que, extramuros, se construían nuevos paseos y mejores accesos al resto de la Isla.
La construcción de edificios militares, públicos y religiosos exigió el desembolso de grandes sumas de dinero. Si bien se invirtió en consolidar las defensas por medio de nuevos cuarteles militares y un arsenal, la inversión en el embellecimiento y en la comodidad de la ciudadanía del mismo modo ocupó a los arquitectos durante este siglo. A mediados del siglo, la Corona renovó el Palacio de Santa Catalina y lo dotó de una elegante fachada neoclásica y de mejoras a las habitaciones interiores. De igual manera se edificó, en el lugar del antiguo presidio, el Palacio de la Real Intendencia, en la localización privilegiada frente a la Plaza de Armas, a la cual se le otorga el distintivo real del nombre de Alfonso XII. Asimismo, se construyeron edificaciones cívicas indicativas de una sociedad en paz: un nuevo palacio para la administración de la ciudad, un edificio para la Diputación Provincial, un teatro, una plaza del mercado, centros para el cuido de enfermos y para el amparo de los desahuciados, una cárcel diseñada de acuerdo con los más recientes conceptos carcelarios y un nuevo edificio para el Departamento de Obras Públicas con una moderna estación meteorológica.
Se destinaron fondos también para las mejoras y la construcción de nuevas estructuras religiosas, como la Catedral, el convento de las Madres Carmelitas y el Seminario Conciliar. De igual forma, surgieron en San Juan instituciones religiosas de enseñanza, tales como el Asilo de párvulos y, extramuros, el Colegio para las Madres del Sagrado Corazón y el Instituto de los Jesuitas, ambos en Santurce.
¡Salgamos de la losa!

Derrumbe de las murallas a finales del siglo XIX para expandir la ciudad de San Juan. (Cortesía Fundación Luis Muñoz Marín, colección Orraca)
San Juan se hinchaba no solamente por su orgullo citadino, sino en población. Para el tercer cuarto del siglo XIX los comerciantes españoles le reclamaban a la Corona la imperiosa necesidad de demoler las murallas para facilitar la entrada de productos por el nuevo puerto al sur de la Puerta de San Justo y, para desparramarse –por medio de un ensanche– hacia la isleta de San Juan. A raíz de la visita de la Princesa Eulalia en 1893 –que duró una sola noche ya que iba en camino hacia la Exposición Colombina en Chicago– la corona accedió al derrumbe del paño al sur de la ciudad para abrir el puerto. Los planes en San Juan eran más extensos, incluían la demolición de la protección más importante de la ciudad: la puerta de tierra o la de Santiago. En 1897, justamente cien años después del ataque de Abercromby a San Juan, la Metrópoli otorgaba dos privilegios para la Isla de Puerto Rico: se concedió la Carta Autonómica y se autorizó la demolición de las defensas de la ciudad desde el baluarte de San Justo hasta la medialuna de Santiago.
El derrumbe de la Puerta de Santiago abrió la antigua ciudad amurallada al resto de la Isla. Las aspiraciones decimonónicas que habían promovido esta demolición no se circunscribieron a satisfacer los reclamos de los comerciantes –más espacio y acceso fácil al puerto–, alimentaron también ese deseo de crecimiento urbano indicador de progreso y modernidad. Ya en 1893, San Juan había electrificado el alumbrado para celebrar la llegada de la princesa Eulalia; una nueva plaza con monumental dedicatoria al Almirante se estrenaba frente al Teatro Municipal, y los planes para establecer un alcantarillado soterrado se discutían en el Ayuntamiento. El plano para el derrame de la ciudad se proyectó en una configuración reticulada, es decir, como una red, en franca imitación de la fórmula milenaria que tan efectiva había sido en el control intramuros. La ciudad se preparaba para un crecimiento inevitable.
Explota la burbuja

Iglesia Nuestra señora de Lourdes diseñada por Antonín Nechodema: Inicialmente fue de denominación Metodista se construyó en 1912. (Cortesía colección de la Universidad de Sagrado Corazón)
La Guerra Hispano-cubano-americana trastornó los tardíos planes de autonomía y de modernización de la Corona. Con defensas construidas para afrontar magistralmente los ataques bélicos de acuerdo con los armamentos de fines de siglo XVII, éstas no subsistieron el embate de las armas utilizadas por la marina estadounidense. De igual manera, la centenaria ciudad no resistió la ocupación estadounidense. Pensarse moderna era más que demoler las murallas. Los estadounidenses pensaron la Isla como un sistema interconectado al poder ejecutivo. El bienestar de los pueblos en el interior hacía que la capital tuviese mayor injerencia en la administración de éstos.
La separación de Iglesia y Estado tuvo su representación en las opciones urbanas y arquitectónicas utilizadas por las iglesias protestantes para ubicar sus templos. La localización del templo era de suma importancia. Donde era posible, se construía cerca de la plaza pública del pueblo, en contraposición a la iglesia católica. Por ejemplo, en San Juan, frente a la catedral católica, se erigió la primera iglesia episcopal, mientras que la primera iglesia bautista de San Juan se levantó en un solar frente a la iglesia y monasterio de san Francisco. En Santa Isabel, el templo para la iglesia cristiana se construyó en un solar frente a la plaza, lo mismo en Guayama, Juana Díaz y Peñuelas, entre otros. Con esta estrategia urbana, las iglesias protestantes confrontaban el predominio católico en la configuración tradicional urbana en Puerto Rico y afirmaban su principio de libertad de culto.
La tarea de convencer a los puertorriqueños de la validez del nuevo evangelio parece haber estado predicada sobre la utilización de formas arquitectónicas conocidas para los puertorriqueños. Sin embargo, el tipo de construcción, los materiales utilizados y la distribución de los interiores hablaban de una nueva era. Los primeros templos construidos durantes estos años fueron, como toda institución que comienza, de rápida construcción y poca calidad. No obstante, en 1907 ya se erigen con gran calidad arquitectónica. Las primeras iglesias construidas en el Puerto Rico de esa época y dadas a conocer en la prensa arquitectónica de Estados Unidos fueron diseñadas por el arquitecto Antonín Nechodoma.
Por otra parte, el oficio de educar recayó sobre un sistema insular de escuelas públicas que incluyó el establecimiento de una universidad del estado. Su función original era muy práctica, sin pretensiones académicas más allá de adiestrar a aquellos que eliminarían la ignorancia y el hambre. Por tal razón, el primer edificio que se construyó en Río Piedras en 1902 fue la Escuela Normal, para que en dos años, un tropel de egresados sirviera en las escuelas públicas que se aupaban velozmente en cada rincón de la Isla. La Escuela Normal representó el ideal del edificio escolar, según la nueva visión imperante en Puerto Rico a principios del siglo XX. Su construcción en ladrillo, su gran techo y belvedere recuerdan las imágenes de las escuelas públicas estadounidenses cuyas fotos aparecen publicadas en el libro Teacher’s Manual for the Public Schools of Puerto Rico del Insular Board of Education en 1900. Por varios años, este edificio, la Escuela Modelo y la casa del principal, fueron los únicos edificios que ocuparon la finca universitaria.
En 1908, la Escuela Modelo recibió una nueva fachada que la transformó de una estructura en madera –tipo barraca– a un ejemplo del estilo arquitectónico denominado California Mission Style, popular en Estados Unidos desde fines de siglo. En Puerto Rico, este estilo arquitectónico –de estirpe hispana– intentó mitigar la imposición de una nueva cultura anglosajona en el hispánico Puerto Rico del siglo XX. Inspirado en las misiones del siglo XVI, fue el preferido en el diseño de iglesias protestantes, en los edificios de las corporaciones que habían establecido operaciones en la Isla, y en las escuelas del nuevo sistema de educación pública. El arquitecto Antonin Nechodoma se refirió a estos diseños en el Estilo de las misiones como el «estilo hispano-americano» que «ha evolucionado de las más primitivas formas de los edificios originales, casi españoles …».La fascinación con este estilo perduró en la arquitectura pública y privada en Puerto Rico hasta comienzos de la década de los años veinte.
En esta década, la Universidad comienza un proceso de expansión. Se construyen varios edificios, el más importante, el Memorial Hall. Este edificio, diseñado en el estilo del Resurgimiento clásico, que siempre ha representado autoridad y orden, alberga la administración universitaria. Para esta misma fecha, la Escuela Normal es remodelada y se le añade un pórtico clásico que pasaría a ser, con el transcurrir de los años, el símbolo de la Universidad. A mediados de la década, la firma estadounidense de arquitectos, Bennett, Parsons y Frost proponen el primer plan maestro, que orienta el desarrollo de la Universidad hacia uno inspirado en las propuestas académicas de la école des Beaux Arts de Paris. El esquema propuso la construcción de un edificio, –hoy Felipe Janer– para que estableciera una fachada simétrica para la Universidad. Además se diseñó un cuadrángulo central para organizar el esquema arquitectónico de las nuevas construcciones.
Otra prioridad del gobierno colonial fue establecer un nivel de salud durante fines de la segunda década y durante la tercera década del siglo. Producto de esta preocupación fue la estructuración de un sistema de hospitales de distrito y municipales. Varios hospitales privados se adelantaron a esta iniciativa pública y ya para 1908 el Auxilio Mutuo, el Hospital Presbiteriano y el Hospital San Lucas en Ponce ejemplificaban lo más moderno en el tratamiento médico. Ambos hospitales comenzaron como grandes estructuras en madera, evocadoras de las estructuras caribeñas coloniales de los ingleses – los cottages o bungalows. Esta arquitectura era favorita de muchos de los estadounidenses residentes en la Isla.
Y nosotros ¿qué?

Antiguo casino de Puerto Rico: La película La gran fiesta fue filmada en el Casino, la misma recrea la última fiesta antes de entregar el casino al ejército estadounidense. (Fundación Puertorriqueña de las Humanidades)
La reacción de los puertorriqueños hacia la colonización estadounidense se evidenció en la arquitectura que favorecían. Si bien la gran mayoría de las obras propuestas por el gobierno y sus instituciones aliadas eran de inspiración hispano-californianas y mayormente diseñadas por estadounidenses, los arquitectos e ingenieros del país respondieron con una arquitectura inspirada en la gran urbe parisina: el Renacimiento francés. Evocar lo francés en la arquitectura fue un gesto de afirmación y un reclamo de legitimidad de la clase intelectual puertorriqueña frente al gobierno estadounidense. En San Juan, si no en toda la Isla, la obra que demuestra mejor el conocimiento arquitectónico y la habilidad para el manejo del vocabulario afrancesado es el Casino de Puerto Rico. Con esta obra, la firma Del Valle Zeno Hermanos se consagra e, irónicamente, se disuelve, en 1913.
La generación de ingenieros y arquitectos que existió en Puerto Rico al momento de la invasión en 1898, constituyó un pequeño –pero activo – grupo de aproximadamente cuarenta profesionales. Algunos habían estudiado ingeniería en Europa, tanto en España como en Francia o en Bélgica, mientras que otros habían asistido a universidades en Estados Unidos y Venezuela. Los ingenieros de mayor edad habían ocupado cargos en la administración española de Puerto Rico; otros, recién terminaban sus carreras en los años de la guerra caribeña. Su periodo profesional más activo fue durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial.
Esta erupción de indignación profesional no fue fugaz ni sería pasajera. Rafael del Valle Zeno y otros ingenieros habían decidido que la situación de su profesión no podía seguir la ruta de menosprecio establecida por el gobierno. En la tarde del 16 de junio de 1904, en su oficina en la calle Fortaleza de San Juan, reunido con los ingenieros José A. Canals, Juan Bautista Rodríguez, Tulio Larrínaga y Ramón Gandía Córdova, se constituyó la Sociedad de Ingenieros de Puerto Rico. Uno de los objetivos principales de la Sociedad era velar porque se establecieran leyes que protegieran a los profesionales puertorriqueños de los abusos de la administración pública y de la contratación de extranjeros (carpet baggers) para realizar trabajos para los cuales los puertorriqueños estaban capacitados. La Sociedad se establecía, también, para contribuir al “adelanto de la ingeniería en Puerto Rico y de las artes e industrias auxiliares y que a la vez se estrechasen los lazos de amistad y compañerismo entre sus miembros y lograsen establecer relaciones con asociaciones análogas de otros países.” (Estatutos de la Sociedad de Ingenieros de Puerto Rico, 1904).
Los ingenieros y los arquitectos entendieron que, por medio de los trabajos realizados en la Sociedad, se podría “coadyuvar a una legislación razonable y justa, especialmente en cuanto tenga ella relación con la profesión del ingeniero y propender al mayor impulso posible de toda clase de obras, tanto públicas como privadas por considerar que son ellas el más seguro indicio del progreso del país.”
España: la herencia, pero no la historia

Residencia La Giralda en Miramar, diseñada por el arquitecto Francisco Valines Cofresí en 1903. (Cortesía Colección Universidad del Sagrado Corazón)
Los comienzos de la década del veinte trajeron consigo un cambio en la propuesta arquitectónica puertorriqueña. Las mismas instituciones que habían fomentado el uso del Resurgimiento renacimiento francés buscaron, a partir de entonces, su identidad en una propuesta de hispanidad. La arquitectura preferida por los puertorriqueños durante las próximas dos décadas (1920-1940) se arraigó en la búsqueda de formas inspiradas en España, cónsona con la temática española en la literatura, la pintura y la política. La compleja y crítica circunstancia puertorriqueña de los años treinta permitió que el mismo Resurgimiento español expresara situaciones diversas y a veces conflictivas.
El referente hispánico, el de la España del Siglo de Oro y no la presencia colonizadora, fue asumido por los puertorriqueños educados en las escuelas de arquitectura en Estados Unidos. Durante la segunda década del siglo los primeros graduados de estas escuelas comenzaron sus prácticas en la Isla. En 1918 se recibió al primer puertorriqueño egresado de arquitectura de una universidad de Estados Unidos, Pedro Adolfo de Castro y Besosa.
Su educación había seguido los postulados académicos franceses del siglo XIX. La Academia había expuesto a los estudiantes puertorriqueños a los múltiples estilos arquitectónicos validados por la profesión. El Resurgimiento español formó parte del abanico de opciones arquitectónicas. Con la llegada de los arquitectos puertorriqueños a la Isla, se implantaron estos estilos de forma natural, sin que se cuestionara su validez. La década de los veinte confirmó el éxito de esta práctica. El identificar a Puerto Rico con su herencia española facilitaba la legitimidad del dominio cultural estadounidense. En varias publicaciones de la época, se promovió la imagen de un Puerto Rico enfrascado en un romance de ropaje hispanófilo con el gobierno estadounidense.
De nuevo Francia y ahora Hollywood
Si bien la producción de edificios con tejas, arcos y columnas salomónicas proliferaron en esta época entre guerras, otro estilo llamó la atención a nuestros arquitectos: el Art deco, estilo que surgió de la Exposición de Artes Decorativas celebrada en París en 1925. Los primeros indicios del Art decó en Puerto Rico aparecieron muy temprano, desde 1925. El primero es un proyecto para una escuela, del arquitecto Fidel Sevillano (se desconoce si se construyó), y el segundo es el diseño para el cine Puerto Rico en Santurce, de Pedro A. de Castro. No es hasta la década de los treinta cuando el estilo llegó a su apogeo, bajo los auspicios de los arquitectos Pedro A. de Castro, Pedro Méndez, Rafael Hernández Romero y Jorge Ramírez de Arellano.
Este estilo se clasificó en la crónica periodística de la época como «modernista y funcional, eficiente, higiénico y económico.» La economía se fundamentó en que el estilo no requería de piezas ornamentales en terracota policromada y formaletas costosas para generar las formas características del Resurgimiento español.
Sin embargo, debido al gusto por lo español, el Art deco asumió características hispanófilas en manos de los arquitectos puertorriqueños. Pedro Méndez utilizó el arco salmantino en varios diseños residenciales y en el Edificio Miami, utilizó rasgos de simetría y verticalidad propios de sus diseños en el Resurgimiento español. Otros, como Francisco Porrata-Doria combinó las formas del Art decó con el uso de tejas y azulejos sevillanos.
Durante la década de los treinta se utilizó el estilo moderno mayormente en el diseño de obra privada, particularmente de viviendas. Se usó como metáfora para asociar al edificio con lo limpio, lujoso, eficiente y futurista. Al finalizar la década, la arquitectura oficial incorporó el uso del Art decó en varios diseños. Las oficinas gubernamentales –como la División de Edificios Públicos del Departamento del Interior, bajo la dirección del arquitecto Pedro Méndez– produjeron varios diseños.
Hacia una arquitectura moderna

Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico (Cortesía del Archivo de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico)
La Segunda Guerra Mundial trastocó la vida pública y privada de todos. De 1948 en adelante, luego de que se les permitiera a los puertorriqueños elegir su propio gobernador, el papel de la Isla como »puente entre dos Américas» se transformó en el de »la vitrina de las Américas», reclamo de los efectos dramáticos y progresistas de nuestro estatuto político. En sintonía con esta flamante identidad pública, la arquitectura en Puerto Rico adoptó abrumadoramente los principios del movimiento moderno, y rechazó de forma explícita el papel de la herencia en el proceso de diseño arquitectónico.
Por medio del Comité para Diseño de Obras Públicas, el Gobierno intentó modernizar la arquitectura en Puerto Rico. Con talento del extranjero, particularmente alemanes y austriacos repatriados en Estados Unidos, el Comité reguló la producción arquitectónica gubernamental del país e impactó la naciente práctica privada de la arquitectura. Uno de esos extranjeros era el arquitecto Henry Klumb. Invitado por el Gobernador Rexford G. Tugwell, Klumb evaluó la condición del país de la siguiente manera:
“No existe verdadera arquitectura de los trópicos en Puerto Rico. Todo es de un estilo español bastardo. De todos modos, España nunca fue la herencia de más del 10% de los puertorriqueños. Los españoles encerraban todo detrás de muros gruesos y rejas. Sus mujeres no eran para admirarse, todo estaba protegido. Entonces a eso se le imponen unas tradiciones anglosajonas y el resultado es la más miserable arquitectura imaginable” («Designs for the Tropics,» Interiors mayo 1962: 116).
No hay duda de que para el 1949, cuando el hotel Caribe Hilton –obra de los arquitectos Osvaldo Toro y Miguel Ferrer – inauguró sus suntuosas facilidades, el Movimiento moderno instalaba su hegemonía en la práctica de la arquitectura. El gobierno se sentía cómodo con el anónimo estilo, en el cual las identidades y las diferencias regionales se podían ignorar.
Si el Comité para Diseño de Obras Públicas fue el instrumento del Estado para garantizar que las obras públicas fuesen diseñadas dentro de los cánones de la arquitectura moderna, no fue hasta 1966 cuando se consolida la enseñanza de estos cánones en la primera escuela de arquitectura en la Universidad de Puerto Rico organizada por el arquitecto Jesús E. Amaral. La Escuela era parte esencial del quehacer académico y profesional de Puerto Rico. El Recinto de Río Piedras contaba con una unidad asesora en el desarrollo y planificación de su campus y, el pueblo de Puerto Rico, con una nueva clase de profesionales educados localmente para contribuir al bienestar del entorno construido y natural de la isla. (Nuestra Escuela de Arquitectura: Un nuevo paradigma).
Nuestra arquitectura contemporánea se ha nutrido del grupo de egresados de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico, de los arquitectos educados en Norte y Sur América y Europa. Si bien el Movimiento moderno predicaba una hegemonía formal en la arquitectura, la arquitectura reciente en Puerto Rico, de acuerdo con Andrés Mignucci, “refleja una diversidad de producción y multiplicidad de tendencias de expresión que desafía argumentos analíticos singulares […]”. La década de 1980 trajo consigo la ruptura del Movimiento moderno en Puerto Rico. La práctica de la arquitectura se diversificó y comenzó a explorar ideas y formas ya probadas en Europa y Estados Unidos a las cuales se les había adjudicado el término de Posmodernismo.
En 1996 se funda una segunda Escuela de Arquitectura en la Universidad Politécnica de Puerto Rico, vehículo que ofrece como alternativa las diversas estrategias en la enseñanza de la arquitectura. Su huella en la sociedad puertorriqueña se ha comenzado a identificar.
¿Hacia dónde va nuestra arquitectura? Parece ser que contestar esta pregunta es tan difícil como contestar ¿hacia dónde va nuestra cultura? La labor del profesional puertorriqueño de la Arquitectura no está en predecir el futuro, sino en comprender e interpretar el presente y su relación con nuestra trayectoria a través de los siglos. Su labor es medir y aquilatar –con un buen sentido de lo bello, lo útil y lo bien construido– el cobijo, la escenografía de nuestras vidas. Con tal responsabilidad, el arquitecto no solamente es un buen diseñador y conocedor de cómo hacer las cosas, sino que en su obra interpreta y concretiza el quehacer cultural de su pueblo.
Autor: Dr. Enrique Vivoni Farage
Publicado: 8 de septiembre de 2014