Trasfondo
En tiempos de la posguerra fría, con el colapso de la Unión Soviética, desaparecieron del campo político las utopías de izquierdas y derechas que habían ocupado el campo político mundial desde los años treinta. La democracia liberal surge entonces como la forma dominante de organizar el Estado posindustrial, al grado de monopolizar el imaginario y, por lo tanto, el discurso de las luchas de poder. En otras palabras, a partir de los años noventa no hay ya en ninguna parte, salvo en casos aislados, partidos abiertamente totalitarios. Aún en España, donde el nacional catolicismo franquista perdura en el partido de derecha, el Partido Popular (PP), sus líderes se aferran a un discurso que propone lealtad a la democracia y al Estado de Derecho.
La impresión general es que la guerra mundial acabó con los antiguos movimientos fascistas, nazis o falangistas y que con la desintegración de la Unión de República Socialista Soviética (URSS) desaparecía el proyecto comunista. Todos los sectores parecían conformarse con las instituciones parlamentarias y electorales bajo el signo democrático. Comenzamos a vivir «el fin de la Historia,» que anunció Francis Fukuyama. Este pensador de la derecha estadounidense habla del mítico reino en el que la democracia electoral se convierte en la forma final del gobierno humano y la economía de mercado en el único sistema posible para la producción y distribución de recursos. El largo camino que el hombre se había trazado para apropiarse del mundo, que es lo que define la historia de la humanidad, llegaba por fin a su destino.
Tras ese aparente consenso universal y clima de complacencia, sin embargo, acechaba una sorpresiva explosión de conflictos étnicos, religiosos y territoriales que se pensaban superados por la Historia. Al mismo tiempo, la reorganización de la economía global sobre bases supranacionales generaba nuevos conflictos sociales como reacción a la intensificación de la desigualdad y la exclusión. La nueva estructura económica global, posibilitada por el desarrollo vertiginoso de la tecnología de los medios de comunicación e información, llegó a conformar lo que Antonio Negri y Michael Hardt han denominado «Imperio». Esta nueva estructura supranacional, diferente al colonialismo territorial tradicional, ha generado a su vez una crítica amplia y profunda y un ánimo contestatario, también global, una de cuyas expresiones es la organización del Foro Social Mundial. En otras palabras, en el mundo actual aparecen nuevos e inesperados retos al universalismo occidental, conformados por una reestructuración de los antagonismos políticos que Fukuyama daba por concluidos.
Estructura binaria de lo político
Niklas Luhman nos recuerda que la estructura binaria de lo político es natural y por lo tanto nunca desaparece, más bien se redefine en la medida en que cambian los tiempos. El pensador alemán insiste en que la especificidad de la democracia liberal como sistema político radica precisamente en una división de poder entre el gobierno y la oposición, lo que implica una contienda programática binaria continua, permanente. Por ejemplo, el antagonismo entre progresistas y conservadores ya no parece tener la misma carga que en el pasado, pero ahora la contienda se articula en torno a otros asuntos, como la política social del Estado (expansiva o restrictiva) o la economía (si se privilegia el ambiente o el desarrollismo). Carl Schmitt, filósofo del Derecho (desde la derecha) y uno de los críticos más consecuentes de las democracias parlamentarias, reconoce que los antagonismos pueden asumir muchas formas pero que es ilusorio pensar que sea posible eliminarlos.
Esto quiere decir que nublar la frontera entre derechas e izquierdas es perjudicial para la práctica democrática porque impide la constitución formal de identidades políticas claras. La homogenización del discurso partidista ante un aparente consenso democrático, tiene el efecto nocivo de reducir la oferta programática, de trivializarla, lo que a su vez abona a la desconfianza de los partidos y la clase política, mientras desalienta la participación ciudadana en el proceso político.
Elias Canetti añade que las instituciones parlamentarias canalizan, por medios pacíficos, la hostilidad natural del campo político. En la democracia liberal los sectores contendores renuncian a la violencia al aceptar el veredicto electoral; es decir, el conteo de votos pone punto final a la «batalla». La aceptación de la derrota por parte del candidato a la presidencia de Estados Unidos en el 2000, Al Gore, a pesar de que estaba convencido de que la victoria oficial de su contrincante era, al menos, cuestionable, es indicio de esta función civilizadora del proceso electoral.
Es razonable concluir, por lo tanto, que la acción política en los contornos democráticos debe partir de las identidades políticas en competencia, sin menospreciar su diversidad o condición plural. Los partidos políticos y los procesos electorales deben reflejar ese antagonismo real para ejercer con razonabilidad la función social de darle expresión institucional a las divisiones sociales y los conflictos sectoriales. Cuando los partidos dejan de reflejar los conflictos reales mediante consensos homogeneizadores falsos, los antagonismos asumen otras formas, algunas de ellas dotadas de violencia y difíciles de manejar con herramientas democráticas. La ausencia de alternativas democráticas con las cuales los ciudadanos se puedan identificar, crea un campo propicio para los movimientos fundamentalistas, sean estos partidistas, religiosos, étnicos o nacionalistas.
La mentalidad fundamentalista constituye a su vez el mayor peligro que confronta la libertad hoy en tanto se caracteriza precisamente por la visión de que el adversario no es un contrincante con el cual tenemosque convivir, sino un enemigo que hay que destruir.
La democracia liberal como sistema político que encarna la posibilidad de la libertad, no es el resultado inevitable del progreso de la humanidad, ni ha podido eliminar los conflictos sociales. Al contrario, la experiencia nos demuestra sus limitaciones y fragilidad. Requiere, que sus instituciones se protejan, expandan y profundicen bajo el supuesto de que no logrará nunca eliminar los conflictos sociales, sino tan sólo enmarcarlos en acciones políticas que excluyan la violencia. Debemos tener presente que la democracia peligra cuando los antagonismos se esconden tras un consenso que en realidad delata apatía y abandono de lo político; pero también se pone en riesgo cuando se excluyen sectores sociales mediante prácticas de marginación. Cuando la democracia liberal se identifica como consustancial a las estructuras de la economía de mercado, se corre el riesgo, como parece ocurrir en Venezuela, que las masas excluidas sean atraídas a movimientos autoritarios y populistas, construidos sobre prácticas paternalistas del Estado (y de un líder), que retienen ciertas formas democráticas pero abandonan su contenido libertario.
La identificación de coyunturas reales, es decir, de oportunidades de cambio en el marco de las transformaciones mundiales de larga duración, parte de la comprensión de la naturaleza del campo político, tanto en su condición natural u ontológica, como de su configuración temporal (circunstancias históricas). Es imperativo, por lo tanto, ubicarnos dentro de las antinomias reales del mundo y pensar lo político más allá del límite cerrado de la política, las contiendas partidistas y la alternancia administrativa.
Roberto Gándara Sánchez
Editor
Centro de Investigación y Política Pública
Publicado: 22 de enero de 2008