Concepto de vanguardia, falsedad y autenticidad en las artes plásticas
Conceptos en las artes plásticas

Concepto de vanguardia, falsedad y autenticidad en las artes plásticas 

 

Cántico a Santiago de las mujeres (1966)

Lo que conocemos del arte puertorriqueño desde finales del siglo XIX hasta casi pasada la primera mitad del siglo XX, hubo de responder esencialmente a un proceso histórico crítico en la vida del país que requirió voluntad y acción pertinente a la despertada noción de que somos un pueblo, una nación que reclamaba la afirmación de su identidad cultural. Fue el momento en que intelectuales y artistas tuvieron la necesidad de establecer estrategias e iniciativas conducentes a la afirmación de lo nuestro, los que se revistieron de coraje intelectual para acometer la tarea de su vocación en tiempos no tan lisonjeros. Fue el resorte histórico con profundo sentido ético que estuvo en el ánimo de las generaciones que hicieron lo mejor de su obra entre las décadas de los años 40 al ó 60 del siglo XX.

En aquel lapso histórico, los más de los artistas nuestros, tanto reflexiva como intuitivamente, concurrieron en el denodado esfuerzo por rescatar, ampliar y afianzar nuestra noción de pueblo diferenciado, lo que era indispensable tanto respecto a la necesidad de aguijonear nuestra flaca autoestima como estimular la inteligencia y entendimiento en orden a nuestra propia convivencia y para con aquella de nuestros vecinos y asociados. Fue así que aquellas generaciones levantaron la bandera de la conciencia colectiva y los artistas produjeron una obra de particulares méritos para honra de Puerto Rico. Pero entonces apenas hubo expresión vanguardista en Puerto Rico, no hubimos de alinearnos entonces con la nueva lectura que proponían algunos centros focales de cultura para la era moderna. Aunque siempre hubo vanguardia en todos los tiempos, el empleo del concepto como lo entendemos al presente, data, según algunos, de mediados del siglo XIX, cuando parte del arte moderno se desdobla conscientemente en transformaciones, discontinuidades y rupturas.

Superados parcialmente aquellos momentos históricos de un Puerto Rico con su particular crisis, entramos a nuevos tiempos en que obviamente han ocurrido variantes que afectan nuestra vida interna tanto como su relación con el mundo exterior. En materia de arte nos adentramos en el puntero de las innovaciones internacionales, y es precisamente este campo el que nos anima a formular planteamientos que son la fundamental tónica de este discurso que tengo a bien exponer ante ustedes con el tema de Concepto de vanguardia, falsedad y autenticidad en las artes plásticas.

EI reto de los nuevos tiempos está siendo abordado por un número de artistas de Puerto Rico con signo positivo que denota la innata sensibilidad de los nuestros para debatirse con obras significativas dentro de las complejidades de vida, y nuevos recursos técnicos del mundo contemporáneo. Pero también hay acechanzas que afectan y pueden desvirtuar los valores que animan al creador y al recreador tanto en nuestra Isla como en cualquier otra parte. Son precisamente los aires negativos de lo que habremos de ocuparnos mayormente, para descargo personal y espinita en la conciencia de quienes bregan con el quehacer crítico, los adictos a su apreciación y los envueltos en su divulgación y comercio.

Es el espíritu de autenticidad lo que nos alienta a sugerir, proponer, incitar y hasta revolcarnos en la mar de ambigüedades y contradicciones inherentes al mundo contemporáneo en esfuerzo por despejarnos un camino de autenticidad en el campo que aquí nos concierne. Desde luego tenemos el firme convencimiento, por lo tanto es premisa, que la actitud apropiada ante los problemas que planteamos es de una apertura inteligente ante las manifestaciones del arte contemporáneo que implican una saludable sacudida frente a un testarudo atascamiento en lo tradicional, pero también con la firmeza necesaria contra cierto tipo de irracionalidad en tal ruptura, así como de la novedad, a veces muy ingeniosa pero llena de vacuidad, o la deseable toma de conciencia de desvíos de orden ético como el ocurrido en el Pop Art, que comenzó en la década del 50 del siglo pasado como una crítica irónica contra una civilización obcecada por los objetos de consumo y terminó reconciliándose e integrándose a ella.

Todo ello plantea interrogantes y retos. Retos que también implican el esfuerzo de intentar discernir reflexiva e intuitivamente lo auténtico de lo falso en el repertorio del: Neo-realismo, Hard Edge, Nueva Figuración, Arte Gestual, Informalismo, Junk Art, Objet Trouvé, Arte Povera, Land Art, Arte Conceptual, Action Painting, Pintura Matérica, Op Art, Cibernética, Cinética, Minimal Art, Dripping, Hiperrealismo, Arte del Empaquetamiento, y los Storefront a lo Christo; también tendencias de último cuño como Arte Comportamental, o sea, del comportamiento, en el cual el artista trabaja a partir de su propio cuerpo infligiéndose quemaduras, flagelaciones, y es lógico esperar que culmine con el suicidio como supuesta expresión máxima de un quehacer “artístico”.

También está en asomo el Arte Postal, que consiste en mandarse cartas o paquetes por correo por la mera complacencia de enviar y recibir objetos; también el Arte Fractal, una particular orientación del recurso digital, acuñado por el matemático Benoit Mandelbrot, tocante al potencial fundamento del arte plástico o visual en la propia geometría microscópica de la naturaleza y que pone a las matemáticas como algo que siempre ha estado presente en las manifestaciones artísticas. Hemos dejado atrás elHappening y paralelo a éste, el Environment.

En éste un objeto no basta para crear un marco de vida, sino que es necesaria toda una ambientación. Un adepto a las vanguardias y novedades, el discípulo de mayor eminencia tanto de Romero Brest como de Pierre Francastel, me refiero a Carlos Damián Bayón, ha expresado lo siguiente respecto al Environment: “Que un millonario pueda o haya podido comprarse un cuarto de baño o un dormitorio o una barbería Pop y ponerla sobre una tarima (para mostrar que es obra de arte) y con ello asombrar a sus invitados del último coctel; que esa misma pieza cueste 30,000 dólares, no debe escandalizarnos tanto. También podría costar $300,000 o $3.00 o nada: todo depende aquí de la ley de la oferta y la demanda. Eso ha hecho vivir a los creadores que, como cualquier hijo de vecino, tienen también que comer todos los días a ser posible. Tal montaje no es otra cosa, en casa del gran burgués, que un conversational piece, el objeto extraño y nunca visto que desata la lengua de los tímidos contertulios”. Y termina el comentario de que: “en rigor, siempre se trató de un arte para minorías cultas al límite del esnobismo”.

Con relación a esta experiencia se ha percibido que dentro de la monotonía y uniformidad de vida de un hombre de negocios, el acercarse al mundo del arte, de las letras, es una experiencia exciting. Hacerse de amigos artistas, codearse con hippies (tanto los que son pulcros como los de lujo) puede resultar una experiencia casi como darse a la droga, aunque seguramente menos peligrosa y que goza de mayor prestigio social, porque le da la sensación de estar haciendo algo por la cultura.

Curiosamente en el melodrama pseudo vanguardista se ha creado una especie de círculo, un fenómeno de camaradería entre artistas, críticos, mercaderes, directores de galerías, y algunos iniciados. Advierte Mircea Eliade, en Aspectos del mito (1963): “… no existe ya una tensión entre artistas, críticos, coleccionistas, público. Todos están de acuerdo siempre…” Hoy -añade Eliade- su solo terror es de no ser capaces de adivinar a tiempo el genio de una obra a primera vista ininteligible”. Por lo tanto, añadimos nosotros, ante la duda, le erigen un altar a cualquier obra como al dios desconocido y le rendirán tributo a aquella que pueda propiciarles mayor beneficio económico. Tal es el panorama en el mundo de la falsa vanguardia.

Además de las previamente aludidas habrán de surgir aceleradamente otras modas “estéticas” al paso cambiante y fluido en el tiempo que nos ha tocado vivir. A propósito del Arte Conceptual, se ha pensado que pudiera ser otra cosa y no arte. Se plantea si será un error de clasificación como suele ocurrir en la escala botánica y la zoología, donde hay animales que parecen plantas y vegetales que asumen un ambiguo aspecto de animalidad. Pudiera ser que quizás el “arte conceptual”, la fuerza creativa más importante de los nuevos tiempos, requería sobrepasar el molde clasificatorio de arte y se ha atacuñado en algo que no le cuadra. Pudiéramos aplicarle el neologismo de “creatomanía” en cuanto artificio mental lindante con el arte.

Por otra parte ocurre que algunos se hacen cómplices de la falsedad, principalmente pseudo-críticos de pretendida vanguardia, que la aprovecha para cocinar un sopón de escritores crípticos malabaristas. De todos modos, los cronistas del arte de hoy se ocupan de registrar tales sucesivas fases de la moda estética de los últimos tiempos y, al igual que tantos, opinamos que ello es deseable en la medida que tal inventario minucioso propiciara más adelante, habida ya la necesaria perspectiva y depuración, la precisa historia del arte de nuestro tiempo.

Violeta

Anteriormente habíamos aludido a lo reflexivo e intuitivo como recurso de discernimiento; valga aclarar que lo reflexivo implica tener ojo (que es proyección del cerebro) para saber ver algo de experiencia y cultura histórica sobre el arte; y lo intuitivo, la aprehensión intuitiva a la que se refiere Alfred North Whitehead, la perspicacia natural y sensibilidad que en mayor o menor grado adorna el espíritu de cada ser humano. Razón e intuición son fenómenos excluyentes, pero como ha advertido Niels Bohr, es preciso admitir que las paradojas cuánticas están muy arraigadas en la naturaleza, por lo cual presento la noción de complementariedad como un medio legítimo para describir la relación de tales fenómenos excluyentes, pero imprescindibles para explicar un hecho concreto en su integridad.

Algo así tan excluyente como la continuidad en la radiación electromagnética frente a la discontinuidad en la formulación atómica de la materia, o a nivel psicológico, la parte cognoscitiva frente a la afectiva en nuestras vidas, es decir, el flujo entre conocimiento y análisis por un lado y la emoción o sentimiento por otro, lo que hace necesario subrayar la acción interactiva entre uno y otro. Es la condición deseable para aproximarnos a la explicación de una obra de arte, precisamente porque lo más característico en el proceso de su entendimiento es la cooperación íntima entre intuición e intelecto. Y como ha advertido Emile Beneviste, si la forma más alta de la capacidad inherente a la condición humana es la facultad de simbolizar, la de representar lo real mediante un signo, y de comprender el signo como representante de lo real, le toca a esa conjunción de intuición e intelecto el lograr un acercamiento a esa relación significativa entre signos distintos y esperar que ocurran las necesarias convergencias.

Desde luego tal instrumento de reflexión e intuición presuponen condiciones previas. Así como solemos aceptar que no todos tenemos oído para la música, que aceptemos como parte del proceso reflexivo, que no todos tenemos ojo perspicaz, perspicacia visual y sensibilidad en magnitud apropiada para colaborar efectivamente en la formulación de juicios de valor artístico. Pero aclaremos, cuando aludimos al juicio de valor, desde luego, que no nos referimos al enfoque subjetivo del ME GUSTA o NO ME GUSTA, ME AGRADA o NO ME AGRADA, porque ahí no hay discusión posible. El caso es distinto si aludimos a la obra como bonita o fea, porque es apreciación objetiva y, como tal, susceptible de discusión. Aceptemos como premisa dilucidante, pronto, que los valores estéticos se debaten en la objetividad. Precisamente concordamos con la idea de que la falta de criterios objetivos pudiera ser la razón principal de algunos de los aspectos negativos en el arte del presente.

En este sentido puede ser esclarecedor el pensamiento del filósofo y esteta, Rudolf Arnheim, quien su obra “Ensayos para rescatar el arte”, advierte que no podemos culpar a un artista que proclama que arte es aquello que él mismo decide calificar como tal, cuando las personas que podrían elaborar las normas que debieran juzgar la calidad artística sostienen que no existen tales criterios objetivos. Así, se ha generalizado el principio de que cualquier cosa sirve, sea arte o no, sea de baja o excepcional calidad, superficial o profunda.

Suele aceptarse en el arte contemporáneo everything goes, sí, pero es una realidad en la que se debaten por un lado lo que es mera filfa o barullo psíquico elevado a categoría de experiencia estética por el crítico tan ingenioso como desaprensivo, y por otro la obra que entraña riqueza en la inteligente y sensible organización con objetos dispuestos con sentido significativo. Se ha advertido que, en lugar de recrearnos en los fáciles placeres del relativismo, deberíamos dar un paso hacia delante y enfrentarnos al problema. De igual forma, con criterios objetivos podemos cobrar conciencia de que el arte desempeña un papel concreto en el desarrollo de la mente humana, así como determinar si una obra es digna de particular consideración.

Tales planteamientos implican verdaderos retos, riesgos necesarios, si nos importa discernir entre lo que es y lo que no es en materia de arte. Para ejercer tal intelección, para distinguir tal autenticidad, es necesario percibirle sentido a la obra, y para ello se requiere sensibilidad y conocimiento respecto al simbolismo del color, la textura del grafismo, del juego entre zonas espaciales, la tensión dinámica, paralelismos, contrastes, interacción entre centros focales, centros de energía, escala, ritmo, en suma, percatarse de los elementos preceptúales que simbolizan el tema psicológico de la obra.

No importa la tendencia a la que puede adscribirse la misma, el esfuerzo de intelección es absolutamente necesario en el proceso de procurar el mayor acercamiento posible a la obra en aras de la búsqueda de su autenticidad. Y si el valor está presente en ella, es porque la configuración de un estilo es el resultado, como se ha expresado en alguna ocasión, de una larga y penosa construcción por parte del artista que no supone un día o un año, sino que representa la lucha paciente o desesperada entre una técnica, una voluntad de forma y un afán de expresarse a sí mismo y a su época. Y cuando nos acerquemos a su obra, como ha sugerido Francastel, no le preguntemos a ésta, ¿qué representas?, sino ¿a qué respondes? Y si no nos dejamos llevar por Paul Valery, hasta exige del artista una labor personal de reflexión constante lo que implica un esfuerzo de conciencia progresiva en el quehacer artístico.

Desgraciadamente también ocurre la existencia de la pseudo-reflexión, lo que nos hace recordar aquello que advierte Eugenio Delacroix ante unos comentarios de su compatriota y compañero de generación, el poeta Thelipe Gautier frente a una pintura. Dice Delacroix: “toma un cuadro, lo describe a su manera y en su descripción está fabricando una obra encantadora”. Al presente no pocas veces padecemos lo que pudiera parecer experiencia similar, pero lejos de la aludida interpretación poética.

Ocurre particularmente con jóvenes recién egresados de universidades, preparados intelectualmente en materia de arte donde se enriquecen con gran destreza conceptual en el manejo verbal de los elementos formales y supuestos significativos de obras particularmente contemporáneas. Pero alguno que otro, por aún estar carente de la necesidad reflexiva que propicia la experiencia tras varios años de estudio y brega profesional, al proceder al análisis de obras para consumo de una audiencia menos informada, a ésta le parece percibir la descripción de realizaciones artísticas de mayor merecimiento, aunque las mismas no ameriten mayor consideración o no valgan nada. Estos desatinos nos recuerdan experiencias del pasado puertorriqueño cuando un conocido nuestro elaboraba unos ensayos literarios donde los más sobresalientes consistían en la destrucción intelectual de cualesquiera obras a las que se enfrentase, lo que inclusive provocó el auto exilio de algún artista nuestro.

Luz de luna (1969)

Está ocurriendo en el ámbito local como en el internacional, la tendencia de parte de los aficionados al gusto de obras con apariencia de vanguardia, el aceptar indiscriminadamente como bueno todo lo que tenga apariencia de tal orientación. El concepto vanguardia implica una nueva forma de pensamiento significativo que engendra consecuencias, y ello no es experiencia que se experimenta tan fácilmente. La auténtica vanguardia no es el producto que conforma el gusto de los que rinden culto a una novedad que pudiera ser ingeniosa, pero definitivamente intrascendente. Tampoco, necesariamente, es prohijada por aquella filosofía estética adoptada, por algunos psicólogos, según la cual el placer o hedonismo constituye la finalidad del arte porque el arte debe definirse meramente como una experiencia emocional.

Así, la droga química puede ser un estímulo para incitar esa experiencia emocional, y de hecho ocurre, pero una experiencia tal queda divorciada de la primordial esencia que anima a la expresión artística que es ser una forma de pensamiento significativo que a la postre redunda, consciente o inconscientemente, en un propósito ético y una voluntad de forma y estilo. La droga química que corre alma y vida en la sociedad contemporánea y que en no pocas ocasiones está detrás de lo pseudo-artístico, no es la única y menor de las drogas. También se cultivan otros tipos de drogas: la actitud nihilista, irreverente, demoniaca, o de entregamiento al falso placer que cultiva fruición ante la vacuidad, superficialidad, regodeo frente al engaño y a la falsa estética creada por el artista frustrado que se atrinchera en la demagogia literaria. Pero está también la más común en nuestro tiempo, la del “snob”, la del supuesto amante de las artes que tiene por paradigma cualitativo la notoriedad, a lo que se tienen los desarmados de capacidad reflexiva en materia de arte y son ingenuos valedores, bien que a veces de buena fe, en vehículo de propagación de obras con super-inflado valor en el mercado, con destino a la nada pero que en la inmediatez decoraran paredes como símbolo de presuntuoso estado socio-económico.

La droga del arte visual tiene una vertiente histórica que dramatiza la adicción por el peculiar gusto, por la falsa vanguardia. A comienzos del siglo pasado los críticos de nuevo cuño absurdamente le reconocieron voluntad estética a las manchas accidentales que provocó un chimpancé en la superficie de una tela. Fue un experimento del Dr. Desmond Morris en el zoológico de Londres, quien así logro pinturas que poseyó el propio Herbert Read, que produjo loables juicios de parte de connotados críticos con literatura que hemos bautizado literatura plástica. Pero aclaremos, si bien el propio Herbert Read aduce que cuando algunos pretenden hacer “Action Painting” al dejar que los pinceles sean guiados por gestos instintivos, de lo que se enorgullecen, entonces gesticulan del mismo modo que los chimpancés, pero seguidamente hay que aclarar que esto es una verdad a medias, porque un verdadero artista que se manifiesta en el “Action Painting”, podrá asegurarle una estructura significativa a la obra así concebida; más son muy pocos los que pueden hacerlo, y no tantos los que podrán detectarla.

En pseudo-música también tenemos la droga del oído, que enajena con un ritmo acompasado por una especie de gritería musicalera que montada como en potro cerrero, nos sacude con su estridencia, ensordece y anonada, lo que no tiene nada que ver con nuevos conceptos de armonía, inclusive su negación, como tampoco la disonancia ni las nuevas técnicas estructurales de la misma. Ha sido auténtica vanguardia musical la exaltación de los efectos tímbricos por parte de los dodecafonistas, su afán por la articulación casi autónoma de cada sonido en oposición a los empastes tonales, y las escuelas derivadas como consecuencia de esta rotura de molde.

Nos identificamos con palabras del malogrado y muy querido amigo Carlos Damián Bayón, cuando advierte que, aunque pueda parecer contradictorio, por una parte podemos ser muy entusiastas con lo que signifique novedad, pero, por otra, bastante escépticos en lo de aceptar en bloque lo que desde hace algunos años se propone a la consideración pública en los museos y galerías de vanguardia.

Sin embargo, todo esto no conflige necesariamente con el ánimo de la auténtica innovación. Se ha observado que la novedad parece ser “un destino de nuestro tiempo. Una época con una aceleración tan violenta como la actual no puede meditar, no puede madurar”, su gloria, dirán algunos, es que “apenas terminadas sus naves, tiene, como Cortés, que quemarlas para volver a hacer otras nuevas, peores quizás, pero siempre bajo el signa de la novedad”. Y puede haber novedad positiva en el arte contemporáneo, y la hay, una que no es aquella que pretende satisfacer a nuevos públicos o para incrementar una nueva clientela, sino con la autenticidad de responder a un cambio que ya no responde a la exigencia de lo que sé, sino de lo que se sabe. “La novedad en sí no es nada si no engendra a su vez una serie de consecuencias”, ha dicho mi maestro Francastel, y añade: “Démosle el vapor a un pueblo primitivo y de ahí no saldrá el ferrocarril”.

Desde luego, esto del afán de novedad, tan sintomático de nuestro tiempo, bien que en algún caso puede incidir en consecuencia sólida e inteligente, en términos generales lo que produce es una inmoderada apetencia de originalidad. Recordamos páginas de Manuel García Morente, donde advierte que cada filósofo grande, mediano, pequeño, “cada filosofillo, cada filosofito, y hasta los estudiantes de filosofía, pretenden hoy tener su propio sistema.” Y añade, “Así mismo cada pintor quiere ser un renovador total de la pintura y cada músico quiere renovar por completo el arte de la música. Y salen unas algarabías y unos bodrios horrorosos.”

Por uno o dos que en efecto son criaturas de genio y traen un elemento original a su arte, hay en cambio una infinidad de chapuceros que lo único que hacen es, como dicen en París, ‘epatar al burgués’. De ahí lo apropiado de aquel parecer de Ramón de Campoamor hacia 1800, cuando dice: “la manía de convertir en grandes hombres a tantos medianos artistas es una señal espantosa de la insustancialización de la inteligencia.”

Recordamos también palabras de Pío Baroja, con rigurosa vigencia al presente cuando señala que: “No puede haber arte nuevo fabricado de una manera deliberada. Es una petulancia de algunos pobres de espíritu que se ufanan de audaces al decir que estamos haciendo un arte nuevo. Los que han hecho algo nuevo lo han hecho casi siempre sin proponérselo. Hasta los genios fundadores de las religiones y las sectas han pensado siempre en ser continuadores y no inventores. Y añadía: “Esto del arte nuevo es algo así como lo que se cuenta del niño del colegio que explicaba el descubrimiento de América diciendo: ‘Cristóbal Colón entró en su carabela y advirtió a sus compañeros: vamos a descubrir América’, o lo que aquel general alemán que dijo: ‘Vamos a comenzar la guerra de los 30 años.”

Autorretrato Núm. 8

Sabios de nuestro tiempo han opinado que la búsqueda de originalidad a todo trance puede ser una desgracia de la vida cultural contemporánea. Desde luego, hay recursos de gran demagogia sociológica y pseudo-filosófica para justificar la existencia o cultivo de la innovación a la trágala. Se ha aducido, quizás con razón, que eso parte de un sentimiento de inseguridad. Algunos artistas, lo que piensan espontáneamente, lo que se les ocurre así, les parece insuficiente para llamar la atención. Su primer paso impropio puede ser la búsqueda de una forma extraordinaria para aderezar lo ordinario; el segundo, cambiar de pensamiento para adoptar otro que sea extravagante. Sobre todo cuando se atiene a la moda o adopta un modelo y hace de lo suyo un arte imitativo. La distancia con la auténtica originalidad es que ésta no se busca, se encuentra. Procede de una espontaneidad de ver la vida; Becket no quiso nunca sorprender o hacer algo insólito, sino expresar su propia manera de ver al mundo y los seres humanos. No imitó. Otra debilidad es que las obras del artista lleguen a un mimetismo de si mismo que le perjudica; trata de repetir su propia formula, de apurarla o agotarla.

Son estos señalamientos algo animado por el espíritu de la autenticidad. Cuando escribía estas notas, inadvertidamente pensé en el escultor español Eduardo Chillida, por quien siento una gran admiración. Su obra, pura abstracción, es de una autenticidad tan descamada de mimetismo, de repetición de sí mismo y de superficialidad, que hace rayar en la emoción de lo inefable. Chillida, quien murió no hace mucho, nunca se engañó a sí mismo, como tampoco lo hace nuestra Carmen Inés Blondet. Sin embargo, recordamos lo de aquel escultor amigo de Mario Vargas Llosa, quien harto de que las galerías se negaran a exponer las espléndidas maderas que éste veía trabajar de sol a sol, el escultor decidió que el camino más seguro hacia el éxito en materia de arte era llamar la atención. Y dicho y hecho, produjo unas “esculturas” que consistían en pedazos de carne podrida encerradas en cajas de vidrio, con moscas vivas revoloteando en torno. ‘Triunfó’ así el amigo escultor de Vargas Llosa, al extremo de que Jean Marie Drot, estrella de la radio-televisión francesa, le dedicó todo un programa.

Y ya que estamos en plan crítico, que sea grano de arena con esperanza de que la fricción de pie a chispazos de luz que quizás, más que aclarar conceptos, sirva para suscitar conciencia de los interesantes problemas que plantea el arte contemporáneo. Es consabido que el mismo se caracteriza por la mezcla de formas expresivas, menjunje de soluciones, donde mayormente se es todo y puede que sea nada. Hay quien reclama la necesidad de que el artista se someta a su propio auto-análisis, primero para ver si va por buen camino, o si acaso está equivocado en los medios que emplea. Con relación a esto, se ha advertido, quizás en controvertible afirmación, que hay pintores, pero hay otros que son, esencialmente, decoradores natos, ilustradores de libros, fotógrafos frustrados, escenógrafos, artistas técnicos de la gráfica y si bien todos podrían ser magníficos en lo suyo, no así en la ambigüedad a menos que sean genios, pero los genios no pululan.

Otros aspectos cuestionables respecto a las particularidades pseudo-artísticas en las manifestaciones contemporáneas puede ser aquello de “exponer” un objeto ausente o inexistente, que es traslación de una categoría literaria como lo es la conocida referencia a Mallarmé y su famosa cita con una mujer inexistente en una hora fuera de cuadrante. También es cuestionable aquello de forzar una apariencia de pobreza para colocarle la etiqueta de “arte povera”. Tales tipo de audacia han sido calificados aún por sus críticos más abiertos al espíritu innovador, como “intelectualismo de pacotilla”, a lo que se añade “que hay una enorme masa de audaces improvisadores que nos afligen y hay que denunciarlos sin piedad.

Inclusive que hay que estar alerta de si se procede o no a la admisión de obras perecederas a corto plazo”, la fugacidad está inherente a circunstancias propias de la contemporaneidad, pero igualmente susceptibles de ser o no ser signo auténtico de la vertiginosidad que cala en la entraña de nuestro tiempo. Respecto a esto, es caso encomiable la escultura de Richard Serra, que no hace mucho fue instalada en el Museo Guggenheim de Bilbao. Es un monumento a la temporalidad múltiple donde los tiempos se superponen en la medida que el espectador se adentra y se mueve dentro de las piezas que conforman la unidad. Es un caso donde el concepto fugacidad, que hemos señalado como inherente a peculiaridades de nuestro tiempo, es elevado a experiencia estética con sentido ético. Ha expresado el autor el sentido de la misma: “el espectador se sumerge en un viaje cuyas sensaciones dependen de su voluntad para invertir tiempo y dejar que sus memorias se fundan en la percepción”.

Recordamos también el serio comportamiento frente a la fugacidad por parte de: John Balossi, quien como dueño de su firme voluntad artística aprisionó lo momentáneo y huidizo transformándolo en concepto estático en una serie de paneles escultóricos sobre planchas de aluminio batido y repujado. Son casos muy distintos a las plumitas de colores que se lanzan al espacio-tiempo como torbellinos de modas nati-muertas muy llenas de vacuidad que pronto se bautizan por los mercaderes de la novedad con etiquetas que se suman a la lista de las pseusovanguardidad.

También debemos estar en guardia ante los cánticos de sirena de algunos críticos de arte, encabezados principalmente por europeos de notoria consideración publicitaria en el panorama de las artes del presente, muy dados al vuelo literario y pseudo-filosófico creando prosa poética sobre lo que admiran. Recordemos el particular caso del juicio de Delacroix sobre una crítica de tal índole de parte de Theóphile Gautier, sólo que al presente ya no es un caso particular sino lugar común.

Si con tal tipo de crítica se pretende implicar un certero juicio de valor plástico, se trepan así inútilmente al tope de los cerros de Ubeda. Y si la literatura plástica pretende ensalzar lo deleznable, peor aún, peor que el juicio destructivo de quien se complace en desbaratar a sabiendas inclusive lo bueno para construir un ingenioso ensayo literario. Mas no entendamos esto y aquello como que juzgamos que la crítica debe desentenderse de la correcta e imaginativa expresión lingüística para describir o advertir valores, porque es todo lo contrario.

Si bien pudiera no implicar una rigurosa relación con todo lo anterior, nos asalta recordar aquí un “slogan” del siguiente tenor que en cierta ocasión apareció en los muros de París. “La imaginación asume el poder”, a lo que un crítico sensato hubo de reaccionar con las siguientes palabras: ” Si el futuro es de los imaginativos, ay de mí! no imagina quien quiere sino el que puede; muchos parecen los llamados pero pocos, muy pocos, los elegidos.”

Estoy presente

Sin embargo, estamos convencidos de que bastante de lo que se hace hoy va más allá de responder a meras urgencias intrascendente, porque de hecho hay obras que son faro en el tiempo. Cada una de tales obras de signos positivos, es bujía encendida que orienta hacia nuevos caminos, es consecuencia de un esfuerzo honrado de oficio, una manera de potenciar una vocación en función de ideales, una en que el artista quiere probar algo. Por otra parte, creemos que aquellos que fracturan estrepitosamente y por sistema la totalidad de los valores que tienen atisbo de tiempos pasados, olvidan que son cimiento de vida sobre el cual, pese a sí mismos, están parados. Para ello, Karl Marx tenía un pensamiento muy apropiado: “Para vaciar una bañera no se tira al niño con agua sucia.” Es así que Rafi Trelles no tiró el valor de El Velorio de Francisco Oller junto al realismo decimonónico de Coorbet y realizó el magnífico nuevo Velorio que es obra maestra de justa contemporaneidad. Como tampoco tiran al niño Rosado del Valle, Rodón, Domingo García, Hernández Cruz, Martorrel, Nick Quijano, Homar, Félix Rodríguez, Félix Bonilla, Elizam Escobar, Tuto Marín, Tufiño, Sobrino, y tantos otros.

Ante cualesquier tipo de iniquidad, los artistas pueden y deben responder a una ética como respuesta reaccionaria, como Picasso en su Guernica, que arremete en la dirección correcta. Esto, muy a diferencia de quien deriva complacencia en hacerle reventar una granada plástica pseudo artística en las narices del espectador como un bárbaro que se identifica morbosamente con las irracionalidades del enajenado, o por la frugal satisfacción de ver su nombre en los periódicos o la televisión, como el amigo de Vargas Llosa. Claro está, hay quien advierte que tales gestos o “gestas”, aquí tachadas de irracionales, son parte de la razón artística de nuestro tiempo, tiempo de guerras para acabar con las guerras, o del asesinato para acabar con los asesinatos, o de la política (ciencia del buen gobernar) convertida en fenómeno donde se atrinchera la insensatez, o de los tiempos donde impunemente se cambian vidas humanas por petróleo, o donde la ausencia de aquel “nomos” griego, o norma para regir las cosas, da pie a que prepondere el oportunismo y la jaibería. Si tal es la tónica de nuestros tiempos y lo aludido son valores establecidos, no importa que no sean oficiales, y si a ella se adhiere la falsa vanguardia usurpando así en la mente de las nuevas generaciones el auténtico esfuerzo innovador del arte contemporáneo, también hay que recordar que la subversión, frente a lo que debe ser superado, ha sido resorte de auténtica revisión o revolución artística a lo largo de los siglos.

Otra ventana abierta que queda sugerida entre nuestros planteamientos es pertinente a la idea de identidad. Hoy día abunda el criterio de que es sentimiento obsoleto frente a la expresión de ámbito global en un mundo que se estrecha por vía de las comunicaciones. Pero es de advertirse que la fuerza mayor de la globalización es de orden económico y no es para que los sentimientos artísticos y telúricos se dejen estrangular por categorías de existencia que les son marginales. Concordamos con José Saramago que la globalización, como idea, propende a exprimir al mundo de los valores de la identidad y a ser una nueva forma de totalitarismo donde a fin de cuentas el ser humano puede venir a quedar reducido a mero objeto. Ojo pues con los que le hacen el juego inadvertidamente a lo que atenta contra el valor de la individualidad en aras de cantos de sirena que conducen a la desintegración esencial de lo humano. Y a la par que pretendamos conquistar el espacio sideral, que no nos ocupemos de conquistar con el mismo interés el microcosmo que está más al alcance de nuestra mano.

Se ha advertido e insinuado la deseabilidad o necesidad de implicarle un sentido ético a la manifestación artística. Ello, ante lo confuso, contradictorio, oscuro, provocador, cambiante, irritante, inestable, pseudo-conceptuoso, fugaz, vacuo, y tantos otros epítetos, atributos o elementos convergentes y divergentes que aparecen en cierta dosis del arte de hoy. Ante este cuadro, si Francis Bacon lo críticó deben rehusar su aprobación a todas aquellas manifestaciones que se nutren de la excesiva tolerancia, insensibilidad, brutalidad e irónico desapego. Y, siguiendo la misma línea de pensamiento decimos nosotros si tal negatividad responde a una faceta de la realidad del presente, es preciso activar la otra cara del valor positivo de lo humano, es preciso estremecer la razón ética que puede expresar el pensamiento plástico, al presente muy acallado por los cientos de factores que nos apremian y anonadan, lo que hemos resumido en el mito de Odisea, quien para sustraerse al encanto fatal de las sirenas sin dejar por ello de escuchar melodías, taponó con cera los oídos de sus compañeros y ordenó que le atasen a él al mástil de la nave.

Todo esto también lo resume Camus en su reclamo por la medida, la moderación necesaria engendrada por la propia rebeldía y saludable inconformidad de los artistas. Sólo así, el arte, además de ser sismógrafo automático de los tiempos, podrá manifestarse como lo que es, una forma de pensamiento capaz de señalar nuevos derroteros de porvenir dignificante. Coincidimos con el italiano Gino Dorfles, uno de los más connotados críticos y filósofos del arte, cuando advierte: “no creo, naturalmente, en recetas de salvación o redentoras que sea posible redactar e imponer públicamente con la finalidad de curar los defectos y pecados de la humanidad; mas ciertamente creo que ello debe ser considerado, no sólo en su aspecto cultural o erudito, sino también valorado por su indiscutible eficacia moral. Que sea espejo de la situación en que nos hallamos, sí, pero al mismo tiempo el medio para mejorarla y superarla; el arte, también en nuestra época, no sólo en su manifestación plástica, sino en todas sus formas de exposición teatro, música y literatura, debería representar el instrumento más sensible y eficaz para guiar el propio devenir de la humanidad”.


Autor: Osiris Delgado
Publicado: 22 de septiembre de 2010.